Néstor desapareció de nuestras vidas en el 2000. Después de dos intermitentes décadas de trabajar con mi familia, se esfumó con una pistola de colección y unos cuantos miles de dólares de mi tío. Néstor era inteligente, salsero y  hablador. Llegó a casa de mis abuelos cuando era un negrito menudo de ocho años, a principios de los ochenta. Una mañana de invierno, su madre se paró en el portón, timbró con insistencia, y les rogó que se hicieran cargo del más joven de sus hijos, porque ella no tenía con qué. Néstor era alegre, guapo —en todos los sentidos posibles de la palabra—, y un mentiroso de colección.

Decía, por ejemplo, que su abuela se llamaba Gudruguldura, igual que un buque petrolero sueco que atracaba en la provincia costera de Esmeraldas. Frente al Pacífico, contaba, el Gudruguldura se abastecía de crudo, y era un barco tan grande que en la proa tenía una cancha de fútbol de tamaño reglamentario. Pero Néstor no mentía por elección, sino por el mismo motivo por el que —tanto tiempo después— quebraría la confianza de mis tíos: la vida no le dejaba otra opción. Porque así es la pobreza.

Durante mucho tiempo, en el Ecuador se ha idealizado la pobreza. Políticos inescrupulosos la llamaron su fuerza —cuando, en realidad, era su coartada—, curas aturdidos la tomaron por causa celestial en la Tierra —y dijeron, alzando los brazos dichosos los pobres—, y empresarios cínicos la hicieron punto de partida de historias —de fábulas retorcidas— de superación. En realidad, en la pobreza solo existe la desolación de no tener más opciones.

Después de muchos años de pensarlo, es la explicación que encuentro a lo que hizo Néstor. Sus opciones eran aún más reducidas: no solo era pobre, sino que además, era negro. Según un estudio de UNICEF de 2006, de los ciento cincuenta millones de afrodescendientes que pueblan América Latina y el Caribe, cerca del noventa y dos por ciento viven aún por debajo de la línea de pobreza. Néstor y sus pasos de salsa, Néstor y sus chistes sobre loras y perros, Néstor y su risa expansiva, eran solo un número más en las estadísticas que dicen que, probablemente, la población negra de este país aún tenga un índice de analfabetismo del veintiséis por ciento.

Las mentiras inocentes y divertidas de Néstor fueron deformándose a medida que crecía y la trocha de la vida se le iba angostando. Mientras vivió con mis abuelos, parecía amplia y despejada. Mi abuela lo había obligado a que asista a clases en el colegio que quedaba frente a su casa, en la sureña ciudad de Machala, el Nueve de Octubre. Néstor tenía buenas calificaciones, y le gustaba imitar al primer político negro que tuvo el Ecuador: Jaime Hurtado. Se sabía de memoria los discursos que Hurtado daba en el Congreso de la recién reestrenada democracia ecuatoriana. Alguna vez, el presidente del pleno lo llamó por el altoparlante: “Distinguido diputado Hurtado; distinguido porque desde acá lo distingo por los dientes”.

Esos eran los años ochenta en que Néstor crecía, al amparo de la casa de mis abuelos, donde jugaba con mis primos mayores—“era mi hermano negro”, me dijo mi primo Leonardo—, regaba plantas, y ayudaba a mi abuela en las cuestiones domésticas. No sé qué se podría pensar hoy sobre un niño negro trabajando en la casa de gente blanca, pero, en ese tiempo, no había espacio para correcciones políticas.

Con mis abuelos, Néstor podía hasta soñar: sería diputado como Hurtado, o Presidente como Jaime Roldós, cuyos parlamentos también se había aprendido. Mi papá lo recuerda, vestido con la corbata del uniforme de parada de su colegio, modulando—solemne y patriótico— como el presidente con el que el país retornó a la democracia: “Este Ecuador Amazónico, desde siempre y hasta siempre ¡Viva la Patria!”

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Todo marchaba bien, hasta que un día las líneas de la vida de Néstor se torcieron. Cuando iba a pasar a primer curso, su madre apareció, y se lo llevó. Dijo que necesitaba que la ayude a trabajar. Si a finales de 2012, todavía cerca de trescientos sesenta mil niños trabajaban en el Ecuador, la cifra en los ochenta –tiempos de incertidumbres y ausencia de datos oficiales– debió ser escalofriante.

No importaron las súplicas de mi abuela: Néstor y sus mentiras piadosas de por qué se demoró en la tienda, Néstor y sus historias sobre goles espectaculares en los partidos de fútbol en el recreo, Néstor y sus sueños de ser Jaime Hurtado, se convirtió —otra vez, y otra vez, y para siempre— en un número más de los que la pobreza cría en América Latina. Fue la primera desaparición de Néstor de nuestras vidas.

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En 1991, Néstor reapareció al pie de la casa de mis papás, en Guayaquil. Mi mamá lo recibió como a un hijo extraviado. Cuando le preguntaron dónde había estado, contestó que en el servicio militar. La alegría de su retorno excedía los males evidentes: no había pasado de segundo curso, había sido albañil, electricista, peón de madereras en la frontera con Colombia. Aún sonreía con sus dientes perfectos, pero había algo en él que había cambiado: ya no soñaba.

