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A las seis de la tarde, la luz se repliega en el barrio Santa Teresa, las ventanas de las cafeterías, las tiendas de recuerdos y las casas están abiertas. En este enclave turístico y residencial de Río de Janeiro hay una calma aparente. La tranquilidad acaba cuando un taxi baja por una empinada calle en dirección a Lapa, el barrio de las putas, de los turistas en búsqueda de desenfreno, de los niños bien, de la izquierda divina, de los drogadictos y los camellos (vendedores de droga). A contraflujo sube a alta velocidad una motocicleta con dos jóvenes negros. La calle es angosta. Ambos vehículos se intersectan por menos de un segundo.

Algo en ese contacto mínimo activa la sospecha de un auto del BOPE (Batallón de Operaciones Policiales Especiales), que se lanza arrebatado –haciendo chillar sus frenos– en caza de la motocicleta. La persecución es corta. La escena de película carioca, prolífica en tiros, acaba allí. Los dos jóvenes bajan con rostros resignados. Son llevados hacia la pared entre insultos y empellones de los policías militares. Son examinados: las pupilas, la boca, el pelo. Son obligados a desvestirse, a mostrar su torso, les palpan los testículos. Se les ordena que se retiren. Los hombres del BOPE suben al auto y la calle retoma la calma.

Nadie se asoma por las ventanas a ver la escena. Los dos muchachos negros se esfuman barrio adentro. Santa Teresa, como muchas zonas en Río de Janeiro, convive con una de las setecientos cincuenta favelas de la ciudad.

 

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El Cristo Redentor, la estatua ícono de Río, abraza a una ciudad que recibe a más de dos millones de turistas al año, la más feliz del mundo según un reciente estudio de la GfK Custom Research. Pero Río también parece estar asediada por un ejército enemigo. Los helicópteros militares orbitan con un ruido de aire batido; centenares de vehículos del BOPE quiebran el caos vehicular con sus sirenas ululando a todo volumen.

El ruido se debe al plan de pacificación que el gobierno de Brasil inició en 2008, con el presidente Luiz Inacio Lula da Silva. El país ha movilizado a toda su fuerza de seguridad pública para eliminar el tráfico de drogas en las favelas. El BOPE es la tropa de élite especializada en este tipo de operaciones. La actual presidenta Dilma Rousseff, también del Partido de los Trabajadores, continúa con esta estrategia cuestionada por la violencia que ha generado entre policías y narcotraficantes. Pese a ello obtuvo la mayoría de los votos en las elecciones del 5 de octubre de 2014 (41,4%) e irá a la segunda vuelta con el socialdemócrata Aécio Neves (33,7%)

La maniobra de  incursión en Río cuenta con las Unidades de Policía Pacificadora (UPP). Son batallones cuya tarea es librar a las favelas de las mafias y disminuir la violencia entre ellas. Sin embargo, la percepción entre la población es que las UPP lo que menos traen es paz. Se las conoce, entre risas, como las “Unidades de Porrada em Preto” (Unidades de Paliza al Negro). La violencia en Río tiene altos índices: en los últimos ocho años hubo treinta y ocho mil desaparecidos, más de treinta mil tentativas de homicidio y cinco mil muertes derivadas de intervenciones policiales: un promedio de quinientas muertes al mes, según la ONG Rio de Paz. En medio de las operaciones de “pacificación”, las balas perdidas y la confusión han asesinado a decenas de inocentes. 

 

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A Amarildo Dias de Souza, un cargador y ayudante de albañil de cuarenta y tres años,  le llegó la fama en ausencia. Desapareció el 13 de julio de 2013 cerca de su casa, en el barrio de Rocinha, una de las favelas del sur de Río, luego de que integrantes de la UPP lo detuvieron en una operación policial llamada “Paz armada”. Unos veinte policías lo confundieron con un narcotraficante. No se supo nada más de él hasta que los habitantes de la favela organizaron protestas para que se investigara el caso.

El gobernador Sérgio Cabral ofreció movilizar a todo el estado para encontrar a Amarildo. Pero no existían pruebas, ni videos, ningún rastro que mostrara lo que sucedió. La policía alegó que las cámaras del edificio de la UPP estaban dañadas y que los GPS de los carros policiales estaban desconectados. En octubre de 2013, la división de Homicidios de la Policía Civil aceptó el asesinato: Souza fue torturado dentro de la UPP, sometido a choques eléctricos, y asfixiado con una bolsa plástica. Era epiléptico, no resistió la sesión de tortura de la policía, que intentaba develar el paradero de armas guardadas por narcotraficantes. Amarildo dejó a seis huérfanos y una viuda.

