La patria de Pedro Lemebel no tiene banderas, tiene sábanas blancas bordadas de pajaritos con las alas rotas. La patria de Pedro Lemebel no tiene himnos, tiene  la radio encendida con música de Rocío Durcal o Lucho Gatica cantando historias de desamor. La patria de Pedro Lemebel no tiene uniformes, tiene vestidos de lentejuelas empapados de un olor a sangre, sudor y Dior. La patria de Pedro Lemebel no tiene botas, tiene tacos de diez centímetros que te permiten ver más allá de las gorras de los “milicos fachos” que aún gobiernan. La patria de Pedro Lemebel no raciona ni racionaliza, solo comparte lo “mucho” que le quedó después de doce horas diarias de trabajo. La patria de Pedro Lemebel no va para la derecha ni para la extrema izquierda, sino que zigzaguea, penetra en el barro y se deja fecundar de flores. La patria de Pedro Lemebel no tiene “hombres nuevos”, como alguna vez lo planteó el socialismo del siglo XX. Él no era un hombre nuevo, no calzaba en ese formato de roncas voces y gestos duros. 

Pedro Lemebel era un verdadero hombre, lleno de ternura y sin miedo a exteriorizarla. La patria de Pedro Lemebel está junto al pueblo, sus amigos y su madre. Su patria es una calle poblada de putas ebrias, Locas del Frente y jovencitos de piel quemada cargando pesadas cajas de libros, todos ellos calibrados con el trago más barato de la noche. La patria de Pedro Lemebel es femenina, marica, militante, comprometida, amorosa, deseosa, profunda, como la región en la que le tocó nacer.

Ahora que el escritor chileno Pedro Segundo Mardones Lemebel no está físicamente, ahora que su Patria se quedó inconclusa, hay que rememorarlo con la lectura de su emplumada obra.

Su prosa era la de un escritor que no necesitó de tradiciones literarias para armar el relato de vida que dejó. Pedro Lemebel fue solo un testigo fiel de la dolorosa época de marginación y dictadura en la que le tocó existir. Su literatura, cargada de artificios neobarrocos, metáforas e hipérboles, daba cuenta de varias realidades que poco a poco empezaban a ser más visibles en el mapa latinoamericano, como la homosexual.

En esencia, era un poeta, híbrido y experimental. En una entrevista no tan lejana, cuando le preguntaron si estaba escribiendo ficción, dijo: “Hay algo por ahí, que quizás sea una novela, o una mezcla de géneros y cosas como son mis libros: un puchero florido, una cazuela, un cebiche mixto literario y popular”. Lemebel se amparó en la novela, la crónica, el arte plástico y el performance (el dúo que fundó junto a Francisco Casas, Las Yeguas del Apocalipsis, marcó un hito en este campo del arte) para denunciar la injusticia social, sin comprometer la elevada y original estética que alcanzaron sus textos. Por eso, sus obras nunca fueron panfletos de ningún gobierno de turno, sino manifiestos de vida para aquellos que nacían con la “alita rota”. Ningún adjetivo en sus crónicas estaba de más. Todo era parte de un plan “embrujadamente” calculado.

Pedro Lemebel fue un ácido etnógrafo de sus propias circunstancias y un crítico mordaz de todo lo que percibía como rancio y sospechoso. Acusaba al SIDA de ser una agresiva forma de colonización moderna porque no era propia de nuestra región barrosa y mestiza, sino una plaga importada desde el Norte. Estuvo en contra de los modelos hegemónicos de lo Gay, y prefería los cuerpos femeninos y feminizados. En una crónica de Loco afán (Crónicas de sidario), dice: “Por eso no me quedé mucho rato en el histórico barcito (El Bar Stonewall de Nueva York), una rápida ojeada y uno se da cuenta que no tiene nada que hacer allí, que no pertenece al oro postal de la clásica estética musculada, que la ciudad de Nueva York tiene otros recovecos donde no sentirse tan extraño, otros bares más contaminados donde el alma latina salsea su canción territorial”. Así era el alma sudaca de Lemebel: solidaria con el “proletariado homosexual”, con esos hombres que rondaban las esquinas más oscuras de su ciudad, de su corazón.

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Nunca dejó de interpelar al poder ni a la cultura chilena, especialmente cuando esta estaba en manos de la derecha. Tanto era así que en una crónica de Háblame de amores, narra un (des)encuentro que tuvo con el ministro de cultura del expresidente chileno Sebastián Piñera. Cuando “el ministro de la cultura Piñerarte, el actor de teleserie, el flamante pituquín de traje planchado” iba a saludar a Lemebel, este le escupió cerca de su zapato. Ese día, a Lemebel lo acompañaba un amante ecuatoriano que se sintió orgulloso de esa rebeldía tan auténtica contra cualquier forma de poder, pero también le anticipó que ese tipo de actos siempre traen consecuencias. Y eso a Pedro poco le importaba: “Me salió del alma, no lo pude evitar. Ahora pienso que lo olvidará, los pitucos light de la derecha borran la memoria, no les conviene, por eso no son resentidos, la amnesia es su política de poder”. La historia le enseñó a desconfiar de las insignias, de los burócratas, de los herederos de Pinochet, de los políticos fachos camuflados con una gran sonrisa de “reconciliación nacional”, como Piñera, que durante su mandato cerró el Diario La Nación, en el que trabajaba Lemebel. Él se quedó sin empleo justo cuando se enteró de que padecía de una terrible enfermedad.

A pesar de su avanzado cáncer de laringe, que lo mató el 23 de enero de 2015, Lemebel nunca dejó de moverse. Dolía escucharlo en su última visita al Ecuador, en 2013. Dolía verlo tomar a cada momento sorbos de agua para que funcionara su voz.

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Pero él estaba ahí, al pie del cañón, entregado a su arte y a su público, con unos tacones mortales y un maquillaje impoluto, sosteniendo en una mano una rosa roja, y en la otra, unos papeles con los textos que nos leería. Todos salimos bautizados esa noche, salimos como ciudadanos de la patria de Lemebel. Y es que nadie puede ser el mismo después de escucharlo leer su tan celebrado Manifiesto (Hablo por mi diferencia):

Mi hombría fue morderme las burlas

Comer rabia para no matar a todo el mundo

Mi hombría es aceptarme diferente

Ser cobarde es mucho más duro

Yo no pongo la otra mejilla

Pongo el culo compañero

Y ésa es mi venganza.

Cuando terminó el evento, las luces se apagaron y Lemebel desapareció. Solo quedó la rosa roja en el escenario, la huella de sus labios en el vaso de agua que tantas veces usó y el eco de sus ronquidos repitiéndonos una y otra vez en nuestras cabezas: La ciudad no es un lugar solitario si es que piensas un poco en mí.

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Fausto Rivera Yánez
Economista, estudioso de la literatura. Crítico cultural y feminista. Ser humano en constante tránsito.

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