El último partido del Mundial se jugó el 8 de julio de 2014, y lo ganó Alemania 7-1. Se lo ganó, en Belo Horizonte, a un equipo brasileño que se vistió como viste Brasil: camiseta amarilla (no blanca, como en el Maracanazo), medias blancas y pantalón azul. Como en el cuento Las ruinas circulares de Borges –el hombre taciturno que se empeñó en soñar un hombre e imponerlo a la realidad–, Alemania se impuso hace catorce años un futbolista sin rostro, un futbolista total. Todos sabrán hacer todo, todos serán uno, el mismo, igual. Alemania se explica mejor si ves el partido en la octava platea de un estadio o en un pequeño televisor: al no saber si fue Schweinsteiger o Müller, Müller o Kroos, entendés que es así porque Alemania es así, todos son como Terminator 1000, toman la forma del compañero y hacen lo que corresponde, lo que la jugada pide: el obligado fútbol alemán. La Mannschaft es un caníbal que se ha adaptado al Siglo XXI. Aún es violento y atroz pero se peina y viste de frac. El mismo caníbal peinado que el domingo se las verá con el equipo más despeinado de todos, la Selección del único país en el que al Mundial le falta un partido más: la Argentina.

Argentina, un país en el que casi todo lo soñado no sucedió.

Un país que soñó que Messi, Di María, Agüero e Higuaín jugarían juntos desde el primer minuto del Mundial, y no.

Un país que soñó que ya juntos –ahora sí– la romperían, y no.

Un país que imaginó un Mundial potreril, de medias bajas y palo y palo, con goleadas de metegol, y sólo en un partido sucedió, el 3-2 a Nigeria, cuando el equipo ya se había clasificado a los octavos de final.

Un país que imaginó que su defensa sería un desbarranco, y en cuatro de los seis partidos no le metieron ni un gol.

Un país que a veces desautorizó al técnico y el equipo fue finalmente el que el técnico imaginó.

Un país que llegó a la final como cree vivir: con un lateral mordiendo una gasa, con un volante con un brazo enyesado, con un delantero que se había lesionado y no sabemos por qué entró, con el mejor jugador del mundo convertido en símbolo de la igualdad: hecho un jugador más. Seis partidos después de haber soñado una Argentina, Argentina fue totalmente otra, un equipo en el que todos se cubren las espaldas, un equipo que avanza como puede y defiende como si fuera la Alemania que ya murió, un equipo en el que nunca existió el mañana, todo fue siempre hoy, un equipo que en el último minuto se tiró a los pies de la estrella rival, le trabó la pelota y se derrumbó en el césped con principio de desgarro, infarto y conmoción cerebral.

Acaba de clasificarse a la final la Selección de Javier Mascherano, el único tipo que juega en el Barcelona y aún no lo invitaron para que hiciera un videojuego.

Llegó a la final la Selección que nunca imaginamos, la Selección que recordaremos con lágrimas y euforia porque nacimos acá, y acá es así: al añito te regalan la camiseta de fútbol, la pelota viene unos meses después, y el único vínculo que encuentra tu padre perdido para que le hables es ver fútbol juntos, contarle que querés ser como el 7 del cuadro que él mismo te legó.

El domingo se verán el nuevo fútbol y el fútbol de toda la vida. El fútbol planeado, planificado, imaginado, prolijo, el fútbol que no transpira, el peinado fútbol alemán. Y enfrente, nosotros: un país que imagina una cosa y sale otra pero igual está ahí, todos rotos y abrazados, despeinados como un alumno que espera que el mundo se distraiga para mandarse una cagada más.