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En el texto “Dímelo delante de ella”, publicado en Etiqueta Negra, los escritores peruanos Jaime Rodríguez y Gabriela Wiener recapitulan las peleas cotidianas que han tenido por chat. En el capítulo siete, después de que Rodríguez le dice a los gritos (o sea, a las mayúsculas) a Wiener que no la perdona, ella le responde “Mira, si no me dejas hablar no habrá manera de cambiar el estado de cosas. Así que escúchame, ¿vale? Mejor, te escribo un email o un poema”. Si algo nos ha devuelto la posmodernidad es que otra vez nos escribimos cartas todos los días. O poemas. Poemas que mandamos en cartas. Electrónicas, de llegada inmediata y a veces apenas mesocráticas, pero cartas después de todo. Hubo un época en que la fascinación del hombre con la pobre ilusión del teléfono dejó a los intercambios postales como un recuerdo. Esa triste época ya pasó. Bienvenidos sean los intercambios postales, y qué mejor cuando son de amor, de locura y de celos. 

Bolívar y su libertadora –como ha convenido la pacata Historia en llamarla– se tenían ganas desbordadas. Bolívar le escribía cosas como “Tú quieres verme, siquiera con los ojos. También yo quiero verte y reverte y sentirte y saborearte y unirte a mí por todos los contactos ¿A que tú no quieres tanto como yo? Pues esta es la más pura y la más cordial verdad. Aprende a amar, y no te vayas aún con Dios mismo.” Manuelita –infelizmente casada– le respondía: “Su Manuela quiere darle el fervor de mi corazón; ¿lo recibe Ud.?” Como en toda relación en la que la pasión gobierna, ella armaba unos escándalos –hasta por escrito–: » “Yo lo amo de verdad ¡y usted a mí no! y punto. Se fue sin que a la distancia le causare el más leve remordimiento; así está de acostumbrado. Si ya no me necesita ¡Dígame! Y no insistiré más.” Un remate dramático vigente por todos los tiempos. 

Zelda Fitzgerald murió en 1948, cuando el hospital psiquiátrico en que estaba internada se incendió. Ocho años antes, su marido Scott –autor de El Gran Gatsby– había caído fulminado por un infarto. Llevaron una relación tormentosa, por la que se dejaban y se reencontraban. “He comenzado a darme cuenta que el sexo y los sentimientos tienen poco que ver el uno con los otros.” –le escribió Zelda al célebre escritor estadounidense– “Cuando en el último invierno vine dos veces a ti para empezarlo todo de nuevo, pensé que estaba envuelta, muy en serio, sentimentalmente, lista para situaciones para las que no estaba preparada, ni práctica, ni moralmente. Tu tenías una canción sobre gigolós: si alguna vez eso se me cruzó por la cabeza había, además de todo el estudio, tres otras soluciones en París.” Zelda había sido diagnosticada como esquizofrénica en  1930, pero tal vez, solo tal vez, su único mal era haberse enamorado de Scott Fitzgerald. “Sé en mi corazón que este es un juego sucio y sin dios, que el amor es amargo y que todo lo demás es para los mendigos emocionales de esta Tierra, que son todas esas personas que se estimulan a sí mismo con postales sucias”. Hay veces en las que amarse es un acto de rebeldía, de liberación, y otras veces, de tormento. 

Virginia Wolf, tuvo un affaire con una mujer casada, Vita Sackville-West. La autora de Mrs. Dalloway le pedía por escrito a Vita que dejara a su marido: “Mira Vita, deja a tu hombre e iremos a Hampton Court y cenaremos junto al río. Caminaremos por el jardín a la luz de la luna, y regresaremos tarde a casa y tomaremos una botella de vino y nos marearemos apenas, te diré todas las cosas que tengo en la cabeza, millones, infinidades –cosas que no se mueven por el día, solo de noche por el río. Deja a tu hombre, te digo, y ven.”  Vita  le decía en otra carta: “Me he reducido a ser una cosa que quiere a Virginia. Te compuse una hermosa carta en medio de la pesadilla del insomnio y ha desaparecido: Solo te extraño, en una forma simple, desesperada y humana manera. Tú, con tus cartas nada tontas, nunca escribirías frases tan elementales como esas; tal vez ni siquiera sientas esas cosas.” La mujer, que era una aristócrata inglesa, perdía todo remilgo frente a la escritora que Nicole Kidman interpretó en The Hours. “Te amo demasiado para eso. Demasiado, en efecto. No tienes idea cuán lejana puedo ser con quienes no amo. Lo he convertido en un arte. Pero has vencido mis defensas.  Yo no lo resiento.” Supongo que hay parejas que no escriben así, pero eso no es un problema porque aún están a tiempo de dejarse.

