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Los hombres tenemos una obsesión con el cuerpo femenino. Eso está claro desde que Zeus (un dios muy macho) se transformó en cisne –para seducir a Leda–, en toro –para seducir a Europa–, y en lluvia de oro –para seducir a Dánae–. Hace unos días, el hackeo de las selfies de varias actrices de cine removió esa fijación, que es, en realidad, una fobia. No es que no nos guste ver mujeres desnudas. No, eso nos encanta. La avidez con la que se descargaron las fotos filtradas lo demuestra. Lo que nos espanta es que las mujeres se desnuden sin nuestro consentimiento. Cuando lo hacen, merecen el escarnio público.

Para las cantantes y actrices el castigo llegó, como siempre, invirtiendo la culpa. No se habló demasiado de la inseguridad de la nube de Apple, ni de identificar a los ladrones de imágenes. En un perverso giro, la discusión se centró en las mujeres que se fotografiaron. El columnista del New York Times Nick Bilton y el comediante inglés Ricky Gervais lo dijeron en Twitter: si no quieres que te roben tus fotos en pelotas, no te las tomes. Muchos secundaron el argumento.

No es la completa falta de empatía de este razonamiento lo que me sorprendió, sino la triste verdad que encierra: los hombres seguimos opinando sobre qué deben y qué no deben hacer las mujeres con su cuerpo. En 2013, el gobierno del Ecuador sacó un spot sobre el consumo responsable de alcohol en el que una mujer de minifalda salía ebria de un bar y era secuestrada por una gavilla de abusadores. Y aunque los responsables de la campaña dijeron que se había tergiversado su propósito, el mensaje parecía ser “si te embriagas, te van a violar”. En resumen, lo que te pasa es tu culpa, por borracha.

Un año después, las autoridades ecuatorianas reguladoras de la comunicación sancionaron a diario Extra por mostrar en su portada a la modelo Claudia Hurtado en ropa interior. Lo hicieron en nombre de las mujeres. Cuando Hurtado dijo que era su deseo aparecer en la portada, le contestaron que su opinión no contaba, que era producto de la enajenación de crecer en un mundo machista. Creían estar combatiendo la discriminación contra la mujer, cuando, en realidad, –como escribió José Miguel Cabrera– “una mujer que ha entendido que puede hacer con su cuerpo lo que quiera ha alcanzado el poder”. A pesar de esto, el veredicto fue otra prohibición sobre lo ajeno. Suena al inicio de un nuevo decálogo:

No lo embriagues.

No lo muestres según tu voluntad.

No lo fotografíes desnudo.

Si lo haces, atente a las consecuencias:

Que te violen.

Que te discriminen.

Que se trasgreda tu privacidad.

Esa semejanza con el conjunto de reglas de la moral judeocristiana no es gratuita. “La desnudez, en nuestra cultura, es inseparable de una signatura teológica” explica el filósofo italiano Giorgio Agamben en su ensayo Desnudez, y recuerda el pasaje bíblico de la expulsión de Adán y Eva del paraíso. “Entonces se abrieron los ojos de ambos y vieron que se hallaban desnudos” dice el Génesis del Antiguo Testamento. Agamben afirma que, según los exegetas, eso no ocurrió por una inconsciencia que el pecado borró. Antes de morder la manzana, Adán y Eva estaban cubiertos por un hábito glorioso del que su falta los despojó. Por eso, apunta Agamben, una desnudez plena se da, tal vez, sólo en el Infierno, y cita al teólogo alemán Erik Peterson “Antes del pecado había ausencia de vestidos [Unbekleidetheit], pero esta aún no era desnudez [Nackheit]”. Esa capacidad para decidir cuándo el cuerpo está revestido de gloria y cuándo simplemente está desnudo es lo que los hombres nos hemos reservado a lo largo de la historia como un privilegio que no estamos dispuestos a soltar.

Una mujer que se toma fotos en pelotas –para que las publique un diario, o para guardarlas en su celular, o porque le vino en gana– invierte esos roles. Es ella quien pasa a decidir si está llena de gracia, como el ave María. Agamben recurre al performance de la artista Vanessa Beecroft para graficar esa inversión. En él, cien mujeres desnudas permanecieron de pie e inmóviles en medio de la Neue Nationalgalerie de Berlín. Que los visitantes las observaran de reojo y se marcharan enseguida, con pudorosa vergüenza atenta contra el ritual sadomasoquista del poder que constituye a un grupo de hombres vestidos mirando cuerpos desnudos. “Vestidos se hallaban también, en la prisión de Abu Ghraib, los militares estadounidenses frente al montón de cuerpos desnudos de los prisioneros”, recuerda Agamben. El robo de fotografías de mujeres desnudas es una manera sádica de recomponer la relación de poder tradicional.

