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El sábado por la noche decenas de personas acamparon en la Plaza San Martín de Buenos Aires. El domingo por la mañana empezaron a llegar más hinchas. Todos querían un buen puesto para ver la final de la Copa del Mundo en la enorme pantalla que estaba sobre una tarima. Un partido –y una victoria– que anhelaban hacía casi treinta años. La hora previa al juego pude ver, de frente, desde la tarima de prensa, a una marea celeste que sonreía, gritaba, brincaba y ondeaba banderas de su país. Todo era alegría. Las barras de aliento se repetían con el entusiasmo desbordado.

Después del primer tiempo con empate, del segundo, del primer tiempo complementario, el entusiasmo continuaba y las barras seguían. Se acercaba el fin del segundo tiempo complementario y las canciones se volvían más intensas. Esta vez observé y escuché las de los hinchas que veían el partido dentro de un restaurante a pocas cuadras del Obelisco. Parecía que no les importara que sus gritos y cantos opaquen a los narradores. Parecía que se imaginaban que los once jugadores, allá en Brasil, escuchaban ese aliento y que el apoyo surtía efecto. Todo era bulla.

El segundo después de que Alemania metiera el único gol del partido, todo fue silencio. Fue el primero y único momento en que el interior del restaurante, los departamentos cercanos, las aglomeraciones en las calles, enmudecieron. La gente se sujetaba la cara con las dos manos, cubría sus ojos y agachaba la cabeza. El silencio duró treinta segundos. Al treintaiuno, un hincha regresó: “Brasiiiil decime qué se sienteeee” y los demás respondieron “tener en casa a tu papaaa”. Gritando, cantando y alentando a la selección vivieron los últimos minutos de derrota.

Hubo lágrimas, pucheros, abrazos. Mientras se encontraban en la calle unos se contagiaban del llanto de otros. La mayoría se dejó invadir de otra alegría: la de ser subcampeón.

La Copa del Mundo terminó y con ella la posibilidad de que Argentina quedase campeón. Ya leí tuits de depresión post mundial. Ahora supongo que queda aprender de un argentino que celebraba (no robaba ni destrozaba cosas) en el Obelisco: “Habrá que esperar al siguiente mundial”.