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David McMillan, dueño de Joe Beef  –uno de los mejores restaurantes del mundo– dijo que cocinar es “limpiar, limpiar y limpiar” para asegurarse de que nadie muera. “Usas jabón. Usas cloro y agua fría (jamás caliente). La limpieza de los baños en tu restaurante lo dice todo”, asegura el hombre que aun después de veintidós años en el oficio toca las manos de sus cocineros después de que usaron el baño para verificar si están húmedas y suaves. Es una de la reflexiones más lindas que he leído sobre este oficio.

Es natural que demos por sentada la obviedad de la limpieza del baño de un restaurante, pero muchísimas veces nos topamos con lo contrario. McMillan es un radical de la limpieza. Se lo decía a Peter Meehan –editor de la maravillosa revista de cocina Lucky Peach–, en un artículo titulado El arte de la limpieza de un escusado según Joe Beef. Cada tanto, cuenta indignado, se topa con un aprendiz que no usó jabón ni agua, ni nada. “¡Es lo básico! Si no puedes trabajar limpio y mantenerte limpio estás jodido en todo lo que hagas”. Hablamos del hombre detrás de uno de los sitios favoritos de Antonhy Bourdain­, donde –dice Mehaan– parecería se hace magia negra por la homogeneidad que define el lugar, tanto su  estilo como la calidez de su staff, son un rareza en la industria. Es el mismo individuo que es capaz de ponerse de rodillas ante el escusado de su restaurante, limpiarlo con pasión y compartir su entusiasmo por ello con el mundo, porque en su cabeza, es así como debe ser. El orden y limpieza son imanes de rapidez, ahorro y eficiencia, lo aprendí en la práctica y lo compruebo cada vez que cocino.

La relación entre cocina y sanidad es simbiótica. Cada dueño, jefe, o cabeza de un establecimiento debe conocer cuáles son las esquinas en la que se acumula la mugre. El mandamiento de cocina como limpias tus baños se repite entre muchos de los grandes chefs del planeta. En su autobiografía, Life on The Line, Grant Achatz recuerda su primer día de prácticas en The French Laundry: encontró al mítico cocinero Thomas Keller de rodillas fregando el piso de la cocina en la que creó Oyster With Pearls, su plato insignia. Es una imagen que debe flagelar a los cocineros jóvenes hasta moldearnos. El mundo culinario es hermoso porque nos habla sobre la vida. Humildad sobre ego, siempre.

Aprender a cocinar es cultivar lo básico: limpieza, corte, orden, técnica. Hay que repetirlo hasta que se convierta en un gesto casi mecánico. Después de eso, hay que conocer los ingredientes: saber de dónde vienen y respetarlos, para luego tener la capacidad de expresarlos en sus mejores maneras. Eso es cocinar. Enfocarse en cualquier otra cosa que no sean estos principios, no refuerza el oficio, y envía un mensaje equivocado a la gente que trabaja para uno: se convertirán en monstruos pretenciosos que no sabrán trabajar.

La chaqueta de hilo egipcio con el nombre bordado, los suecos Prada, la cristalería finísima y la cerámica Limoges son secundarios y –hasta cierto punto– innecesarios. McMillan está convencido de ello y me atrevo a secundarlo. Dice que pocas cosas podrían causarle un episodio de demencia temporal: un cocinero mezclando el tartar de salmón sin haberse lavado las manos después de salir del baño, un escusado sucio, un aprendiz desaliñado; pero un plato roto, no. 

Lo que llega a la mesa, se forma gracias a un universo de detalles meticulosamente ejecutados por personas que conocen la urgencia de lo básico y la pasión. No importa lo que cocines, esa es la verdadera perfección culinaria.

Bajada

¿Qué lecciones encuentra un cocinero en un escusado reluciente?