Escapar para sobrevivir, dejarlo todo y arriesgarse, comenzar de nuevo a ritmo de mambo, guaguancó y salsa. De eso habla “El son del refugiado”, la canción que compusieron los veintidós jóvenes de la Orquesta Colombo-Ecuatoriana de Salsa, que se formó en Guayaquil como un proyecto del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Catorce de ellos son colombianos y vinieron a Ecuador huyendo de la violencia de los grupos armados paramilitares y guerrilleros. Todos buscan reconstruir sus vidas con algo de calma y hallaron –sin quererlo– una cómplice: la música. “El son del refugiado” se escribió con sus vivencias.

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“Yo me voy de aquí,

yo no vuelvo más…”.

El son del refugiado

La tarde era demasiado húmeda como para usar un traje de satín, una tela brillosa que se pega al cuerpo con el sudor. Sin embargo, José, un veinteañero de piel caoba, no dejaba de caminar de un lado al otro con su lustrosa camisa y un par de maracas en las manos. Lucía ansioso, un concierto de la Orquesta de Salsa, de la que es miembro, estaba a punto de comenzar en el Malecón, al pie del río Guayas.

José y su hermana Alicia llegaron a Guayaquil hace cuatro años. En su natal Tumaco vivían con pánico de que una bala perdida les impactara de pronto. Ese miedo aún se percibe cuando hablan de su pasado en Colombia, como a muchos refugiados no les gusta profundizar en sus problemas ni en su vida personal. Su historia de vida es similar a la de sus compañeros: crecieron en un barrio de conflicto en el que grupos paramilitares, guerrilleros o pandillas extorsionan, violan y asesinan.

Alicia es alta, morena y de mirada imponente. Es una de las bailarinas de la Orquesta de Salsa. Para su concierto en el Malecón de Guayaquil, planchó su cabello rizado y vistió una minifalda de vuelos que resaltaba sus interminables piernas morenas. Estaba lista para bailar canciones de Rubén Blades, Óscar de León, Marc Anthony. Ser parte de la agrupación les ha ayudado a estos hermanos a superar el horror que pasaron cuando decidieron marcharse de su país.

Un día, hace cuatro años, mientras Alicia trabajaba en un cibercafé en Tumaco, escuchó una explosión: los grupos insurgentes detonaron una bomba que sacudió su tranquilidad. En ese momento quedó claro que debían irse. Estos grupos armados buscan reclutar nuevos miembros para sus filas, de preferencia jóvenes. Lograron huir de la violencia y llegaron a Guayaquil sin dinero, sin documentos y sin trabajo. Sus padres se quedaron en Colombia. El único contacto que tienen es a través del teléfono o internet.

La ciudad natal de Alicia y José posee uno de los índices más altos de homicidios, desapariciones, violencia sexual, desplazamiento y uso de minas antipersonales en toda Colombia, según un informe de Human Rights Watch. El “efecto devastador” del conflicto ha afectado a las comunidades de Tumaco y otras zonas de ese país. El artista colombiano Juan Manuel Echavarría recogió en su obra “Bocas de Ceniza” los testimonios de la violencia y el desplazamiento. En ella, varios refugiados cantan sus experiencias de bombardeos y masacres. Rafael Moreno relata a ritmo de vallenato la matanza del río Atrato: “Oiga, señor presidente, caramba,/ ¿a usted no le da dolor/ de tanto desplazamiento que se oye en la región?/ Cómo corre el campesino, caramba, buscando dónde escapar,/ para que en los enfrentamientos, hombre,/ no los vayan a matar”. Hasta 2011, más de cuatro millones de colombianos fueron desplazados por el conflicto interno (más o menos la suma de las poblaciones de Quito y Guayaquil), según el Acnur. Más de cincuenta mil viven en Ecuador con estatus de refugiados.

Ahora que Alicia y José están en Guayaquil, tratan de recomenzar. Para esta parte de su vida en Ecuador, José aplica la frase “una de cal, otra de arena”: viven lejos de la violencia, pero no tienen empleo. Las pandillas no los molestan más, pero sienten discriminación: mientras en Tumaco les decían “morochos” o “niches” con cierta familiaridad, acá se refieren a ellos como los “negros”, los “colombianos”, con desconfianza y desprecio.

