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A la una de la mañana sonó el teléfono de Ileana Torres: “Mija, soy Javier, estoy detenido, algún día he de regresar”. La llamada de su esposo, el dirigente comunitario Javier Ramírez, se cortó. Era la madrugada del 11 de abril del 2014. Ramírez había sido apresado por cargos de rebelión y sabotaje. La Empresa Nacional de Minería del Ecuador (Enami) acusó a Ramírez y a un grupo de campesinos de lanzar piedras al parabrisas de una camioneta en la que unos ingenieros ingresaban al área de concesión del proyecto minero Llurimagua. Son cerca de cinco mil hectáreas para la exploración y extracción de cobre en la zona Íntag, en Imbabura, una pequeña provincia del norte de la sierra ecuatoriana. Han pasado siete meses y Ramírez no ha regresado a su casa.

Un camino que atraviesa ríos y fincas abrazadas por árboles conduce a Junín, una de las setenta y seis comunidades de Íntag. Esta población se ha opuesto a la minería durante veinte años. Logró que dos multinacionales, la japonesa Bishi Metals, en los noventas, y  la canadiense Ascendant Copper, en la década del 2000, tuvieran que retirarse de la zona. Sin embargo hoy, Íntag está dividido. Las fachadas de algunas casas reflejan la discrepancia que ahora existe en el pueblo: unas tienen posters que promocionan los beneficios de la minería y otras expresan su rechazo.

Cruzando la plaza de Junín está la casa de Javier Ramírez, una vivienda de madera rodeada de jardines. Sentada en el patio, Ileana Torres recuerda que le pidió a su esposo que no viajara a Quito, donde tuvo una reunión de trabajo con el ministro del Interior, José Serrano, quien –hace diez años– fue abogado de los comuneros en su lucha contra la explotación minera. En el camino de regreso a casa, la policía lo detuvo. Su hermano Víctor Hugo, que también fue denunciado, se encuentra en la clandestinidad. 

Mientras se tramita el juicio, Ileana necesita doscientos cincuenta dólares mensuales para comprar comida y utensilios de aseo personal para Javier. El dinero lo consigue gracias a su trabajo y al apoyo de la comunidad. Una parte la deposita en la tienda del interior de la cárcel para que él retire frutas y golosinas.  Así complementa la pobre dieta carcelaria que –según dice la mujer– se limita a un plato de arroz y un plátano verde o un poco de ensalada.

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Un grupo de policías juega en la cacha de vóley de Junín, un sábado de septiembre. Uno de ellos baila al ritmo de una bachata que suena en una tienda cercana, y grita que suban el volumen. El gendarme, que luce serio en medio de la cancha, se friega la cabeza cuando su equipo pierde puntos; si anota uno, gruñe. Eleva la bola para que su compañero la golpee y dice: ‘¡pónmela papi!’.

Desde el ocho de mayo del 2014, la presencia policial es cotidiana en Junín. Luego de que Javier fuera detenido, la Enami ingresó bajo el resguardo de ciento veinte policías. Una mancha negra de hombres uniformados atravesó un camino vecinal a paso marcial. Setenta y cinco comuneros intentaron detenerlos, pero la disputa era desigual. La gendarmería desplazó a empujones a los campesinos hasta retirarlos a un lado de la vía. Dos retroexcavadoras y un grupo de especialistas de la Enami ingresaron para tomar muestras de tierra y agua para conocer el estudio de impacto ambiental del proyecto Llurimagua. Junín adquirió el silencio gris que gobierna los despropósitos: más de un centenar de policías se instaló en un pueblo que apenas tiene doscientos sesenta habitantes. El control fue asfixiante, especialmente para quienes se oponen a la minería. El vehículo en el que iba el dirigente comunitario Polibio Pérez fue detenido en cinco ocasiones, le pidieron documentos, revisaron sus maletas y bolsillos. Le preguntaron qué hacía con una cámara, le pidieron la factura, insinuaron que fue robada. Ese día, los policías lo fotografiaron. Ellos podían hacerlo, la población no. 

Desde que la policía llegó a Junín, el turismo también fue afectado. Peter, un alemán,                                                                                                                                 la pasó mal. Cuando ingresaba a la comunidad, la policía detuvo el vehículo, lo interrogaron, lo fotografiaron de frente y de perfil, sacaron copias de sus documentos y le impidieron entrar. El turista, de sesenta años, indignado tuvo que tomar un bus de regreso. 

