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En un capítulo de Mad Men –la excelente serie que retrata el boom de la industria de la publicidad y lo cool, en la década de los sesentas– uno de los personajes principales, Roger Sterling, tiene que subir veintisiete pisos de escaleras porque el ascensor se ha averiado. Al llegar, vomita en el lobby de su oficina, sobre los brillantes zapatos de sus clientes. No mucho después, termina en una clínica, infartado. Desde ese momento, la vida de Sterling cambia. Siente el apremio de ser feliz. Deja a su mujer de toda la vida por Jane, la secretaria veinteañera de uno de sus socios. Todo porque un día el ascensor se dañó.

Estamos tan acostumbrados al ascensor que sin él la vida –como la conocemos hoy– sería imposible. Es más, cuando llegue la rebelión de las máquinas, de seguro la revuelta empezará por ellos: ¿qué poder tiene el presidente de los Estados Unidos si no puede tomar el ascensor a su bunker nuclear?

La paternidad del ascensor estuvo disputada por mucho tiempo, hasta que Elisha Graves Otis inventó el freno de seguridad en 1853. Desde los tiempos de Arquímedes ha habido mecanismos para elevar personas y objetos, pero el freno de seguridad impide la caída libre. Otis era el gerente de una fábrica de camas que quería llevar más rápidamente los materiales de un piso a otro sin el riesgo de que, por el peso, se rompiera el cable que los elevaba. Un par de años después presentaría su dispositivo como una atracción de circo, en la Feria Mundial de Nueva York de 1854. Si el ascensor está cayendo un cuarto más rápido de lo que debería, se activa el freno: unos rieles cruzan las paredes del foso en que está metido el elevador (que en todo rigor  es un sarcófago móvil) y el ascensor va parando decidida pero sutilmente. Según el periodista Nick Paumgarten –autor de Up and then down, la historia de un hombre que estuvo casi dos días atrapado en un ascensor– la única caída libre que se recuerda en la industria del elevatoring sucedió en el Empire State, en 1945, cuando el distraído piloto de un bombardero B-52 giró para el lado equivocado, se estrelló contra el piso setenta y nueve y voló la palanca y los cables de seguridad. Su única ocupante, la ascensorista, resultó malherida pero sobrevivió. El medio de transporte más seguro no es el avión, sino el elevador: La empresa que fundó Elisha se jacta de que cada cinco días transporta el equivalente  a la población mundial. De lunes a viernes, el mundo entero sube y baja en un elevador.

Las historias de ascensores son tan inverosímiles como reales. Durante el ataque a las Torres Gemelas, se calcula que doscientas personas murieron en los elevadores, asfixiadas, quemadas, o caídas. En mayo de 2012, una enfermera china murió decapitada en un confuso accidente de elevador, que quedó registrado en un horripilante vídeo que circula aún por Internet. Pero no solo muere gente en los ascensores, también nacen. En 2008, Yolanda Abellán dio a luz a Marcos en el elevador averiado del hospital “Virgen del Castilla” en Murcia.

La feminista radical Valeria Solanas le pegó a Andy Warhol un tiro a la salida del elevador de la Factory. Como Warhol, el ascensor es un referente pop del siglo XX. Que intenten matar al ícono pop a la salida del objeto pop es poético. El cine así lo ha entendido: hay un película llamada Yo le disparé a Andy Warhol. Glenn Close se despachó a Michael Douglas en un ascensor en Atracción Fatal, Woody Allen casi vuelve loca a Diane Keaton en Misterioso asesinato en Manhattan, y jamás se borrará de la memoria occidental el elevador que rebosa de sangre en The Shining de Stanley Kubrick. Todo gracias a que un día de 1852 al buen Elisha no le dio más la gana de perder tiempo subiendo y bajando pedazos de camas, y resolvió el problema con un artificio ingenioso, sin saber que, siglo y medio después, la humanidad dependería del ascensor en que viaja, entera, una y otra vez, cada cinco días, hasta el fin de los tiempos.

 

 

Bajada

¿Depende la vida en la Tierra del elevador?