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O por qué el que Alemania haya ganado el Mundial es una buena noticia para todos

Cuando Götze metió el gol, el bar en el que yo estaba enmudeció. Pero no solo fue el bar, sino Buenos Aires entera: fue un silencio tan hondo que por primera vez en mi vida tuve la sensación de que el tiempo se había detenido, de que todo estaba congelado a mi alrededor, de que yo era el único que podía moverse entre los papelitos picados, las mesas atestadas de cerveza y los que se agarraban la cara y los que empezaban a llorar. Alguien rompió el hechizo con un grito sin convicción: "¡Vamos, loco, que faltan ocho!" Casi nadie lo secundó: sabían que era demasiado tarde.  

El resto del partido, esos ocho, fueron de trámite. El tipo que estaba sentado a mi lado me miraba como buscando respuestas a la tragedia. Yo le respondía con mi cara de angustia. Lo que él no sabía es que yo quería que el partido se acabase un segundo después de que la pelota entró en el arco de Romero. Su desesperación era la promesa de mi alegría. Él no tenía por qué saber que yo le iba a los de blanco, que conocí a uno de mis grandes amigos de toda la vida mientras viví en ese país reunificado a finales del milenio pasado, y que Tim (así se llama mi amigo) acaba de ser padre y soñaba con poder contarle algún día a su hijo que había nacido el año en que Alemania había sido campeona en Brasil. Yo no iba a sacar de su error al argentino a mi lado, ni pretendía que entienda mis motivos para hacerle contra al país donde he pasado las últimas seis semanas, pero había algo en que nuestras expresiones se hermanaban: el estupor de ver a un Messi ausente, inexpresivo. “¡No jugués más en la selección, pecho frío!” –le gritó alguien desde la ventana de El Banderín, un bar fundado en 1929 en el barrio del Abasto –“¡Hacé una, una te pido!”. “Dale, seguile pidiendo que Messi te escucha”, le dijo el que servía las cervezas, cansado de la queja. En el último minuto del alargue de la final, Messi cobró un tiro libre muy por encima del arco de Manuel Neuer. Fue la confirmación de una sospecha que muchos teníamos: el crack se había ido del torneo mucho antes que el resto de sus compañeros. El que haya sido el único jugador argentino que tuvo que caminar junto a una copa del mundo ajena dos veces pareció una broma cruel de la FIFA.

En el entretiempo de los suplementarios, el director técnico alemán, Joachim Löw, le agarró la barbilla a Götze. Fue un gesto cariñoso, de esos que la gente cree que los alemanes tiene proscritos genéticamente. Luego se le arrimó a Özil que quería decirle algo al oído. Más que un DT, parecía un papá. Al final, cuando ya eran campeones, el técnico de la Nationalmannschaft se abrazó con las mujeres de sus jugadores. Él les había pedido que viajaran a Río de Janeiro tres días antes que sus esposos, que precisaban algo de concentración antes de la final. Durante el mes que Alemania estuvo en Brasil, el equipo compartió con sus familias en un complejo construido a su medida en Bahía, se mezcló con la comunidad local –Schweinsteiger y Neuer se aprendieron las barras del equipo de la ciudad y la delegación donó una ambulancia a una comunidad indígena–, y se dedicó a jugar el fútbol que intenta hace catorce años: efectivo, rápido y hasta alegre. Fue el cumplimiento de la profecía que hizo el delantero inglés Gary Lineker en Italia 90: “El fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y en el que siempre gana Alemania”. De eso puede dar fe Cristiano Ronaldo y su triste Portugal, o Luiz Felipe Scolari y su pobrísimo scratch, y ahora Alejandro Sabella y su limitada albiceleste.

Ver un partido de Argentina en Buenos Aires puede resultar tortuoso. En Latinoamérica hemos confundido pasión con agresividad, el amor por los colores con el odio a los rivales. Aunque los ingleses se fueron en primera ronda, durante un mes entero escuché que el que no saltaba era un inglés, o un chileno, y hace semana y media tarareo con la letra cambiada en secreto, como un niño malcriado, el Brasil, decime qué se siente. La canto con sorna, como un acto de protesta personal por tanta animadversión gratuita. A mí no me van los tonos moralistas, pero el mismo chiste repetido una y otra vez, no solo aburre sino que hace sonar una alarma: tal vez no se lo dice tan en broma.

