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Oops, John Oliver did it again. El comediante inglés que conduce el programa de humor Last Week Tonight en HBO volvió a dedicarle unos minutos al presidente Rafael Correa (pueden verlo acá, antes de que Youtube lo baje: sí, es una reproducción pirata). La reacción de este lunes es predecible: la oposición tendrá el mejor carnaval en años y el oficialismo se volcará, de nuevo, a las redes para defender a su líder. En resumen: nadie aprendió nada, cuando hay tres grandes lecciones en todo esto. Una es para la oposición, otra para el gobierno, y la última para los medios.

Es difícil entender la alegría de la oposición en estos días: sus dos figuras estelares son un community manager elevado (contra su voluntad, dato importantísimo) a la categoría de actor político –el ¿célebre? @CrudoEcuador– y un comediante que no ha pisado el Ecuador. Ninguno de los dos puede correr para presidente en 2017. Tan desolador es el panorama opositor, que sus argumentos de mayor calibre provienen desde dos blogs (Sentido Común y Estado de Propaganda).

Sí, es comprensible que celebren la fina zancadilla satírica de Oliver al presidente Correa, pero es inaudito que lo tomen como una victoria. Nadie en las filas del anticorreísmo vio antes en el humor un recurso. Se pusieron tremendistas y severos. Uno de sus mayores defectos ha sido plantear escenarios oscuros. En lugar del renunciar al falso dilema de los buenos versus los malos, intentaron –sin poder, sin líder y sin propuestas– convencer al Ecuador que los buenos eran ellos, diciéndole a gente que jamás tuvo nada que la satisfacción de ciertas necesidades materiales –ese algo frente a la nada pasada– no era tan importante. A la oposición le ha faltado sensibilidad e ingenio, por eso es que parece estar tan desconectada de la mayoría de sus potenciales electores. Y –para remate de sus males– jamás se atrevió a tener sentido del humor, un bien político subestimado.

Francois Hollande ganó la presidencia de Francia rompiendo una promesa. Le había dicho a sus asesores que dejaría de contar chistes. La editora política de la radio France Info, Marie-Eve Malouines, le decía en 2012 a la BBC que una de las armas más efectivas de Hollande –que desafiaba al presidente en funciones, Nicolás Sarkozy– era su sentido del humor. Decía Malouines “en Francia nos gusta que nuestros presidentes sean rudos, pero Hollande piensa que, por la crisis económica, tal vez la gente quiera un líder diferente: un hombre amable”. Nada más distante del malcriado y arrogante Sarkozy, apodado por los franceses –según este perfil publicado en The New Yorker– como President Bling-Bling ¿El apodo de Hollande? Según el reportaje de la BBC: Mr. Nice ¿No tiene la oposición ecuatoriana alguien que pueda –como lo hizo Hollande– sacar al oficialismo (o, digamos, al Presidente) de la cancha que ha marcado para el juego político? Hasta el 2017 parece haber suficiente tiempo.

Del lado del correísmo, la lección parece igual de evidente. Y, como en la oposición, también parece no aprendida. Si el Ecuador tiene el sexto mejor sistema judicial de América Latina –y no hay motivos válidos para dudar del estudio de la Universidad Vanderbilt–, si el presidente Correa es el de segunda mayor aceptación en el mundo (aunque sea un ranking extraño de una respetada consultora (Mitofsky): lo encabeza el inverosímil Vladimir Putin), y hay hospitales, carreteras, escuelas e hidroeléctricas ¿no es hora de apagar las antorchas y envainar las espadas? Hay demasiada virulencia –especialmente en las redes sociales– para un país que, sin duda, ha cambiado materialmente. El estado de alerta constante –retratado en la frase Restauración Conservadora– se parece demasiado a la paranoia. Y es difícil gobernar con alegría, y transmitirla a sus conciudadanos, en esas condiciones.