Tenía diecinueve años y quería trabajar para sobrevivir. Sus historias habían perdido la gracia del ingenio y se habían convertido en fórmulas para engañar. En mi casa, eso no detuvo a nadie de recibirlo sin reparos. En cierta forma, a Néstor lo esperaban en mi familia con la misma esperanza con que Forrest Gump esperaba a Jenny.

Mi papá puso la condición familiar recurrente: que regresara a estudiar, y que pensara en una carrera universitaria. Durante un año, Néstor fue la estrella de su clase nocturna y el marcador izquierdo estelar de la selección de su colegio, hasta que la vida se le volvió a atravesar. Una vez más, desapareció.

Y, otra vez, reapareció. Tenía mujer y un hijo al que quiso llamar Christopher, pero en el Registro Civil lo obligaron a ponerle Christian. Las opciones de los pobres son tan estrechas en el Ecuador que les es difícil hasta llamar a sus hijos con los nombres que eligen. Larry Holmes –ex campeón mundial de boxeo– le dijo  a Joyce Carol Oates “Es muy duro ser negro ¿Tú has sido negra alguna vez? Yo fui negro. Cuando era pobre”.

Eso no ha cambiado demasiado en nuestro continente, ni en nuestro país. A pesar de que en los últimos siete años, la pobreza se redujo de forma considerable, las minorías indígenas y negras siguen en la retaguardia de los cambios. Judith Morrison, directora regional América del Sur y el Caribe de la Fundación Interamericana, escribió que más de la mitad de los pobres latinoamericanos son negros, aunque solo representen un tercio de la población. Según un estudio de 2011 del antropólogo John Alton, la disparidad étnica en el país se agrava en el campo de la educación: “Según el Gobierno, a medida que aumenta la edad, el rezago va creciendo”, pues del total de la población entre 9 y 11 años de edad que recibe educación, el 2,4% tiene rezago escolar severo mientras que, para la población de 18 años de edad, el indicador llega al 35,4%, es decir, 94838 personas” Y, dice, citando al Plan del Buen Vivir 2013-2017: “Desde un enfoque étnico, el rezago es más notorio en indígenas y afroecuatorianos. Aproximadamente el 25% de personas de ambos pueblos se encuentra en situación de rezago escolar”. En números peores que esos creció Néstor, ¿qué podría decirle él, sino mentiras, a un país que le mostraba una vida que era, también, una farsa?

Cuando se quedó en Guayaquil, ya en la segunda mitad de la década de los años noventa, Néstor se asentó en la isla Trinitaria, una zona al pie del Estero Salado que fue señalada en 2010 por el Observatorio de Seguridad Ciudadana como la más peligrosa de la ciudad. Uno de sus barrios más duros se llama Nigeria, y en su mayoría está habitado —perniciosa simpleza— por afroecuatorianos.

Ahí levantó Néstor su casa. O eso nos dijo, al menos, cuando volvió donde mis tíos, a pedir otra vez trabajo y refugio. El Ecuador estaba por irse por la pendiente del desastre económico. El milenio estaba por terminar. Roldós tenía casi veinte años de muerto, y Jaime Hurtado había sido asesinado en 1998, a la salida del Congreso Nacional. A Néstor, el Ecuador le había arruinado hasta los ídolos de la infancia.

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Poco después, sucedió. Yo me había ido a Alemania por un año, y me había despedido de abrazos y risas con Néstor. La última vez que nos vimos, nos tomamos una foto. Sonreído y con los brazos en la cintura, Néstor parecía el mismo de siempre. Había tenido otro hijo, y estaba en sus tempranos treinta. La vida de oportunidades con las que había soñado mientras recitaba de memoria las palabras de un presidente muerto en oscuras circunstancias y un diputado asesinado dos veces—por las balas y luego por la impunidad— ya no existían ni siquiera en su recuerdo. Pero jamás pensé que esos abrazos serían los de un adiós perenne, y que a mi vuelta me encontraría con la más intrincada de sus historias. Esa que jamás nos contó, esa que nos dejó absortos en la incredulidad. Las peores mentiras no se dicen, se perpetran.

¿Qué habrá pensado el fin de semana aquél en que se quedó cuidando la casa de mis tíos y decidió llevarse el arma y la plata? Tuvo que haberle pesado mucho, porque no se llevó un reloj que era una herencia del padre de mi tío. Un acto final de dignidad en medio de la desesperación.

Mi mamá y mi tía recordaban, llorando, su emoción cuando les contó que en la última Navidad, sus hijos habían pasado horas sentados frente al árbol que ellas les regalaron. Mi primo Leonardo, que trabajó en los barrios de miseria de la isla Trinitaria, me dijo: “Tienes que estar ahí, para poder entender —no justificar, pero entender— por qué. Su realidad es espantosa. Mientras más creces, más te hundes”.

Néstor, el hermano negro, el contador de historias imposibles, el veloz marcapunta, el admirador de dos políticos muertos, el hijo pródigo que mi familia adoptó, creció para convertirse en parte de los descorazonadores números que pueblan las estadísticas de pobreza y negritud de este país. Se fue, para siempre, de nuestras vidas, y aunque guardamos la esperanza de que reaparezca algún día, sabemos que es casi imposible. Es la peor noticia que podemos tener de él, y no es una de sus inocentes —ni de sus más terribles— mentiras.