La artista estadounidense Georgia O’Kefee sufrió junto al hombre que amó, el fotógrafo Alfred Stiglitz. Siempre me he preguntado por qué O’Kefee toleró el engaño descarado de Stiglitz, su cinismo y su inestabilidad emocional. Tal vez la respuesta se encuentre en algunas de las cartas que se escribían: “Mi cuerpo está loco deseándote –si no vienes mañana, no sé cómo puedo esperarte. Me pregunto si tu cuerpo quiere al mío en la forma que yo deseo el tuyo –Los besos, la calentura, la humedad, todo fundiéndose –El ser apretada tan fuerte que duela –el estrangulamiento y la lucha.” Y Stiglitz le respondía a la mujer que consideraba su musa “Cómo quería fotografiarte –las manos –la boca –y los ojos –y lo envuelto en el cuerpo negro –un toque de blanco – y la garganta”. 

Jean-Paul Sartre es uno de los intelectuales fundamentales del siglo veinte. También era un celoso postal. Enamorado de la escritora Simone de Beauvoir (sí, la que Kevin Johansen nombra en La Cumbiera Intelectual), a Jean-Paul le preocupaba con quién pasaba sus ausencias la eminente feminista. “¿No podrías encontrar una amiga? ¿Cómo puede Toulouse no tener una mujer joven e inteligente digna de ti? No tendrías que amarla. Tú siempre estás lista para dar tu amor, es lo más fácil de conseguir de ti. No hablo de tu amor por mí, que está mucho más allá de eso, pero eres pródiga en pequeños amores secundarios, como esa noche en Thiviers cuando amaste a un caminante que bajaba la colina en la oscuridad, que resulté ser yo”. Y, para dejar claro que la recomendación era conseguirse un amigo sin derechos, Jean-Paul le recomendaba a Simone “Conoce la sensación, libre de cariño, que viene de ser dos. Es difícil, porque toda amistad, hasta entre dos hombres, tiene sus momentos de amor: me basta consolar a mi amigo doliente para amarlo. Es un sentimiento que se debilita y distorsiona con facilidad. Pero tú eres muy capaz  de ello, y debes experimentarlo. A pesar de tu misantropía, ¿has imaginado qué gran aventura sería buscar por Tolouse a una mujer que sea digna de ti y de la que no estés enamorada?”  Hay algo conmovedor en la súplica celosa de Sartre, que lo humaniza por el contacto con el fango de los celos mal disimulados.  

Allan Gingsberg, el gran poeta beatnik, tenía un hombre con quien llevaba lo que él llamaba un matrimonio, el también poeta Peter Orlovsky. Aunque se separaron algunas veces, estuvieron juntos hasta 1997, cuando el autor del icónico poema Howl murió. En una carta de enero de 1958, Gingsberg le escribía a Orlovsky desde París: “Me levanté esta mañana con gran sensación de  libertad y gozo en mi corazón. Bill” –se refería a William S. Burroughs– “está salvado, yo me he salvado, tú estás salvado, todos estamos salvados. Solo me entristece que te dejé preocupado cuando nos despedimos con ese beso tan extraño. Quisiera tener otra vez esa noche, para despedirnos más felices, sin las dudas y preocupaciones que tenía cuando te dejé”. Y Orlvosky, un par de semanas después, le contestaba: “no te preocupes, querido Allen. Todo está bien –cambiaremos el mundo a nuestro antojo, así tengamos que morir en ello –pero oh, el mundo tiene aún veinticinco arcoíris en mi ventana.” En su réplica, Gingsberg le decía “Escríbeme pronto, bebé, te escribiré un gran poema de amor, como si fueras el dios al que le rezo”.  ¿Y a usted, querido lector, ya le escribió alguien una carta como si fuese el dios al que le rezan? 

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Recuento de cartas de amor, celos y locura