La irresponsabilidad internacional en el conflicto palestino – israelí
Lo que sucede en Palestina excede a cualquier explicación simple de situar a Israel como la contraparte y nada más. No es tampoco la sola confrontación entre dos visiones étnico–religiosas, ni de dos nacionalismos. Para comprender lo que acontece ahora en Gaza –el ataque incesante israelí por aire y tierra– es necesario ampliar el mapa de actores hacia un escenario regional–internacional.
Palestina estuvo ocupada por el Imperio Otomano hasta antes del fin de la Primera Guerra Mundial. Desde 1917, con el triunfo británico sobre los turcos, pasó a ser administrada por el Reino Unido -por mandato de la Sociedad de Naciones-, que previamente, se había repartido el Oriente Próximo con Francia. Durante la Primera Guerra Mundial, los británicos hicieron dos promesas: crear un Estado Árabe Independiente y un “Hogar Nacional Judío”, ésta última, a través de la Declaración realizada por el ministro de asuntos exteriores Arthur James Balfour, dirigida al líder sionista Edmond James Rothschild.
Gran parte de la población judía habitaba Europa, pero de un extremo a otro del continente las diferencias en las condiciones de vida eran notorias. Los que se encontraban en Europa Oriental vivían en una situación precaria y a menudo eran oprimidos, en cambio, los que estaban del lado Occidental podían fácilmente llegar a amasar grandes fortunas. Desde finales del siglo XIX, el sionismo político del activista austrohúngaro Theodor Herzl, que proponía el restablecimiento de un Estado judío en Israel, tenía adeptos, sobre todo en Europa Oriental, y algunos entusiastas entre los poderosos del otro lado, uno de ellos fue Rothschild.
Dos razones motivaron a Gran Bretaña a apostar por la causa sionista: continuar teniendo el apoyo de Rusia durante la guerra, a través de la influencia de los ruso-judíos, y cierta compatibilidad entre su doctrina protestante y los ideales del sionismo que proclamaba el regreso de los judíos a Tierra Santa. Sin el apoyo británico, los judíos difícilmente hubiesen logrado tener un Estado.
Entre 1918 y 1938, el número de judíos –que no pasaba del diez por ciento de la población en Palestina– había llegado a casi el cincuenta por ciento: eran cuatrocientos sesenta mil, frente a más de un millón de árabes. Desde el arribo de los judíos a Palestina, los enfrentamientos no cesaron. Antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, se produjo la primera guerra, de 1936 a 1939. Allí, el poder británico se impuso una vez más, allanando el camino para la proclamación del Estado de Israel.
Con el régimen nazi ya en el poder y en plena campaña antisemita, Gran Bretaña se vio obligada a retroceder en su respaldo al sionismo, reduciendo los flujos de judíos a tierra palestina. Para los sionistas radicales, este gesto de los británicos significó una traición a la promesa de devolverles su “Hogar” y no dudaron en sublevarse y optar por la vía del terrorismo, empujando a que Gran Bretaña intente deshacerse del conflicto.
El judeicidio perpetrado por los nazis movilizó la opinión pública y a la comunidad internacional a favor de la creación de un Estado israelí, eclipsando casi por completo la necesaria existencia de un Estado árabe-palestino independiente y soberano.
La ONU en el conflicto: ¿peor el remedio que la enfermedad?
En 1947, el mandato británico pasó a manos de la recientemente creada Organización de las Naciones Unidas (ONU). La ONU sin el mínimo cálculo geopolítico emitió la Resolución 181 sobre el “Futuro Gobierno de Palestina” en el que se planteó un Plan de Partición con las siguientes coordenadas: a los árabes–palestinos que representaban el 65% de la población total les asignaron el cuarenta y cinco por ciento del territorio: con regiones al noroeste, la Franja de Gaza y una zona limítrofe con Egipto; a los judíos que eran el 35% les otorgaron el cincuenta y cinco por ciento restante. Jerusalén sería administrada por la ONU a través de un Régimen Internacional Especial. En adelante, sería la historia del fracaso de la ONU.
