En mi familia se cuenta esta historia: Hace muchos años, un pequeño niño que vivía en París dejó de jugar para prepararse para el examen de ingreso a un pre-escolar. Era una prueba determinante para la entrada a la universidad politécnica donde habían estudiado su padre y su abuelo. Esa universidad tiene gran prestigio en Francia, el gobierno paga a sus estudiantes por estar ahí y graduarse en la institución asegura empleos con grandes sueldos. El niño logró entrar al pre kínder esperado, a la escuela esperada y finalmente a la universidad esperada. Cuando terminó su brillante carrera de ingeniero, iniciada a los dos años, contradiciendo el destino que las expectativas familiares habían marcado para él, decidió romper con la tradición y emprender su propia aventura: ser actor.

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Cinco minutos después de recibir la prueba positiva de embarazo y  luego del susto inicial, los padres de un niño empiezan a inventar una vida para él. El corazón no ha empezado a latir aun y ese niño ya tiene una pesada carga de expectativas que cumplir.  Pocos esperan que sus hijos sean solo niños.  Quieren que sean fuertes, buenos futbolistas, inteligentes, alumnos destacados, que sigan la tradición familiar, que deslumbren a todos con una interminable lista de habilidades. Los colegios responden a esta necesidad ofreciendo la solución perfecta, aquella que los preparará para ser ganadores en la vida: “La educación para el liderazgo”.

El problema comienza cuando nuestros pequeños futuros líderes no calzan con el modelo de perfección ofrecido y empiezan a fracasar, o lo que es peor, se ajustan al modelo y se educan para competir y ganar siempre, sin opción a nada más.

En la publicidad de los distintos colegios de la ciudad, las palabras como liderazgo o éxito se repiten innumerables veces, no así felicidad, conocimiento o incluso aprendizaje. Mientras en  Finlandia, considerada una de las mejores educaciones del mundo, reducen el número de pruebas que deben tomar los niños y promueven el aprendizaje cooperativo y no la competencia, en Ecuador, siguiendo modelos más tradicionales, las aumentamos, y como si esto no fuera suficiente, sometemos a los estudiantes a incesantes entrenamientos para  estar más arriba que los otros. No basta con hacerlo bien. Hay que ser el mejor.

Hemos confundido el concepto de liderazgo con el de ganar.  Según Rojas y Gaspar, coautores del libro ‘Bases del liderazgo en educación’, los líderes son personas o grupos de personas competentes en el arte de conducir a una comunidad en la construcción de un futuro deseable para esa comunidad.  Esta definición no dice que los líderes no pierden. Pero nosotros imponemos a nuestros miembros más jóvenes el reto de ser los mejores, los seguidos, los  que se imponen. Pequeños líderes parecidos a aquellos por los que votamos, dispuestos a hacer cualquier cosa para ganar, incluso darle vueltas a la verdad para convencer al otro, sin miedo a manipular y con terror profundo a la peor de las posibilidades: perder.

Me asusta el producto de una educación exitista, que no tolera al que no resiste o al que resiste demasiado. El que aguanta de más tampoco es admitido en la educación para el liderazgo. Me aterra esa educación solo para los buenos, un mundo de ganadores para ganadores. Esa educación no prepara para el futuro. En la vida, a veces se pierde, a veces toca pararse y limpiarse las rodillas. A veces toca llorar. Para ser un líder real hay que dejar atrás el miedo y salir del mundo conocido, arriesgarse.

En nombre de la educación para el liderazgo, los estudiantes son sometidos a un régimen muy estricto de competencias y logros. No hay tiempo para jugar ni para pensar. Se exigen conductas y resultados, la reflexión es irrelevante. El error no es una posibilidad. El triunfo de las instituciones va por encima de las necesidades de los niños y jóvenes que las conforman. Muchos niños deben tomar medicinas muy fuertes para poder seguir el plan trazado. Otros deben buscar otros colegios que los acojan. Como profesora, he visto niños de seis años con historias terribles de fracaso escolar. Presentarse ante los padres con una libreta que diga en horribles números rojos que no pudiste es aplastante para un niño tan pequeño. Algunos dejan de tratar y deciden formar parte del grupo de los que no pueden, e ir al colegio se vuelve una tortura. El colegio se convierte en una especie de sede de la frustración. Nadie debería sentirse un fracasado a los seis años. Ningún niño debería de sufrir por no estar a la altura del destino que sus padres escogieron para él.

Perder se ha vuelto tan inaceptable que es mejor echar la culpa al árbitro, al profesor o a la trampa del de al lado. Los obligamos a ser perfectos a costa de lo que sea, a no perder el punto, a faulear, a negar o morir, olvidando que aceptar las dificultades es el primer paso para superarlas. Por el contrario, creo que los verdaderos líderes convierten sus derrotas y errores en triunfos. No los desconocen, aprenden de ellos.

Pensando en gente que han cambiado el mundo como Gandhi, Mandela y Martin Luther King, no encuentro alguno que no haya perdido alguna vez. Todos fueron arrestados; Mandela pasó veintisiete años en prisión. Sus victorias no fueron inmediatas y se dieron en gran medida porque estuvieron dispuestos a perder. Todos desafiaron a la convención, buscaron cambiar lo que parecía imposible. Lo  lograron, no porque estaban entrenados, sino porque sus convicciones eran auténticas. Nos hicieron sentir que su causa era universal.

Muchas escuelas no son espacios de libre pensamiento, sino de transmisión de un pensamiento único posible, un solo modelo de ser humano. El que no calza es castigado. El cuestionamiento y la discrepancia no son aceptables, la diferencia con respecto a los otros, menos. Cada familia es libre de escoger la oferta educativa que considere mejor y que esté de acuerdo con su filosofía de vida, pero no confundamos disciplina férrea y el adoctrinamiento con formación de líderes reales. Los verdaderos líderes se caracterizan por tener pensamiento propio, ideas que los llevan a cambiar las cosas, a ir más allá y llevarnos junto a ellos. Para cambiar el mundo se necesitan estos líderes, no seguidores que sepan competir y ganar carreras sin aportar nada al resto, ni gente que le tema al cambio.

La educación debe abrir puertas, mostrar realidades, crear las condiciones para que cada uno encuentre su propio lugar. No está llamada a ser una fábrica de líderes sino un espacio en el que se forman personas, en la riqueza de la diversidad, cada uno con lo suyo. En este camino quizás surjan algunos líderes a los que valga la pena seguir.