Mi abuelo se enamoró a los diecinueve años. Era un estudiante de medicina frágil y tímido, que se pasaba los días escribiéndole una carta eterna a un amor que parecía imposible: mi abuela. Cuando no pudo más, le leyó la carta –que estaba escrita en verso– y, unas noches después, subió un piano a una plataforma que un cabezal arrastró cascabeleando hasta el pie de una ventana. Ella, que entonces tenía catorce años, lo escuchó tocar, en medio de la noche, ebrio de amor, un bolero que más parecía una premonición: Tú eres mi destino. Todo esto sucedió en Piñas, un pueblo de los Andes ecuatorianos donde todas las calles caen en ángulos pronunciados. No es difícil morirse de amor por un hombre que ancla un piano a un camión que, a su vez, ancla en una loma para cantarle –él, sin músicos de intermediación, ni coros de amigos desafinados, él y sólo él– a la mujer por la que se le va la vida. Nueve años y muchas canciones después, se casaron, tuvieron seis hijos, quince nietos y –hasta ahora– cuatro bisnietos.

En el más literal de los sentidos: mi familia existe por la música.

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La música es la única máquina del tiempo que la humanidad ha logrado inventar. Viaja solo hacia el pasado, y tomó más de cincuenta mil años crearla. Según un estudio de Jay Schulkin y Greta B. Raglan, publicado en la revista Frontiers in Neuroscience, es probable que los humanos hayamos cantado antes de hablar en oraciones sintácticas. Los primeros instrumentos de los Homo Sapiens fueron unas flautas de hueso y marfil, encontradas en unas cavernas del sudeste de Alemania. Aún no hay un consenso científico de qué hicimos primero, hablar o cantar, y lo más probable es que hayan sido –lejos de causa y efecto–, dos sucesos paralelos. Lo cierto es que no mucho después de cantar, empezamos a hablar. O viceversa.

Después del fuego, el ser humano descubrió el canto. Decenas de miles de años para que un día de mil novecientos cuarenta y cuatro mi abuelo pudiera subir una gran caja de resonancia de madera y teclas de ese mismo marfil de las cuevas germánicas y explicarle a una adolescente de ojos almendrados, nariz respingada y modos recatados que –como dice la canción de Carlos Gómez Barrera que le cantaba– prefería la muerte a la gloria inútil de vivir sin ella.

 

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Charles Darwin diría que los avances sónicos de mi abuelo a mi abuela revelan la función biológica de la música como parte del ritual de cortejo, indispensable para la perpetuación de las especies. Todos los animales se seducen con sonidos. Sin embargo, Chris Loersch, de la Universidad de Colorado, y Nathan Arbucle, del Instituto de Tecnología de la Universidad de Ontario, discreparían con el ilustre visitante de las islas Galápagos. Para ellos, la música está atada a nuestro deseo de pertenecer. Explican que, a medida que crecía el número de humanos que vivían en grupos, se desarrollaron varios mecanismos biológicos y sicológicos para mantener esa estructura comunal. “Creemos que la musicalidad humana es uno de esos mecanismos”, afirman.

Loersch y Arbucle podrían utilizar a mi familia como ejemplo de su teoría. En mi casa, los recuerdos están anudados con canciones. En el matrimonio de mi hermana, mi tío, único hijo y heredero musical de mi abuelo, volvió a cantar Tú eres mi destino. Cuando mi abuela cumplió setenta y cinco años, sus nietos le cantamos a coro, divertidos y cariñosos, una canción adaptada para ese día, Abuela querida. El día de la madre, para nosotros, tiene himno propio: “La palabra más linda del mundo/ es mamá./ El cariño más grande y profundo/ es mamá./ La que ríe con tus alegrías,/ la que llora si sufres un día,/ la más grande verdad de la vida:/ es mamá”. Mi prima María Gabriela recuerda que en un “café de rutina” –esos que mi mamá y mis tías organizan sin otro motivo que el de reunirse– la cantaron, zapateando y golpeando en la mesa, mientras gritaban: ¡Qué tiempo tan feliz!