Con la injusta y arbitraria repartición del territorio para los palestinos, la explosión de la guerra era cuestión de días. Frente a las protestas de los palestinos, la respuesta fue la masacre de Deir Yassin, en la que más de cien palestinos murieron a manos del terrorismo sionista. Al abandono del mundo, los palestinos se refugiaron en otros países árabes como Siria, Líbano y Jordania y en los territorios internos como la franja de Gaza y Cisjordania.
El 14 de mayo de 1948 antes de la retirada total de los británicos, David Ben Gurión, precursor del sionismo y primer ministro israelí hasta 1953, declaró la independencia del Estado de Israel. La Nakba, la catástrofe para los palestinos, había comenzado. En ese mismo año, comenzó la Guerra Árabe–Israelí en la que los judíos ocuparon militarmente el 78% del territorio palestino violando la de por sí injusta partición de la ONU. Con la suspensión de agresiones en 1949, Cisjordania fue anexada por Jordania y la Franja de Gaza por los egipcios. Setecientos mil palestinos fueron expulsados, de su propio territorio, por los judíos durante esta guerra.
Israel se había erigido sobre una particular convergencia entre el nacionalismo extremo del sionismo y el neocolonialismo de Gran Bretaña y Estados Unidos. Primero Gran Bretaña y luego la ONU, se habían encargado de darle un privilegio internacional a la demanda sionista por encima de cualquier otra, configurando un escenario de conflicto asimétrico, cuyo punto de partida es el reconocimiento del Estado de Israel y no del Estado Palestino. El primero cuenta con apoyo de las grandes potencias occidentales y el otro, con pocos aliados árabes, inmovilizados, por la unilateralidad de las decisiones del Consejo de Seguridad de la ONU.
A la Guerra Árabe–Israelí, le siguieron guerras, operaciones militares y dos Intifadas (resistencias palestinas), la de 1987 a 1993 y la de 2000 a 2005. La Guerra de los Seis Días de 1967 es una de las más importantes para comprender el conflicto. Durante aquel desate de violencia, Israel se apoderó de la meseta fronteriza de los Altos del Golán de Siria, se anexó Jerusalén oriental, ocupó Cisjordania de Jordania, la Franja de Gaza, y el Sinaí de Egipto. Israel terminó por imponerse entre sus vecinos. El fracaso del contraataque de Egipto y Siria en la Guerra del Yom Kipur de 1973, aniquiló las esperanzas de los palestinos de volver a sus territorios con ayuda de sus vecinos.
La Resolución 242, de 1967 del Consejo de Seguridad de la ONU, insistía en el retiro de las fuerzas armadas israelíes de los territorios anexados en la Guerra de los Seis Días. La resolución, como muchas, no tuvo ningún éxito. Once años más tarde, en 1978 con la mediación del presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, se firmaron los acuerdos de Camp David que establecieron la paz entre Egipto e Israel con la retirada israelí de los territorios egipcios del Sinaí.
Las principales bases militares palestinas aún se encontraban en el Líbano al norte del territorio. En 1982 los israelíes invadieron el Líbano y con sus aliados libaneses de extrema derecha masacraron a cientos de palestinos refugiados, frente a una impávida comunidad internacional. La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) nacida en 1964 con el apoyo de la Liga Árabe y considerada desde 1974 como única representante de los palestinos, fue expulsada a Túnez. El líder palestino Yasser Arafat poco podía hacer desde ahí. La vigilancia y los asentamientos judíos en zonas palestinas cercaba a casi un millón de palestinos. En adelante, este sería unos de los principales métodos del warfare israelí.