Suponer que hay una maquinación maléfica para destruir al gobierno de Rafael Correa es un peligroso camino que puede derivar (como en efecto ha derivado) en abusos de poder. Oliver le ha dicho algo importante al presidente Correa –y se lo ha dicho dos veces–: usted tiene cosas más importantes que hacer. Y es cierto. La democracia participativa no se construye con las charlas magistrales de cada sábado, pero esas alocuciones serían mucho más productivas para el Ecuador si obviaran las partes en que están cargadas de subjetividades innecesarias. Parece agotador el trabajo de responder cada línea que se considera insultante. Y no solo suena cansino, sino que parece frustrante, especialmente si vienen de las redes sociales. Como bien anotaba José Miguel Cabrera la semana anterior, pelear con una página de Facebook es como darse de puñetes con el mar: inútil. Es, más que inútil, contraproducente.

Bárbara Streisand lo sabe bien. En 2005 demandó a un fotógrafo para que retirara una foto que ella consideraba invasiva. Antes de presentar la demanda, la imagen había sido descargada seis veces. Después del juicio, el sitio que la publicó recibió más de cuatrocientas mil visitas mensuales. Desde entonces, a ese efecto multiplicador se lo conoce como el efecto Streisand. Con el bastante burdo @CrudoEcuador pasó igual: de ser una página de humor bastante pueril y casi desconocida, la cantidad de seguidores que tenía en Twitter subió en un 600%, y de recibir diez mil likes al mes en Facebook, pasó a recibir ciento diez mil. Con Oliver pasó lo mismo: las constantes referencias del presidente al cómico inglés durante la semana que pasó no le dejaron otra alternativa al comediante, que ayer lo volvió a mencionar, y –esta vez– con más dureza. Los políticos deben aprender a reírse de sí mismos. Debe ser difícil no aislarse de la realidad cuando uno tiene tanto poder y responsabilidades. El humor puede ser un poderoso cable a tierra. Lo saben presidentes tan diferentes como Pepe Mujica y Barack Obama.

La última de las lecciones es para los medios ecuatorianos. Oliver es el creador de uno de los productos periodísticos más interesantes del mundo contemporáneo. En él, el humor solo es un vehículo para hablar de cuestiones más duras como el estado deplorable del sistema penitenciario estadounidense, el tráfico de influencia entre farmacéuticas y médicos, o la pena de muerte. Pero Oliver no entiende a la comedia como condescendencia. Por el contrario: sus datos duros están verificados, son precisos, y destinados a demostrar las premisas de sus monólogos.

Oliver jamás le dijo dictador a Correa –de hecho, se refirió a él como un líder carismático–, ni lo acusó de conjeturas imposibles de demostrar. John Oliver jamás lo habría acusado de un crimen de lesa humanidad después del 30S. El periodismo norteamericano se funda en la tradición de los datos verificados y la edición constante. Acá, en cambio, más de un periodista se siente ofendido ante la propuesta de editar sus textos. Lo que es peor: algunos la confunden con la censura. Gardner Botsford, ex editor de The New Yorker, dejó cinco reglas sobre editar un texto, y la tercera encaja perfectamente en la conducta de muchos periodistas ecuatorianos: “Cuanto menos competente sea el escritor, mayores serán sus protestas por la edición. La mejor edición, le parece, es la falta de edición.” Editar es diseñar seguros para evitar errores y malas interpretaciones. Verificar datos, dudar, interrogar sobre las fuentes de las que se obtiene la información, también. Si un comediante inglés puede hacerlo –y de paso hacernos reír– no debe ser tan complicado. Se trata, como le dijo Martín Caparrós a Isabela Ponce, de hacer el trabajo decentemente. No hay mayor secreto.

Es hora de renunciar al falso dilema. Estamos inmersos en un círculo vicioso de acusaciones y sospechas. Suponemos de conspiraciones y diseñamos réplicas para cuestiones que aún no han sucedido –ni tenemos la certeza de que sucederán. Eso es lo que podemos sacar de estas dos semanas de cable prime time dominical; y –sobre todo– que el humor no es burla descarnada contra los demás, sino un método –por lo general muy inteligente– de vernos humanos y falibles, como en realidad somos.

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¿Qué puede el Ecuador aprender de John Oliver?