 

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Uno de los primeros recuerdos que guardo, borroso como todas las primeras memorias de la infancia, es el de mi abuelo, vestido de blanco, tocando el pasillo Sombras, en el Yamaha negro de cuarto de cola que gobernaba la sala de su casa grande. Durante mucho tiempo, creí que era algo que sucedía en todas las casas de todos los abuelos del mundo: por algún motivo alguien llegaba con una botella de whiskey, y después aparecía alguien más, y mientras yo corría en el patio se multiplicaba la gente que se arrimaba al piano, y en algún momento todos cantaban la frase que llevo tatuada en la memoria: “Y en la penumbra vaga/ de la pequeña alcoba”. Y cuando los escuchaba cantar Cantinero de Cuba, pensaba que no había una historia más triste que esa.

Mi familia giraba entorno a ese piano. Creo que ahí aprendieron mi mamá, mis tías y mi tío (esa es la enumeración oficial), más que a quererse con declaraciones retóricas, a amarse con gestos. Vivieron por muchos años en diferentes ciudades, y se llamaban a diario, se enviaban cosas, recibían a los sobrinos como hijos propios durante las vacaciones, o cuando debían ir a la universidad. Un estudio del Instituto Max Planck de Leipzig y otro de la Universidad Nacional de Singapur determinaron que cantar juntos inspira comportamientos solidarios espontáneos, que ayudan a cohesionar los grupos sociales. Los hijos de mis abuelos lo sabían –porque lo viven– hace décadas. En una familia donde hay católicos, evangelistas, ateos, agnósticos, divorciados, casados por décadas, vueltos a casar, ex comunistas, liberales, socialdemócratas y conservadores, el único consenso posible es cantar. La religión oficial de esta casa es la música: familia que canta unida, permanece unida.

 

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La última vez que mi abuelo se levantó de la cama fue para tocar el piano. Yo tenía nueve años, y no entendía muy bien qué sucedía. Mi abuelo tenía sesenta y seis y un cáncer de páncreas indoblegable. Era el día del padre de 1992. Lo vi caminar, muy lento, en medio del silencio y las lágrimas de todos. Respiraba con dificultad y tenía la piel pegada a los huesos. María Elena, su nieta mayor, le habló en nombre de los otros catorce. No sé qué dijo. Hay imágenes tan poderosas que se tragan los sonidos. Ese recuerdo está silenciado en mi memoria. Aún puedo verlo, sentándose junto a su único hijo hombre –médico y músico como él– y tocar a cuatro manos. Cuatro meses después, en octubre, el cáncer lo mató. Su hermano menor –un pediatra tan brillante como impetuoso– no volvió a tocar su piano durante diez años. Cuando decidió reabrirlo, invitó a mis papás y mis tíos, que viven en la misma ciudad, a acompañarlo. Yo no estuve, pero puedo apostar que la primera canción que tocó fue Lodo de Los Panchos: si tú me dices ven, lo dejo todo.

Hoy, en los tiempos en que niños y adolescentes crecen con los audífonos puestos, el valor social de la música podría mutar en algo más introspectivo, menos comunitario. Tal vez sea la preparación para los seres a los que evolucionaremos, que no hablarán sino por hilos telepáticos, ni tendrán sexo, ni afectos, ni preocupaciones tan humanas como, por ejemplo, cómo evitar que un piano atado a una plataforma se ruede cuesta abajo antes de dejarle claro a una adolescente que uno la quiere para el resto de la vida. En ese futuro de seres egoístas, cabezones y ojos desproporcionados, una familia como la mía no tendrá oportunidad alguna en la galaxia.

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El historiador inglés Timothy Blanning dijo que la música es un triunfo de la humanidad. A mí me parece lo contrario: la humanidad es un triunfo de la música. En mi casa, cantar nunca ha resuelto ningún problema, pero nos ha ayudado a pasar los temporales con esperanza. Mi tío Luis pasó la Navidad de 2013 en la sala de cuidados intermedios de un hospital de Guayaquil. Mi tía María Judith y mis primos armaron la fiesta más grande que se podría organizar en un lugar como ese. El tío músico fue a pasar Nochebuena con ellos. Llevó su guitarra y su voz de buque afinado. Los demás cuartos y la estación de enfermería estaban apagados y melancólicos. Mi tía –tal vez imbuida por ese espíritu solidario que la música nos enseña, dirían en el instituto Max Planck– armó porciones de la cena para los que alcanzaran, y de una u otra forma, alivió la tristeza de los otros pacientes. Mi tío murió unas semanas después, pero hoy en su casa suena el piano, la guitarra y el bajo de su hijo Luis Eduardo. A ese piano se ha volcado mi familia, que come y canta, ríe y llora, y siente que, de a poco, puede gritar de nuevo que, en verdad, este es, también, un tiempo feliz.