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Un refugiado es una persona que —debido a temores de persecución por raza, religión, nacionalidad, etnia u opiniones políticas— tiene que dejar su país de nacionalidad y no puede regresar. En el 2000, el conflicto interno en Colombia se intensificó, una ola de personas empezaron a llegar a Ecuador en busca de refugio. Acnur se instaló en Ecuador para ayudarlos a regular su situación en este país, y promover actividades de solidaridad y convivencia.

La Orquesta Colombo-Ecuatoriana de Salsa es uno de esos proyectos, así como los talleres de artes plásticas y circenses que se realizan en un local ubicado en las calles Chimborazo y Bolivia, en Guayaquil. Máximo Valverde, director de la Orquesta, músico y antropólogo, ha trabajado de cerca con las dificultades de los migrantes colombianos. El acceso a la educación es limitado por causas como la discriminación y la falta de documentación, según revela una encuesta de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y Acnur. Por eso, dice Valverde, era necesario generar un espacio de formación, que permitiera su integración en la sociedad y que –al mismo tiempo– les diera una herramienta productiva.

La idea es que los jóvenes se formen musicalmente hasta diciembre de 2014, para que luego establezcan su propia empresa cultural. Al finalizar el año la Orquesta estará legalizada dentro del sistema de emprendimientos de la economía popular y solidaria del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) y podrá ofertar un servicio al Estado.

En medio de la camaradería de los ensayos, los recuerdos de las balas, las amenazas, las desapariciones y la nostalgia quedan lejos por unas horas. Los miércoles y viernes, de tres a cinco de la tarde, solo hay espacio para la alegría. Además del cuerpo de baile y el coro de voces, la orquesta está conformada por los instrumentistas que ejecutan los timbales, el bongó, la conga, las maracas, el güiro, la trompeta, el trombón, el piano y el bajo.

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“Yo me voy de aquí,

Pero algún día, yo quiero regresar,

A Barranquilla, a Manizales a Medellín, a Cali”.

Apenas la Orquesta de Salsa salió al escenario del Malecón, se sintió su energía.  Steven, un caleño que toca la percusión, bailaba mientras sus manos golpeaban las congas. La tradición salsera –patrimonio cultural de Cali y uno de sus principales atractivos turísticos – está impregnada en su cuerpo.

Sin embargo, las alegres melodías tropicales de la salsa caleña no acallan las voces de la violencia. Este año, más de mil personas fueron asesinadas en esa ciudad, a causa del microtráfico de drogas, los enfrentamientos entre las pandillas y organizaciones criminales y las venganzas personales. Steven aprendió a vivir con esa tensión. Mientras se prendía la rumba para los turistas, él permanecía dentro de su casa por miedo a ser herido.

El joven de veintiún años se negaba a pertenecer a ese mundo, dejó de frecuentar a sus amigos cuando se unieron a las pandillas. Tampoco quería entrar a las filas de los paramilitares. Recuerda que estos grupos armados, enemigos de la guerrilla, también tumbaban las puertas de los pueblos reclutando nuevos miembros. Una vez adentro, ya no había escapatoria. Si alguien se negaba, lo amenazaban de torturar a sus padres o hermanos.

A su edad ha visto la muerte varias veces. Vivió un tiempo en Florida, una pequeña ciudad a media hora de Cali, donde fueron asesinados varios de sus primos y tíos. Pero la pérdida que más dolor le causó fue la de su hermano, con quien escapó al Ecuador, pero que regresó a Colombia para buscar una documentación. Nunca más lo volvió a ver. Lo mataron.

Ahora Steven vive en un barrio guayaquileño, que pese a tener problemas, como la pobreza y la delincuencia, le hace sentirse más tranquilo. Tampoco tiene trabajo, pero gran parte de su tiempo lo emplea en la Orquesta de Salsa.

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Máximo Valverde, quien además de ser director del grupo les da clases, recopiló las historias de los jóvenes colombianos. Luego las convirtió en versos, en estrofas, les puso armonía y arreglos musicales. Las transformó en canción y la tituló: El son del refugiado, en honor a la lucha de miles de personas desplazadas. En cada ensayo, este tema musical gana ritmo y energía.