 

La desaparición de Amarildo, una de tantas al fin, prendió la mecha de una ciudad que se estaba acostumbrando a las disputas entre la policía y el crimen organizado de los barrios populares. También salieron a la luz casos como el de Cláudia da Silva Ferreira, de treinta y ocho años, quien fue asesinada por la brutalidad de la policía pacificadora. La mujer salió a comprar pan el 16 de marzo de 2013, en el barrio de Morro da Congonha. Fue alcanzada por una bala policial. Los oficiales la recogieron y la lanzaron al balde de la camioneta. Pero su cuerpo resbaló y fue arrastrada trescientos cincuenta metros antes de que se dieran cuenta. Llegó muerta al hospital. La presidenta Rousseff manifestó sus condolencias. El gobernador Cabral fue más allá, dijo que los agentes actuaron de forma repugnante, inhumana y que responderán penalmente por “la barbarie que han perpetrado”.

Luego se conocieron más muertes: Anderson Santos Silva, de veintiún años, pereció por un fuego cruzado; Emanoel Gomes fue atropellado por un blindado del BOPE. Casi siempre pobres, casi siempre negros, casi siempre sin amistades con el aparato de justicia brasileño. Numerosos grupos de todo el espectro socioeconómico brasileño comenzaron a movilizarse para demandar el esclarecimiento de las muertes y los desaparecidos. Hasta hoy no se sabe qué pasó con el cuerpo de Amarildo.

 

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La incursión policial se intensifica cuando se acercan eventos de importancia para el Gobierno. Hacia finales de abril de 2014, las operaciones de seguridad en Río retomaron por el Mundial de Fútbol que se celebró entre junio y julio. Una vez más, los helicópteros militares flotaban por el aire hirviente y espeso de la ciudad. De pronto pasaban despavoridos tres o cuatro autos policiales hacia operativos en las favelas.

A las protestas por los desaparecidos se sumaron las huelgas en contra de un despropósito del Gobierno: vaciar las arcas nacionales para construir estadios, mientras la violencia policial y la pobreza impera en las favelas. Según la revista Veja, se invirtió más de tres mil millones de dólares solo en la construcción de recintos (tres veces más del presupuestado) y más de doce mil en todo el torneo. No importó que solo el treinta y seis por ciento de la población aprobara la realización del Mundial. El Brasil mundialista estuvo en la mira internacional, así que las protestas tuvieron una cobertura mediática también mundialista. Pero no es algo nuevo, las calles cariocas han estado inundadas de protestas desde 2008: por la incursión policial, el aumento de la criminalidad, la corrupción, la inflación, la agresividad de las obras públicas que desplazan a los barrios populares.

Ahora, Río de Janeiro se prepara para recibir a los Juegos Olímpicos 2016 con una imagen impecable. Fernando Meirelles, director de Ciudad de Dios, hizo un video promocional de la urbe, que resalta su sector sur, cercano a las playas, los barrios de Botafogo, Ipanema, Leblon, Gávea, São Conrado, Vidigal y algunas favelas que han entrado en un plan de “estetización”. En aquel video, Río parece una ciudad en permanente carnaval, aislada de todos sus inconvenientes. Se ve, además, como una ciudad sin negros, aunque el once por ciento de sus seis millones de habitantes pertenecen a esa raza, según el censo de 2010.

En el spot de Meirelles, el barrio de Lapa parece vivir la efervescencia de la libertad, en lugar de estar cercado por cientos de policías. Se puede ver a Leblon, el barrio con el precio de metro cuadrado más caro de América Latina, donde una casa puede llegar a costar ciento treinta mil dólares. Pero en cambio, no se muestra a la conflictiva favela de Rocinha, a la que se llega en solo diez minutos desde Leblon.  Si hay tomas de favelas, parece que la gente disfruta viviendo ahí. Las guerras intestinas por el control de la venta de drogas parecen nimiedades al lado un Río de Janeiro de constantes atardeceres. Los morros (montañas) se ven como inocentes testigos de una ciudad-alegría, la opulencia sublimada hasta el punto que parece de buen gusto ser tan rico, tan feliz, tan vital, en la misma ciudad que hizo desaparecer a Amarildo.  

 

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Walter Benjamin anotó que las ciudades modernas cargan el peso de la heterogeneidad temporal. En la ciudad se viven tiempos y épocas diferentes. Cada ruta, cada barrio parece ser resueltamente distinto al próximo. Sin embargo, hay momentos en que Río sincopa un latido común: parece ser el espejo que resume lo brasileño. Es como si Brasil se construyera a partir de lo que Río ofrece. Con un poco más de mil kilómetros cuadrados de superficie, la ciudad sustituye al resto de un país que tiene el tamaño de un continente (ocho millones de kilómetros cuadrados). La “velha caixa de ressonância nacional”, como se la llamó durante el siglo XX, se las arregla para congeniar aquella tensión entre lo local y lo cosmopolita, entre lo espontáneo y la sosa repetición turística.

