Durante unos días, a las franciscanas calles de Quito las adornaron unas vallas en las que estaba dos veces escrita la palabra puta. Eran parte de la campaña No más cruces rosadas, contra la violencia de la mujer. Y, por supuesto, la beata capital de un país cada vez más beato reaccionó. No porque una de cada seis mujeres ecuatorianas haya vivido algún tipo de violencia de género, o porque el 12% de los asesinatos sean femicidios –más de la mitad, a manos de parejas, actuales o pasadas–, no. Lo terrible era que una palabrota estaba a la vista de todo el mundo, en la calle, incomodando a la gente de bien. Incomodando a los hijos del pero.
Con las palabras pasa algo similar que con las personas: son el espacio que ocupan. Pero y puta son dos construcciones del idioma que tienen identidad propia cuando se pronuncian en el Ecuador. Pero es el eufemismo con que los discriminadores se camuflan. Se la escucha en la sobremesa del almuerzo, mientras alguien se sirve un whiskey en un cumpleaños, a la hora del café en la oficina:
– Yo no soy racista, pero
– Yo no soy homofóbico, pero
– Yo no soy machista, pero
Detrás de esas cuatro letras, viene el prejuicio.
– los indios son vagos.
– los maricones no deben casarse entre ellos.
– todo lo que te pasa es tu culpa, por puta.
Ese es el espacio que puta ocupa en el Ecuador. Es una herramienta de poder y control. Pero poder y control son, aquí, dos palabras equívocas. En realidad, puta es una herramienta de dominación y muerte. Según los testimonios judiciales, los asesinos de Karina del Pozo dijeron, en distintos momentos, antes de matarla:
– ¿Quieres ver cómo se mata una puta?
– Ya van a ver lo que le pasa por puta.
Luego la estrangularon y la golpearon con una piedra en la cabeza. Poder y control palidecen para describir ese horror.
Puta en el Ecuador es una mala palabra porque significa perpetuación, violencia e impunidad. Sirve para justificar la violencia contra las mujeres. Ese es el espacio que ocupa. Eso nos incomoda. Entonces los periódicos eligieron no reportar la realidad (que a Karina del Pozo le dijeron puta dos veces antes de matarla), sino que –para que nadie se ofendiese con la palabrota– prefieron escribir que sus asesinos dijeron prostituta. Y en el Ecuador prostituta ocupa un espacio distinto al de puta. Decir que son sinónimos –en especial, en el contexto del caso del Pozo– es una afirmación riesgosa.
No más cruces rosadas, en ese sentido, tiene una tarea quijotesca: torcerle el sentido a un vocablo en una sociedad que tiene las prioridades de indignación invertidas. No es una causa perdida, puta ya recorrió el camino contrario. Según Miguel Donoso, en A Río Revuelto, la palabra que ha indignado a los hijos del pero viene del griego budza. En Mileto, dice el escritor ecuatoriano, “las mujeres se instruían y muchas de ella emigraban a Atenas, donde las señoras eran mantenidas en el más ruin atraso. A las primeras se las conocía en el mundo masculino como budzas, esto es, «inteligentes y divertidas» (¿una especie de gheishas?, interrumpe el narrador), mientras las otras, muertas de envidia, las vilipendiaban«. Con el tiempo, el uso despectivo se arraigó, mutó en butza y se latinizó –en la muy moral sociedad romana– y terminó en puta (y, cientos de años después, llegó a las vallas del horror quiteño).
Nuestra miseria radica en la incapacidad de llamarla por su nombre, así que como intento de redefinición, la campaña acierta. Hay que entender qué lugar ocupamos cuando decimos puta. El retorno a las budzas originales es necesario y socialmente sano. Sin embargo, la iniciativa nos ha dejado en la polémica, que suele ser la planta baja de las discusiones importantes.
Ayer, el presidente de los Estados Unidos habló durante los Grammys para pedir el fin del maltrato a la mujer. Dijo que una de cada cinco estadounidenses ha sido víctima de violación (o un intento de violación). Una de cada cuatro, de una forma de violencia doméstica: “It is not ok”, dijo. La elección de palabras de Obama es durísima, porque revela que todavía tenemos que reafirmar algo que parecería obvio: no está bien violar ni acosar a las mujeres. It’s not ok.
Durante el Superbowl 2015, se pasó este aviso de la campaña NoMore:
Al final, se lee “cuando es difícil hablar, es nuestra responsabilidad escuchar”. El spot es –por largo– mucho más potente que las vallas de las cruces rosadas. Sí, nos pusieron a hablar, pero no lograron ponernos –a todos– a escuchar con atención a esas mujeres a las que tan difícil les resulta hablar. Si no hay otro golpe de efecto, algo que nos ponga las muertes y los abusos en la cara, No más cruces rosadas será apenas un gesto provocador. Y habrán tenido razón –para desgracia de este país– los indignados hijos del pero.
¿Qué le sucede a un país que se escandaliza más por una valla que por una muerte?