La presencia policial comenzó a disminuir en junio. Ahora quedan alrededor de veinte, los habitantes están más acostumbrados y el control es menos acucioso. Luego del partido de vóley, una anciana que les da de comer todos los días a los policías, les sirve tallarín con papas y rebanadas de salchicha. Los escruta con la mirada y la escucho murmurar: “no los puedo reconocer, todos son igualitos”.

Mientras que algunos habitantes de Junín se sintieron fastidiados con los policías, otros sacaron provecho. La familia Cultid cuenta que albergó durante un mes a alrededor de treinta. Cada uno pagaba diecinueve dólares diarios, diez por el hospedaje, tres por cada comida. Un ingreso superior a los doscientos treinta y cuatro dólares mensuales que gana en promedio una familia en Íntag, según una encuesta elaborada por la fundación Prodeci en 2011. Recibir a la policía en casa, aunque durmieran apilados en el piso, fue un negocio.

Quienes se oponen a la minería los criticaron, pero Óscar, hijo de la familia Cultid, argumenta que si ellos no les daban la comida a los policías, hubieran venido personas de otras comunidades a alimentarlos haciendo perder este ingreso a las familias de Junín, lo que hubiera sido absurdo.

Óscar –treintañero y esquivo-  me pide que apague la grabadora, solo levanta la mirada para expresar su desconfianza. Con él está Víctor Calvache. Ambos fueron feroces opositores a la minería. En 1997, Víctor fue parte del grupo de campesinos que incendió el campamento de la empresa japonesa Bishi Metals. En 2006, la empresa Ascendant Copper, después de que su campamento también fuera incendiado, denunció a Óscar por secuestrar a sus empleados. Pero ahora los dos promueven la actividad extractiva en Íntag.

Óscar se “convirtió” a la minería porque, según dice, las organizaciones ecologistas los engañaron entregando información parcializada e incompleta sobre sus implicaciones. Pero luego, otros comuneros que acompañaron al presidente Rafael Correa a Chile, donde opera la empresa CODELCO, para comprobar los efectos positivos que tendría la minería, y le convencieron de que traerá beneficios. Además, la Enami ha ofrecido a Íntag una inversión social de más de cinco millones de dólares por implementar el proyecto Llurimanga. “El gobierno se merece confianza, en otras comunidades del Ecuador ya ha generado educación, salud y empleo”, dice Óscar convencido.  

Mientras que Víctor reclama que durante los veinte años que resistieron a las mineras, las organizaciones ecologistas no propusieron alternativas económicas. “Si los ecologistas son los mismos mineros”, ríe sin dientes. Tampoco confía en el turismo, dice que no es comunitario, sino familiar, porque se concentra en pocas manos. Él propuso que se impulse la ganadería, pero los ecologistas dijeron que se afectaría el bosque.

Si piensan así, deben estar contentos con lo que pasa en Íntag, con el proyecto Llurimanga, la presencia de los policías e incluso con el apresamiento de Javier. Pero no es así, Oscar, primo de Javier, y Víctor, excompañero de lucha del prisionero, callan y niegan con la cabeza. Víctor haría todo lo que está a su alcance para que Javier salga en libertad. Cree que la gente tiene que dejar de oponerse a la minería para que Javier salga libre: “debe haber una solución política porque Javier es un preso político”.

Aunque no existen datos oficiales, las personas entrevistadas coinciden en que la mitad de los habitantes de Junín está ahora a favor de la minería. Óscar divide los tablones de la mesa con la cuchilla de su machete, dice que la comunidad tiene que darse cuenta de que el Gobierno logra lo que quiere, si no es de una forma es de otra.

Lo que sucede en Íntag es una expresión del problema político moderno. Según el filósofo francés Michel Foucault la cuestión no es que el soberano obtenga la obediencia de los súbditos, haciéndolos actuar aún contra su voluntad. El desafío actual es establecer ciertas condiciones, para que la población desee aquello que es interés del Estado, aquello que los gobernantes aspiran. En este sentido, las condiciones que se generaron en Íntag van desde el encarcelamiento de Javier (un líder comunitario), la ocupación de fuerzas policiales, hasta las promesas de inversión social. En este contexto, Óscar y Víctor no sólo que dejaron de oponerse a la minería sino que la promueven activamente, la desean del mismo modo que la desea el gobierno.