Río es una experiencia urbana irrepetible, con su irregularidad geográfica plagada de morros. Pero eso es, al mismo tiempo, su maldición. Las decenas de barrios pudientes conviven con las favelas, se amontonan en el sector meridional y luchan por ganarse centímetros. El mestizaje social saca a todo mundo a las calles, ahora cada vez más custodiadas por la fuerza pública. La vista al mar despierta las ambiciones del poderoso sector inmobiliario, la brisa es un bien tasado en una ciudad que puede llegar a alcanzar una sensación térmica sobre los cuarenta y cinco grados en verano. En la playa, parece que los pobladores se han olvidado de los problemas de la ciudad, son el arquetipo del carioca feliz: con una camiseta de colores claros, unos shorts que se ondulan al viento, y un par de chancletas.

Sin embargo, “el dolor y la furia sigue siendo la clásica postal de Rio”, como titula una noticia de la AFP. Hace más de un año que la policía carioca incursionó en las favelas cercanas a Copacabana, uno de los espacios donde es más notorio el contraste de las clases económicas. Los operativos fastidian a los barrios privilegiados, mientras que los empresarios de la zona presionan a las favelas cercanas para que desalojen sus predios.

En abril del 2014, el paisaje de guerra –de fuegos en medio de la noche, de alaridos e insultos, de consignas y cacerolas– absorbía el murmullo de la música que venía de la playa. De pronto, aparecieron barricadas y explosivos en el aire, en nombre de Douglas Rafael da Silva Pereira, un joven bailarín que fue encontrado muerto en una guardería de la favela Pavão-Pavãozinho, la más grande de este sector. Los amigos de Da Silva acusaron a la policía de haberlo golpeado hasta asesinarlo porque lo confundieron con un narcotraficante. Hubo una protesta de tres días, con disparos y neumáticos incendiados.

Pavão-Pavãozinho, la favela donde murió Da Silva, es la primera erigida en Río de Janeiro (1897). En este sitio, no sorprende encontrarse con manifestaciones, no solo por la muerte de jóvenes como Douglas Rafael, sino por el desalojo de casi setecientas familias que se han asentado en el lugar por no tener dinero para pagar el alquiler de una casa. Este es otro problema que enfrenta con violencia la “ciudad más feliz del mundo”. Con tanto operativo e intervención de la fuerza pública, parece que el miedo al narco ha sido transferido: ahora los habitantes le temen a la policía.

 

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En los primeros días de octubre de 2014, los tiroteos entre policías y narcotraficantes provocaron la muerte de al menos cinco personas. Uno de los incidentes más graves ocurrió en las favelas de Maré, en Río de Janeiro, que desde abril de este año está ocupado por tropas del ejército y donde se instalará el proyecto de las UPP. Según la prensa, dos tiroteos causaron pánico e interrumpieron el tráfico de vehículos en la avenida Brasil, una de las principales vías de acceso a la ciudad. El clima político se desestabilizó en esa ciudad que resume lo brasileño, a pocos días de las elecciones presidenciales.

La presidenta Rousseff, del Partido de los Trabajadores, obtuvo la mayoría de los votos en la primera vuelta electoral del 5 de octubre de 2014. Sin embargo, su política –de usar al ejército para pacificar a las favelas– ha sido rechazada, sobre todo por los familiares de los afectados. El actual gobernador y candidato a la reelección en Río de Janeiro, Fernando Pezao, del Partido del Movimiento Democrático Brasileño, apoya esa estrategia de seguridad pública. Obtuvo el 35% de los votos y también irá a la segunda vuelta. Propuso seguir con la expansión de las Unidades de Policía Pacificadora, aunque varios analistas señalan que “el modelo está en vías de desgaste y que necesita una nueva vuelta de tuerca”. Parece que la alegría carioca seguirá conviviendo con la violencia policial. 

 

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Este año se cumplió el cincuenta aniversario de la dictadura militar en Brasil, que duró veintiún años (1964-1985). El nacionalismo y la seguridad nacional implantaron una homogeneidad discursiva en todos los ámbitos sociales. Pensar igual, hablar igual. En Hispanoamérica no se conoce mucho de este régimen, como sí de las dictaduras de Argentina o Chile. En Río de Janeiro, uno tiene la idea de que los cariocas tampoco están dispuestos a acordarse de aquella época, que tuvo entre mil y tres mil víctimas mortales, veinte mil torturadas y cincuenta mil detenidas, además de otras decenas de miles de exiliados y desplazados.

La ceremonia de aniversario se celebró en Praça Floriano, en marzo. Los asistentes mostraron fotos de familiares y amigos desaparecidos en esa época. Otros llevaron perfiles de hombres y mujeres hechos con cartulina negra y gritaron consignas. Fue imposible no sentir cierta tristeza, impropia del clima y la ciudad. Se escuchó una samba triste, bailable pero muy de lamento, una melodía que unió la histeria del dolor con la liberación y la alegría. Esa amarga dulzura se diseminó por las calles felices de Río, por sus barricadas, sus estadios, sus barrios, sus atractivos turísticos. Río vive la agridulce resonancia de una ciudad feliz que, veintiún años después del régimen militar, se las arregla para vivir entre la alegría y el miedo. 

Bajada

¿Cómo convive Río de Janeiro con el enfrentamiento de la policía y las mafias de narcotraficantes?