El terrorismo de ambos lados fue in crescendo. Yasser Arafat optó por la vía diplomática que tuvo su mayor éxito con los Acuerdos de Oslo en 1992, bajo la mediación, una vez más, de Estados Unidos. Mediante esta declaración de principios se promovió la creación de un gobierno palestino autónomo provisional para administrar los territorios ocupados por Israel. Los temas más graves como Jerusalén, la demarcación de límites, así como los asentamientos que habían quedado para el final. Nunca Israel y Palestina estuvieron tan cerca de la paz, sobre todo, por la voluntad política de los líderes de ambas partes: Yasser Arafat (Palestina) e Isaac Rabin, primer ministro israelí. No obstante, grupos terroristas de Palestina e Israel se encargaron de echar por tierra cualquier intento. El asesinato del primer ministro israelí Isaac Rabin, por un estudiante judío de extrema derecha, visibilizó la imposibilidad de la política israelí de abrir el espacio de negociación hacia cierta igualdad de condiciones con los palestinos.
Con la Hoja de Ruta para la Paz de 2003, elaborada por Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia y la ONU, se sentaron algunas bases para el fin del conflicto hasta 2005, aquello incluía: fin del terrorismo, retirada de las fuerzas israelíes de los territorios ocupados y el cese de las políticas de asentamiento. Otro proceso de paz fracasado. Ahora, por el contrario, se avizora una tercera Intifada, una escalada del conflicto que aleja a Israel y Palestina de cualquier negociación eficaz.
Muy poco ha logrado la comunidad internacional y la ONU –que en la práctica terminó por hacer estallar las hostilidades– en la búsqueda del fin del conflicto. Ninguna de sus resoluciones, ni las de la Asamblea General (AG), ni aquellas del Consejo de Seguridad (CS) han tenido efecto. Por citar algunas: la 446 (CS) sobre la ilegitimidad de los asentamientos israelíes en territorio palestino y la 478 (CS) que rechaza la ley del parlamento israelí que proclama a Jerusalén como capital de Israel, han tenido un efecto nulo gracias al respaldo de Estados Unidos.
La expansión de Israel ha dependido de la subvención y de cierto parasitismo de otro país. Los sionistas por sí solos hubiesen sido borrados de un plumazo por los palestinos pero Estados Unidos, la mayor potencia mundial, hasta ahora, ha sostenido a Israel militar y económicamente. Justamente, en estos días el Senado estadounidense decidió aumentar el presupuesto para financiar el Escudo de Acero en Israel cuyo monto ascendió a trescientos cincuentaiún millones de dólares. Este es apenas una parte de todo el aporte que el país norteamericano destina al Estado judío. Anualmente el promedio de ayuda oscila entre tres mil y cinco mil millones de dólares, cuyo sesenta por ciento corresponde al rubro militar.
El apoyo de Estados Unidos no se fundamenta en cuestiones normativas como la supuesta vigencia de la democracia en Israel, sino en intereses geoestratégicos y la propia influencia del lobby judío en la política exterior norteamericana. La comunidad judía en ese país es quizá de las más poderosas del mundo, sus familias son propietarias de bancos, medios de comunicación y una variedad de empresas, lo que las coloca en una posición privilegiada en el proceso de toma de decisiones. Aquello plasma a la perfección eso de un Estado dentro de otro Estado.
La asimetría del conflicto se ha vuelto cada vez mayor y reflejo de ello es que el mapa de los palestinos se haya reducido a Cisjordania y a la Franja de Gaza, con asentamientos judíos al acecho y muros construidos por doquier. Una de las cárceles a cielo abierto más grandes del mundo.
Con certeza, la solución no vendrá ni de la ONU ni de la voluntad per sé de las partes, sino de la configuración de fuerzas de la región árabe, que en algún punto –quizá por el petróleo– obliguen a Estados Unidos a reducir su apoyo a Israel y por tanto, a negociar con los palestinos. La paz no es asunto de declaraciones sino de juegos políticos concretos en la mesa.