En Junín todavía hay quienes, como antes, rechazan la minería, ven con escepticismo las promesas y el aprisionamiento de Javier no los asusta. Mantienen su postura aunque implique separarse de su familia. Olga Cultid, hermana mayor de Óscar, se distanció de él y de sus padres desde que hospedaron a los policías. No podía soportar verlos amontonados en la casa de sus padres, mientras recordaba que su familia había luchado años contra la actividad extractiva.

Encuentro a Olga en un bosque junto a su casa, desprevenida, tejiendo de pie, recibiendo el sol del crepúsculo que se fragmenta entre los árboles. Es menuda, tiene unos cuarenta años, y su rostro oscila entre la ternura y la rabia. Su relación con Óscar siempre fue muy íntima, de niño, lo cuidó como una madre. Óscar, ya de adulto, cuidó a los sus hijos de Olga, como un padre. Los hermanos militaban juntos contra la explotación de cobre. Ahora, ella no lo reconoce, según dice su hermano que apoya la minería es indolente a la prisión de su primo.

A los pocos días de la llegada de los policías a la casa de Óscar, su familia la llamó para ofrecerle seiscientos dólares si cocinaba para ellos. Eso es cuatro veces su salario. Pero Olga se negó. Sus hijos estudian, comen y no andan desnudos. “No era necesario”.

Según la mujer, estar a favor o en contra de la minería no es algo de gustos. Como cuando alguien simpatiza con una u otra tendencia política. Refiriéndose a un estudio de impacto ambiental de los años noventa, realizado por la empresa minera japonesa Bishi Metals que estuvo en Íntag, indica que la minería provocaría contaminación de los ríos con sustancias tóxicas, desplazamiento de comunidades y desertificación. Con la minería no está en juego qué tienen los pobladores, sino quiénes son.

Para prevenir esos daños a los que se refiere Olga, la Enami promete tomar medidas para reducir al máximo los efectos de la actividad minera. Ese optimismo mengua cuando se recuerda que hace cuatro meses, en México se produjo el peor desastre ambiental de la historia de la minería en ese país. Se derramaron cuarenta mil metros cúbicos de ácido de cobre en el río Sonora, afectando al menos a veinte mil personas y miles de hectáreas de cultivo.

Una de las mayores figuras en contra de la minería en Íntag es Polibio Pérez, presidente del Consejo Comunitario de Desarrollo de Íntag. Me recibe en su restaurante, donde también acostumbra reunirse con otros campesinos del sector. Cuenta que Óscar apoyó la resistencia contra la minería, incluso hicieron una promesa juntos: “si la minería es una muerte lenta, para morir lentamente mejor hagamos de morir luchando y ojalá nuestras luchas, nuestras vidas, sirvan para que sobrevivan nuestros hijos”, dice. La promesa no se cumplió, me dice Polibio con tristeza.

El hombre dice estar unificando las fuerzas organizativas para mostrar –como lo hacían antes- “el rechazo masivo” a la minería. La propuesta es que la actual fase de exploración del proyecto –que puede durar varios años antes de la explotación- la Enami permita que los campesinos tengan pleno acceso a la información, con un equipo técnico autónomo. Así todos entenderían cuáles son las consecuencias reales de la minería. Si la gente conoce esa información “los mismos que están apoyándola van a oponerse”, confía el dirigente.

La Enami sigue trabajando en un ambiente de tensión, sin embargo existe un detonante que podría hacer explotar el conflicto: la condena de Javier. “Tomaremos medidas radicales. Bloquearemos toda vía de acceso», dice Polibio. “Sabemos que muchos más vamos a ir a la cárcel, podemos morir. Que el gobierno no lo tome como una amenaza, lo tome como un hecho”, explica.

Javier no ha vuelto a casa, pero no está solo. En prisión, un compañero le enseñó a tallar tagua. Su mujer lo visita cada semana. Algunos comuneros de Junín reúnen dinero para apoyar a su familia. Organizaciones sociales de Cotacachi exigen su libertad, en abril y octubre de 2014, organizaron asambleas cantonales con cientos de representantes para respaldar al dirigente. En noviembre, su madre, Rosario Piedra, viajó a Chile para exponer el caso de su hijo a la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados. Cien mil personas de todo el planeta solicitaron al gobierno chileno que interceda por su libertad, a través de una petición en Internet. Pueda ser que la detención de Javier intimide a los protestantes, pero es un hecho que ha dirigido la atención del mundo a Íntag.  

Bajada

¿Por qué una población que resistió veinte años a la minería se está fraccionando?