Entre los colombianos hay una doble auto-identidad. Pese a la insistencia de Máximo de ponerle un nombre al grupo, ellos quieren llamarla simplemente: “Orquesta Colombo-Ecuatoriana de Salsa”. Más allá de su propósito y la duración que pueda tener, el proyecto está transformando vidas, dice Máximo.

Cuando recién empezó con la orquesta, el director no tenía idea de cómo iba a lidiar con el antecedente violento y trágico que pesaba sobre varios de los chicos. Pero la amistad ayudó. Ahora son como una familia que organiza paseos y fiestas. Los ocho integrantes ecuatorianos han logrado sensibilizarse respecto a las duras vivencias de sus compañeros.

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“Atrás quedó la memoria,

Atrás quedó el corazón

Y aquí hay candela, señores

Por eso me marcho yo”.

Lidia, madre de un integrante de la orquesta y tía de otro, relata el horror que se vivía en Buenaventura, Valle del Cauca, de donde proviene gran parte de los refugiados en Ecuador. Su barrio estaba controlado por pandillas que –como quien no quiere la cosa– pedían “una colaboración” para mantener la seguridad. Iban de casa en casa exigiendo la “vacuna”, como llaman a la extorsión. Vacuna para no morir, en todo caso. “La Empresa”, “Los Buenos Panas”, “Los Urabeños” son algunos de los grupos que aún pululan en la ciudad de la que Lidia huyó un día, llevándose solo lo que tenía puesto.

Debido a la incursión de la guerrilla y la militarización de la ciudad para contrarrestar la violencia, muchas empresas cerraron, incluso en la que ella trabajaba enfundando mariscos. Sin trabajo, teniendo que pagar la cuota que las pandillas le exigían para vivir en paz, la migración era la esperanza de un nuevo comienzo.

Antes de venir a Guayaquil, Lidia ya había sufrido el desplazamiento dentro de su propia ciudad, pues cuando estos grupos se toman un sector, lo mejor para todos es irse. En muchas de las viviendas que iban quedando desocupadas, se montaban las “casas de pique”, como denominan a los lugares terroríficos donde las pandillas torturan y desmiembran a las personas, por motivos de venganza o extorsión. Dice que no fue su caso, pero que algunas madres de su barrio tenían que ir a reconocer a los suyos en pedazos. Su hijo vio cómo una señora encontró en el portal de la casa una bolsa plástica con una cabeza adentro.

Buenaventura es el municipio colombiano más afectado por la violencia de grupos neo paramilitares, según un informe de Human Right Watch. El ochenta por ciento de sus cuatrocientos habitantes vive en situación de pobreza. Lidia escapó en mayo con su hijo. Llegaron  a la casa de su hermana, que migró hace siete años. Ahora, su hijo es el bajista de la Orquesta de Salsa y su sobrino está en fases iniciales de aprendizaje musical.

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“Me voy buscando otra vida,

Me voy buscando otro amor,

Solo traigo mi alegría

¡De Colombia vengo yo!”.

En octubre de 2014, durante las fiestas de independencia de Guayaquil, la Orquesta de Salsa participó en la XV edición del Festival de Artes al Aire Libre (FAAL) en la categoría música. No ganaron dinero, pero lograron presentarse esa tarde calurosa, vistiendo sus blusas y camisas rojinegras de satín.

Casi al final del pequeño concierto, Alicia levantó la bandera colombiana sobre su cabeza y bailó con ella.  Quizá por un momento olvidó que estaba lejos de sus padres y se reconectó con sus raíces, porque la  música crea puentes, como ha sido en otros momentos dolorosos de la historia. En la Alemania nazi, las mujeres del campo de concentración de Ravensbrück componían canciones y organizaban pequeños conciertos en secreto. La música también es escape y supervivencia.

Ya al entrar la noche en el Malecón de Guayaquil, los juegos de luces, la máquina de humo sobre el escenario y los aplausos los hicieron sentirse extraordinarios, grandes, pero como dijo el salsero Héctor Lavoe durante una entrevista a un periódico colombiano en 1986, “es chévere ser grande, pero más grande es ser chévere”.