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Guadalupe del Carmen Benavides sabe cómo es la vida nómada de un circo desde hace cuarenta y tres años. A los diecisiete se escapó de su casa para trabajar en El Universal, una carpa que llegó a Ventanas, el pueblo de la costa ecuatoriana donde nació. El espectáculo la deslumbró. Ella también quería volar como los trapecistas. Inocente -como dice que era– pensó que el talco que se ponen en las manos para no sudar, era una especie de polvo milagroso que hacía posible el acto. Calladita, hizo maletas, y se fue sin despedirse de sus padres. Ya lejos, pidió que le dieran el polvito mágico para subir al trapecio y ahí entendió su ingenuidad. “¡Toma, bruta!”, pensó. Ya no quería volver a su casa. No le quedó de otra que aprender a volar sin magia.

Ahora, a sus sesenta años, es viuda del payaso Mequeque, tiene dos hijos adultos y su propio circo. Ha recorrido todo el país con esa pequeña carpa azul y estrellas blancas que apareció esta mañana en un terreno baldío de Izamba, una parroquia del norte de Ambato, en la provincia del Tungurahua. Nadie escuchó descargar el camión que la trajo. Aterrizó discreta y silenciosa –como una nave de otro mundo- sin molestar a los vecinos.

Al espiar por la puerta oxidada del terreno, se ve el rótulo del circo MEQUEQUE. Es de los pocos que ahora llegan a las ciudades, ha sobrevivido a las inclemencias de los tiempos modernos, y existe a pesar de YouTube e Internet, a pesar del Circo del Sol y del cine en casa. Por la espalda me sorprende Carmen, con el cabello mojado y enredado. “Hola mija”, me dice con acento costeño, como si me conociera de siempre. “En la noche será la función, venga, tenemos de todo: trapecistas, payasos, lanza cuchillos, bailarines… Pero si quiere conocer, pase”, me invita con su mirada cálida.  Su amabilidad me desarma y acepto la propuesta.

Nos sentamos en medio de un graderío vacío, iluminado por los hilos de sol que deja entrar esa carpa envejecida. Es domingo mediodía. Carmen me cuenta la historia de cuando huyó de Ventanas, cerca de Babahoyo. Incluso mintió que era mayor de edad para que el circo la aceptara. En El Universal aprendió a no tener miedo mientras le lanzaban los puñales, a volar en el trapecio, a hacer un número con argollas, a bailar, improvisar y a disfrazarse de los personajes que se necesitara. Ahí conoció a su esposo, el payaso Mequeque, que al igual que ella escapó de casa para irse en una ciudad de hierro, como les dicen a los carruseles.

Juntos vieron cómo El Universal se inundó en Guayaquil: perdieron su trabajo y casa, como los demás artistas. Por una extraña coincidencia –según cuenta Carmen– su hermano pasaba cerca del sitio donde ella lamentaba la pérdida, y le dio una mano. Con ese dinero se compraron una carpa más pequeña y emprendieron su propia travesía por los pequeños poblados del país. Huyeron, nuevamente, pero esta vez juntos. En esa época, dice, los circos pequeños eran un buen negocio, porque los pueblos tenían pocas distracciones.

Poco a poco, el circo Mequeque fue creciendo, igual que sus dos hijos, que ya iban a la escuela. Por eso pidió ayuda a su madre, a la que volvió a ver luego de muchos años, y que la recibió como hija pródiga. Ella los cuidaba durante la semana de clases. Carmen procuraba levantar la carpa en un poblado cercano, para poderlos ver. Los viernes alquilaba una camioneta para trasladarlos al circo y el domingo en la noche los regresaba para que el lunes asistieran a clases. Gracias a ese esfuerzo, enfatiza, se graduaron de economistas, pero ahora –tienen 39 y 37 años–  apoyan a su viuda madre.

Ellos heredaron el nombre artístico de su padre: Mequeque –que en realidad se llama Richard– y Mequeque Junior –a quien en familia le dicen Darwin–. Ninguno de los dos está hoy en la carpa. Uno vive en Colombia, trabaja como cómico en un programa de televisión y visita a Carmen cuando hay urgencia. Otro viajó a ese mismo país para comprar una carpa, porque la que tienen fue perforada por una granizada que le cayó encima como una balacera.

Cuando su esposo murió, me dice Carmen con tristeza, descuidó la carpa, porque se dedicó a sufrir por la ausencia. “Ya no quería el circo, quería venderlo, quemarlo, mejor dicho que se acabe”. Así pasó tres años, tiempo en que el circo se cerró por única vez en su historia. Con sus hijos le  levantó de nuevo la herencia de Mequeque. Por eso la carpa ha llegado a Izamba, y en pocas horas presentará su espectáculo. Afuera, los otros empleados del circo ya empezaron a promocionar la función de las 20:30. El silencio que había hace una hora se diluyó. Ahora, un altoparlante ubicado en una camioneta anuncia a la trapecista, los bailarines, el mago enmascarado, los payasos y más personajes que estarán esta noche en escena. Me despido con la promesa de regresar.

