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Mientras asesinaban a periodistas y redactores de la revista parisina Charlie Hebdo, los hermanos Chérif y Said Kouachi repetían a gritos “Alá es grande”. Alá es grande, y descargaban sus rifles Kaláshnikov. Alá es grande, y le decían a una mujer que se salvaría porque ellos no mataban mujeres. “Pero leerás el Corán”, le advirtieron. Alá es grande, y olvidaron lo que habían dicho y ejecutaron a la columnista Elsa Cayat (tal vez por ser judía). Alá es grande, y masacraron, sin miedo, a doce personas, convencidos de que lo que hacían era lo correcto. Y ahí radica una de las cuestiones más espeluznantes de la matanza de Charlie Hebdo: sus autores actuaron por razones morales.

Esa es, tal vez, la más terrible de las lecciones que nos deja Charlie Hebdo. Sus asesinos tenían un código moral en el que la vida es secundaria al valor simbólico que le otorgan a su dios. No estaban locos, eran un par de los tantos de millones de personas que creen que la moral propia es la norma de conducta que debe imperar en la sociedad. Por eso, es casi seguro afirmar que no solo lo hicieron sin remordimiento, sino que, además, lo hicieron bajo la convicción de que servían a un fin supremo. Jueces supremos de los demás, aplicaron el retorcido set normativo que han interiorizado como una verdad absoluta: quien irrespeta a mi dios, a mi profeta, merece la muerte. Y es un acto que debe no solo ser cometido, sino celebrado.

Charlie Hebdo va más allá del valor de la sátira y del respeto por el pensamiento ajeno. Nos enseña lo que los seres humanos somos capaces cuando nos elevamos sobre los demás, y elegimos pontificarles sobre qué está bien y qué está mal: imponer nuestras creencias como regla general. La gente moral no tiene espacio para lo diferente, para la reflexión y la duda. Actúan –a diferentes niveles, y guardando las distancias de las consecuencias de sus actos– como actuaron los hermanos Kouachi. Por eso para Abraham lo moral era demostrarle su alianza a Yahvé, aunque eso significase asesinar a su propio hijo. Por esas mismas razones se quemaron mujeres acusadas de brujerías, y la Santa Inquisición persiguió a Galileo. Los nazis diseñaron campos de concentración y cámaras de gas para acabar con la inmoralidad judía que –según ellos– corroía a la nación germánica. Morales son también los que, en nuestros días, insisten en que las mujeres sigan abortando clandestinamente y mueran en medio de la insalubridad y la impunidad, o le niegan el derecho a un contrato civil llamado matrimonio a personas del mismo sexo.

Cada vez que sometemos la vida de los demás a nuestros estándares morales, nos parecemos un poco a los asesinos de Charlie Hebdo. Nos indigna ver cómo los otros no se comportan como nosotros, cómo intentan vivir según sus propias normas –aunque no nos afecten–, convencidos de que hay un orden superior que precisa que las cosas sean de tal o cual manera. Esto lo ha dejado claro el padre de la ultra derecha francesa Jean-Marie Le Pen, que dijo que él no era Charlie: “Me siento conmovido por la muerte de doce compatriotas franceses, pero no, yo no voy a luchar para defender el espíritu de Charlie, que es un espíritu anarco-trotskista que va contra la moral política”. ¿No se da cuenta este hombre cuánto se parece a los criminales que causaron esas muertes por las que dice estar conmovido? Eso que Le Pen llama “moral política” es uno de los esperpentos más tenebrosos que ha parido la humanidad. La utilizó Stalin para encarcelar a millones por pensar diferente, al igual que Pinochet, Videla y Gadafi. La utiliza –y la seguirá utilizando– el Estado de Israel para las razias desproporcionadas con que oprime a los palestinos.

Si Charlie Hebdo tiene que ver con el Islam es algo que deben responder los musulmanes, pero hay una discusión universal: desterrar de la convivencia la necedad de querer que nuestra moral sea la de todos, y entender que las líneas que dividen el bien del mal no son las mismas para todos. Solo así comprenderemos que las ovejas descarriadas no precisan ser traídas de vuelta a ningún redil, porque están haciendo su propio camino. 

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¿Qué tan peligrosa es nuestra moral?