Cincuenta mil dólares para dos tetas. La voz afónica, al otro lado de la línea, dice al jurado que utilizará el dinero del Premio Iberoamericano de las Letras José Donoso para siliconear su pecho mapuche. Es septiembre de 2013. Es la reacción espontánea de la loca mordaz ante la noticia de que en Chile, por fin, se reconoce su literatura molotov. Es Pedro Lemebel siendo, inconfundiblemente, Pedro Lemebel.

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La primera vez que vino a Quito fue en 2008. Era uno de los invitados a la Feria del Libro y dio una charla. Yo apenas sabía esto: Lemebel era chileno, homosexual y extravagante. Sabía que iba a las lecturas paseando sus, en ese entonces, cincuenta y tres años sobre un par de tacoagujas. Sabía que era el autor de Hablo por mi diferencia, ese manifiesto piroclástico. Y a pesar de conocer solo eso, fui a verlo.

Las butacas vino de uno de los salones del Centro de Convenciones Eugenio Espejo estaban ocupadas por estudiantes. Todos vestían sacos celestes de lana, camisas blancas y pantalones grises. Todos hacían bulla, hacían tiempo. Otras personas y yo nos acomodamos en las gradas laterales. Esperaba que Lemebel llegara con sus tacos altos. Imaginaba que vendría con una boa de plumas rojas enroscada en su cuello. Quería comprobar si era tan escandaloso y provocador como se decía. Tenía, la verdad, ganas de circo gratis.

Lemebel apareció quince minutos tarde. Entró y se terminaron las risas, las conversaciones, mis nervios. Vestía una túnica verde, oscura, que le cubría de pies a cabeza. Entró sin hacer ruido, sin calzar los tacos. Eso, tontamente, me decepcionó. Pensé que su charla iba a ser aburrida. Pensé que, todavía, estaba a tiempo de salir del salón. Pero no me fui.

Durante hora y media, Lemebel contó recuerdos de infancia y de militancia. Una de las anécdotas que compartió fue que, de niño, cuando vivía en el Zanjón de la Aguada –como se titula uno de sus libros de crónicas– tomó, sin saber, un sorbo de agua empozada y se enfermó. Su madre lo llevó al hospital y ahí le dijeron que los dolores de estómago eran porque tenía un huevo de sapo dentro.

—Fue mi primer y único embarazo—dijo Lemebel carcajeándose. Los ojos rasgados, detrás de los lentes redondos, se rasgaron más.

Los profesores no podían controlar las risas de los estudiantes ni sus propios sonrojos. Lemebel anuló solemnidades, protocolos y, como si estuviese frente a amigos íntimos, contó su encuentro con un scort. Fue en Argentina y estaba tan borracho que no pudo tener sexo con ese hombre musculoso y dotado con el que después se encontró en una lectura.

Habló poco o casi nada sobre literatura pero, esa mañana, Lemebel fue despedido con ovaciones.

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En 2008, yo tenía 21 años y un excedente preocupante de vergüenza. Por eso, cuando su charla se acabó, no me acerqué a él. Ni siquiera tenía un libro suyo y no hubiese sabido abrirme paso entre los escritores que palmoteaban su espalda con cicatrices de risas. Salí del salón y fui al stand donde vendían sus libros. Me gustaron mucho las portadas. En una aparecía maquilado, con un lagarto encima del pecho desnudo. En otra mostraba su versión del cuadro La dos fridas, en compañía del artista visual Francisco Casas. Con él fundó Las Yeguas del Apocalipsis, un colectivo artístico de izquierda, famoso por sus performances.

Abrí un par de libros y hojeé párrafos al azar. Me pareció una escritura nublada, difícil de seguir. No compré ningún ejemplar pero, terriblemente pretencioso, le dije a una amiga, incipientemente feminista, que comprara la novela Tengo miedo torero, porque Lemebel era un autor imprescindible.

En ese entonces, no sabía que Roberto Bolaño había dicho de Lemebel: “Memorioso hasta las lágrimas, no hay campo de batalla en donde Lemebel, fragilísimo, no haya combatido y perdido. Para mí es uno de los mejores escritores de Chile y el mejor poeta de mi generación, aunque no escriba poesía”. Tampoco conocía que nació en Santiago, en 1952,  hijo de un panadero y una mujer que, para sobrevivir, lavaba ropa. Era, en sus palabras, “una madre de manos tajeadas por el cloro, envejecidas de limpieza”. Vivió su niñez en los blocs, esas viviendas grises, populares, fuera de la ciudad, habitadas por artesanos y mapuches, los indios del sur y centro de Chile. Ahí, según ha contado en entrevistas, forjó su posición política. Ahí vio a los adultos apropiarse de los terrenos y entendió la lucha comunista. Con sus vecinos aprendió la piratería de la supervivencia.