 

***

La carpa brilla por la noche. Sus luces están encendidas. La gente del barrio ha salido a curiosear y algunos ya tienen su boleto. Son las 20:00 del domingo. El altoparlante suena sobre la camioneta que recorre hasta esta hora las calles. Carmen está dentro de su camper, desde donde vende los boletos a través de una ventanilla que está junto a su cama. Desde afuera nadie imagina que es, también, la habitación de la mujer. Esta noche ha venido a visitarla su amiga Flor, que hasta hace dieciséis años también trabajaba en un circo, y que ahora vive en Ambato con su hijo que es payaso y sus nietos que trabajan animando fiestas infantiles. Ellos también serán parte de la función de esta noche.

La policía ronda el lugar. La noche anterior, alguien robó el motor de un carro que estaba estacionado cerca y, como era de esperar, el circo fue el primer sospechoso. La policía registró a todos los que llegaron con la carpa de Mequeque. “Lo único que les faltó fue buscar en el ojo de una aguja y mirar si el motor estaba ahí escondido”, se queja la mujer, aunque está acostumbrada. Sabe que la gente desconfía de los nómadas, de aquellos que huyeron de casa o de los problemas. La vida errante y la tragedia está atada a la historia de los circos. Harry Houdini, el gran escapista húngaro, huyó de casa a los doce años y aprendió su magia en las calles. Julia Pastrana, una indígena mexicana que vivió en el siglo diecinueve con una enfermedad llamada hipertricosis que la hacía estar totalmente cubierta de pelos, fue vendida a varios circos hasta que se casó con un hombre llamado Theodor Lent, que la explotó como un fenómeno de feria,  hasta el día en que ella murió (vendió entradas para presenciar su agonía). El más grande payaso español, Pepe Tonetti, cerró su circo en 1984, después de que uno de sus hijos muriera en él.

Sentada en su cama, Carmen va guardando en una caja de metal el dinero que recolecta de los boletos. Cada uno cuesta cuatro dólares, menos que una entrada para ir al cine. Si tienen –como esta noche– cincuenta personas, reunirán doscientos dólares, que se repartirán entre los dieciséis artistas. El circo tiene una capacidad para al menos trescientas personas, y casi nunca se llena. Hay otras noches que tienen menos acogida, llegan solo veinte. Sin embargo, suspender la función no es una opción para Carmen. Aunque vive al día, nunca le falta para comer, que es lo más importante. En esta ocasión no invirtió en pagar el terreno baldío donde se ubicó la carpa, porque llegó a un acuerdo con el dueño, y le entregó algunas entradas a cambio de que les dejara quedarse.

Alrededor de la gran carpa se ubican otros pequeños campamentos, donde duermen el resto de empleados del circo Mequeque. Son habitaciones momentáneas donde acomodan sus pertenencias, una cama fácil de armar y desarmar, su vestuario, un espejo y algunos platos y utensilios de cocina. El equipaje de un cirquero debe ser ligero. “Carga su casa a cuestas como el caracol”, escribió el periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos en su crónica Cien horas en un circo.  

Ya son las 20:30. Esta noche, las pequeñas carpas-casa sirven de camerinos para los artistas invitados que se maquillan apurados. Cuando el circo Mequeque llega a una ciudad y cree que tendrá mucho público –cincuenta para ellos es bastante– se contacta con algunos amigos para completar la oferta cómica de la noche. Además de los artistas ambateños, ha venido desde Vinces el payaso Chiquitín con su hijo de veinte años al que llama Canguilito. Este joven, que disfruta de la vida de cirquero, no ha tenido que escapar para irse con un circo, porque vive en uno. Su padre tiene una carpa pequeña que abre eventualmente.

Aunque la paga no es muy alta, ellos acuden al llamado de cualquier circo amigo. Chiquitín conoce a Carmen y a su familia desde hace muchos años. Esta noche, el pequeño hombre también será el presentador. Le acaban de avisar así que en lugar de ponerse maquillaje blanco se viste una camisa de cuello y corre atrás del escenario para asegurarse de que el micrófono funcione.

 

***

El público ya está entrando. En la puerta recibe los boletos un hombre de cincuenta años, serio, parco, desconfiado, que fuma un cigarrillo. Destaca su bigote y su cabello recogido en una cola. Pocos le hablan pero todos lo miran con respeto. Se llama Mario, y después de Carmen, es el integrante más antiguo de este circo. Empezó a trabajar con Mequeque a los veinte años y se quedó. No tiene ni esposa ni hijos, quizá –dice– porque no ha encontrado a la “persona adecuada”. Sus funciones en el circo son diversas: luego de recoger las entradas irá a manejar el sonido, luego se lo verá cruzar el escenario cargando luces para la trapecista. Más tarde se disfrazará de Dusty el payaso, hará el número del mago enmascarado y luego del malabarista.