No solo las de mujeres famosas. En el Ecuador, no son pocas las cadenas de correos electrónicos que circulan con imágenes de la ex novia de, la hija de, la prima de. Se reparten de bandeja en bandeja, se comentan en grupos de mensajería instantánea, y se juzgan en las sobremesas de otras mujeres, con el argumento que les han fabricado los hombres: para qué se las toman. En Argentina, durante el Mundial 2014, se abrió un grupo de Facebook: el Movimiento para que el Pocho Lavezzi juegue sin camiseta. Llegó a tener un cuarto de millón de likes  y estaba adornado de comentarios como “Te doy hasta que Brasil me diga qué se siente”, o “Te doy contra el ropero hasta que entremos a Narnia”. Según el ensayo “Sacate la camiseta” de Carolina Spataro y Carolina Justo von Lurzer, la reacción de los hombres argentinos a esta inversión de roles “que culturalmente parecen bastante estancos –varón cosificador/ mujer cosificada–” se sintetizaba en un gran pedido de coherencia. “O sea, ellos corriéndonos por izquierda. Algo así como “si decís que no hay que cosificar”, dicen las autoras, que se regodean en el descontento viril. Pero no lo hacen como si estuvieran anotándole un gol de consuelo al piropeo calenturiento machista, sino preguntándose –en un gesto que se acerca a la declaración de voluntad de la modelo Claudia Hurtado– si no nos vendría mejor a todos “una distribución más equitativa de culos, tetas, pitos, hombros, abdominales, orejas dedos gordos de los pies”. La respuesta masculina –al menos en el Ecuador– sería que no.

La cosificación del cuerpo es un privilegio masculino. Una demostración de poder. Si el célebre Tres Garrotazos –un taxista que le relata a un colega un encuentro sexual en un mensaje de voz que se viralizó– fuese mujer, la reacción social habría sido de condena y no de burla celebratoria. Ya pasó con las adolescentes cuyo baile sexual se filtró también en redes sociales. Nadie habló de los chicos que aparecían en las imágenes. Ellas, en cambio, solo se salvaron por la sensatez de Mónica Franco –entonces funcionaria del Ministerio de Educación ecuatoriano– que las salvó de la indignidad de ser expulsadas de su colegio. Este es el país en que aún hay padres que llevan a sus hijos a burdeles para que pierdan la virginidad, pero serían capaces de asesinar al que desvirgó a sus hijas.

Esa es la gran paradoja en la que se basa nuestra relación con las mujeres. Cuando sentimos que nos pertenecen, les asignamos a sus vaginas un aura mítica. Entonces sí, solo las mías son puras y castas, capaces de resistirse a los impulsos sexuales a los que las ajenas sucumben. Ese campo magnético solo existe en nuestra imaginación. La verdad es mucho más simple: a veces las mujeres –incluidas, sí, las nuestras– quieren sexo casual.

En su ensayo “Stone Age Sex” Neil McArthur cita el estudio de David Buss, un profesor de Harvard que le preguntó a más de diez mil personas de treinta y siete culturas diferentes –desde pequeñas villas sudafricanas hasta la China comunista– qué buscaban en una pareja sexual. Hubo patrones que se repetían en todas partes. Buss los compiló en su “Teoría de la Estrategia Sexual”. “No hay nada desadaptado en una mujer que tiene un romance casual” –escribe McArthur– “es una gran manera de tener acceso a genes sanos y fuertes, diferentes de aquellos de sus otros hijos, incrementando así la resistencia de su familia a la muerte”.

Una mujer que entiende que puede hacer con su cuerpo lo que quiera, que renuncia a los cánones decimonónicos sobre la desnudez, y de paso está evolutivamente predispuesta al sexo casual es un engendro monstruoso en la fábula que se ha contado a sí misma nuestra pacata sociedad. Tal vez por eso no se ha hablado tanto de la responsabilidad de los maleantes electrónicos, sino de la de sus víctimas. Hay un regusto a reparación justiciera en lo que hicieron.

No deberíamos engañarnos: son sádicos, en la forma que Agamben explica en “Desnudez”, valiéndose de las definiciones sartrianas de deseo y gracia. “El deseo” –dice Sartre– “es el intento de desnudar al cuerpo de sus movimientos, como de sus vestidos, para hacerlo existir como pura carne, es un intento de encarnación del cuerpo del otro”. En la gracia, afirma el filósofo francés,  el cuerpo “es un instrumento que pone de manifiesto la libertad. El acto gracioso, en cuanto manifiesta el cuerpo como instrumento de precisión, le provee a cada instante su justificación de existir” y, por ello, “la coquetería suprema y el desafío último de la gracia son exhibir el cuerpo sin velos, sin otro vestido o velo que la gracia misma”. La estrategia del sádico, concluye Agamben, está dirigida a remover del cuerpo esa gracia, para mostrar solo la carne obscena, por medio de la fuerza. La fuerza que se aplica para la filtración de unas fotos es un gesto violento destinado a arrancarle el velo de gracia de las que esas imágenes van cargadas y que se resumen en la inminencia del día en que los hombres evolucionemos a vencer la fobia a entender que los cuerpos de las mujeres ya no nos pertenecen.

 

Bajada

¿Les tememos a las mujeres que se quitan la ropa sin remordimientos?