El día que Alemania le hizo siete a Brasil, pidió disculpas por la goleada. Ayer, parte de la delegación se puso camisetas que no decían Campeão, sino Obrigado. Cuando en el 2000 fueron eliminados en primera ronda de la Eurocopa, los alemanes se dieron cuenta de que el fútbol estaba cambiando y que ya no alcanzaba con la voluntad y la potencia física de sus jugadores. La Federación de Fútbol inició un programa de formación de jugadores que es la base de este equipo campeón. Neuer, Kroos, Özil,  Müller y Andrea Schürle salieron de ese proceso. Catorce años después, la Liga alemana se ha convertido en la más competitiva de Europa (con los estadios más llenos del continente y los tickets más baratos), y desplazó por rendimiento a la italiana en el número de cupos asignados para la Champions League. Es un país en el que la cultura de club se respeta y se celebra. El Bayern Munich lo ha ganado todo en los últimos años, y el Borussia Dortmund es un ejemplo de cómo un club puede vivir, ganar y pelear al más alto nivel sin tener que empeñar hasta los postes de los arcos. Si el fútbol fuese como el resto de deportes, en los que siempre gana el mejor, hace cinco o seis años estuviéramos aburridos de ver ganar a los alemanes. Por eso es que este deporte es el más hermoso de todos: se parece tanto a la vida, donde tampoco triunfa siempre el más preparado.

A esa devoción por la planificación, a la gratitud con sus anfitriones, a no andar buscando culpables, ni responsabilizando a terceros se refería Bastian Schweinsteiger cuando, después del partido, habló de la mentalidad alemana. Acá en Argentina, ya le están echando la culpa al árbitro. Que no pito un penal de Neuer a Higuaín. No solo el árbitro italiano que dirigió la final estuvo en lo correcto –Neuer llega primero a la pelota–, sino que bajo la misma lógica, el golpe de hombro que dejó fuera del partido a Kramer debió también ser pitado. Otros le apuntan a Messi: “no eres Maradona” le gritó alguien en El Banderín. La sentencia es de una obviedad clamorosa porque, de verdad, Messi no es Maradona. Hay gente que dice que Messi no es el mejor porque en el Barcelona juega con otros cracks al lado, como si tener gente competente a la izquierda y la derecha fuese un pecado. Que Maradona es el más grande porque él solito hizo campeón a Argentina y al Napoli. Sí, el Diego es un fenómeno irrepetible, que se anticipó veinte años al fútbol. Era demasiado rápido y hábil para su tiempo, pero mucha gente olvida que el nombre completo de este deporte es “fútbol asociación”: un juego de equipo. Es probable que hoy ya no alcance con un crack y diez acompañantes. Así ese crack se llame Diego Maradona o Lio Messi. En la final contra Alemania, Higuaín y Palacio tuvieron dos clarísimas y la marraron. El único gol que hizo Argentina, anulado por un clarísimo offside, salió de los pies del diez ¿qué más quieren, otro barrilete cósmico?

En realidad, la final de Brasil 2014 debió terminarse mucho antes de los ciento doce minutos que Alemania demoró en poner en orden la casa del fútbol mundial. En el minuto cincuenta y cinco Benedikt Hoewedes estrelló un cabezazo contra el poste derecho de Sergio Romero. El dios del fútbol, que en este mundial ha firmado una nueva alianza con nosotros, sus fieles, quiso que no fuera así. La Copa del Mundo más hermosa del siglo veintiuno no podía terminar con el gol de cabeza de un defensa, por más perfecto que haya sido el córner de los alemanes. Tenía que acabar como acabó: en el alargue y con un golazo de un crack que entró al cambio. Götze, hijo del proceso alemán, recibió de Schürle, la bajó de pecho, giró en el aire y remató antes de que la pelota tocara el suelo. Cuando el balón pegó en la malla interior del arco de Sergio Romero, el mundo sí se congeló. No fue mi impresión, de verdad se paró. Fue el instante que le tomó al planeta iniciar la cuenta regresiva hacia Rusia 2018, cuatro años que estarán gobernados por el fútbol inventado en Alemania. Es la suerte más grande para quienes amamos este deporte: Argentina fue a Brasil a ganar el Mundial y no a jugar fútbol –como lo dijo hace unos días Martín Caparros–. Alemania, en cambio, fue a jugar fútbol que cuece hace catorce años.