La vida de Mario en los circos comenzó cuando tenía ocho años. Dice que su historia es similar a la del ochenta por ciento de los cirqueros de su generación: “volarse de la casa, salvarse de la calle y ganarse la vida como artista de circo”. Nació en Quito, en el barrio de la Ferroviaria alta, pero decidió escapar de su casa por problemas personales en los que no quiere ahondar esta noche. Dice que los niños de antes eran más maduros, ya a esa edad tenía que arreglárselas para ganarse la vida. Trabajó en el circo Tailandia, uno de los más conocidos en su juventud, hasta que los dueños fallecieron y tuvo que irse. Entonces buscó trabajo en Mequeque y se quedó hasta hoy.

Según este hombre, aunque los circos ya están desapareciendo porque la gente ya no se sorprende con este tipo de espectáculos, actualmente hay al menos setenta y dos que van de pueblo en pueblo en todo el país. No existen cifras oficiales, pero Mario asegura ser uno de los cirqueros que más conocen del tema. Actualmente, dice, hay cinco circos a la venta. Los precios dependen de la fama y del tamaño, pueden costar entre quinientos y veinte mil dólares. Otro de los problemas actuales, explica, es que aunque existan circos no hay artistas. Los jóvenes –la mayoría huidos de sus casas- llegan a pedir trabajo, aprenden a hacer malabares y prefieren hacer el espectáculo en los semáforos, “dicen que les pagan más”. Otros, los mejores artistas, se van con los circos más grandes.

Mario no piensa dejar ese trabajo, que además, es su forma de vida. Me lo cuenta mientras alista sus disfraces. Deberá cambiarse rápidamente de vestuario para transformarse en todos los personajes que ha preparado para la noche. Su campamento, de color rojo, es el que más llama la atención. Sus máscaras del avispón verde y vestuario colorido adornan la habitación.

Mientras conversamos, Wilson, un joven que llegó al circo Mequeque hace tres días, lo escucha con atención. Quizá porque su historia es parecida. Se fue de la casa a los diez años. “Salí con dos paradas de ropa. Puse dos pantaloncitos en el maletín de la escuela y me fui”, cuenta. Creció en la carpa de don Germán Sacha, otro cirquero conocido en el medio. Ahora trabaja en lo que le pongan y aprende lo que sea necesario, desde payaso hasta trapecio.  En el circo, dice Wilson, enseñan buenas cosas, a trabajar, a esforzarse, a ganarse la vida honradamente y donde quiera que uno vaya el público aplaude y reconoce ese esfuerzo.

 

***

El payaso Chiquitín y su hijo Canguilito han terminado al menos quince minutos de largos chistes. Las cincuenta personas del público han permanecido las dos horas de función en el graderío. Son las once la noche, aplauden sin mucho entusiasmo, pero conformes. Este circo no tiene los personajes ‘frikies’ de los viejas carpas estadounidenses, ni la maestría de los gimnastas del Circo del Sol, pero se las arreglas para convocar a su público. El momento más tenso fue cuando el lanza cuchillos puso a su hija, una pequeña de doce años, frente al tablero. La trapecista, el mago, los malabares, fueron igualmente aplaudidos.

El circo no tiene animales, no puede darse el lujo de cuidarlos y alimentarlos. El único que existe es Lucas Andrés, un perro petizo que  acompaña a Carmen, la dueña del circo, a cada paso, incluso duerme con ella en su cama.

Carmen me espera a la salida y, aunque el frío de Izamba le congela hasta las orejas, se saca el abrigo para mostrarme su vestido blanco de luces. Se divierte posando para las fotografías mientras rememora sus mejores años en el circo junto a su esposo, el payaso Mequeque. Era flexible, ágil y se transformaba rápido en cualquier personaje. El público creía que tenía una gemela. Ni bien salía del escenario disfrazada de la princesa Jesenia, una especie de bella genio, aparecía otra, a la que llamaban La Lira. 

Ya casi es medianoche. Me despide con un abrazo. Luego de quince días irá a otro pueblo cercano, quizá a Píllaro, si es que encuentra un lugar igual de cómodo para la carpa. En quince días, este terreno baldío de Izamba volverá a estar vacío, como siempre. El circo Mequeque aparecerá una mañana -discreto y silencioso- en otro poblado. Carmen seguirá viajando con su carpa azul de estrellas blancas, su casa, en una permanente huida hacia algún rincón remoto.

Bajada

¿Son todos los artistas de circo niños que huyeron de sus casas?