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En los setenta, Lemebel empezó a estudiar Artes Plásticas en la Universidad de Chile. Se licenció y, años después, fue profesor en escuelas en las que, por su voz y gestos delicados, era visto y tratado con desconfianza. Entonces, al sentir ese recelo ignorante, la rabia empezó a calcificarse en su cuerpo.

“¿Qué le pueden argumentar de nuevo, qué le pueden decir que él no se haya dicho? ¿Cómo sorprender al que ha examinado con metáforas y descaro a una sociedad que solo admitió la diversidad al sometérsele a la peor uniformidad?”, escribiría años más tarde el cronista mexicano, Carlos Monsiváis, en el prólogo del libro La esquina es mi corazón, editado por tercera vez en 2004. La obra, que contiene las 19 primeras crónicas de Lemebel, fue publicada en 1995.

Antes de ser cronista, Lemebel escribía cuentos y firmaba con su apellido paterno: Mardones. Un día, sin embargo, decidió usar el de su madre. Dice que fue un homenaje, una ruptura de la costumbre machista de llevar el apellido del hombre. He ahí la primera grieta, el primer temblor en la génesis del artista cortopunzante.

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Después de su paso por la feria, busqué otras crónicas suyas en Internet. Las leí pausadamente y unas me engancharon más que otras. En El último beso de Loba Lamar,  me uní a la fiesta mortuoria para despedir a esa loca memorable; en Carta a Liz Taylor, me volví –yo también- fan de esa lejana Cleopatra solidaria; y en Canción para un niño boliviano que nunca vio la mar, retiré una maldita basurita que entró en mi ojo.

Por esos días, leí también que había recibido una beca Guggenheim, invitaciones a lecturas en Harvard (en 2004) y a Stanford (en 2007); y que sus textos habían sido traducidos al alemán, al italiano y al francés. Eran reconocimientos ampulosos que poco o nada decían sobre los efectos de su obra.

Hace tres años viajé a Santiago de Chile y, picado como estaba por darle al menos un chance a sus libros, compré tres títulos que no conseguí en Quito. Así, noche tras noche, el Lemebel de  Serenata CafiolaLoco afán me hacía sentir asco, ternura, rabia, ilusión. El Lemebel de De perlas y cicatrices, mi favorito, me hacía indignar, abrir los ojos, cerrar el libro al mismo tiempo que los puños y las mandíbulas. Lemebel –¡maldita sea– me hacía sentir envidia. Y esa envidia era, entre otras cosas, ganas reprimidas de escribir.

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En noviembre de 2013, Lemebel volvió por tercera vez a Quito –en 2012 había hecho una lectura multitudinaria en el Teatro México a la que no pude ir–. Días antes de ese viernes de noviembre, en Santiago de Chile, Lemebel había presentado Poco hombre, una nueva antología de sus crónicas, recopilada por el crítico español Ignacio Echevarría y editada por la Universidad Diego Portales (Chile). Su país, aparte de haberle entregado el premio José Donoso —uno de los más importantes, que ha sido otorgado a autores como José Emilio Pacheco,  Ricardo Piglia y Javier Marías— lo homenajeaba de la mejor y más provechosa manera: leyéndolo, compartiéndolo.

El año pasado, Lemebel vino para una lectura en el Teatro Prometeo. Por esos días yo había terminado de leer Háblame de amores, su penúltimo libro. Y mi admiración por él creció. Me (re)encontré con el Pedro sarcástico, tierno, agudo, anarquista, de una honestidad hirviente. Era el Pedro capaz de describir el sexo anal entre dos varones como de retratar a Camila Vallejo, la ex líder del movimiento estudiantil chileno, con la misma delicadeza transgresora. En ese libro conocí también sobre sus intervenciones apocalípticas, allá por los años ochenta en los que todavía era una yegua roja que, entre otras performances,  bailó una cueca sobre un mapa de Chile lleno de vidrios rotos.  Lo hizo por los desaparecidos, por esa llaga que aún le escuece.

Esa noche de noviembre, una amiga y yo llegamos temprano al Prometeo. Entramos sin que nadie, por suerte, nos preguntara a dónde íbamos. Yo llevaba mi ejemplar de De perlas y cicatrices para, si es que era posible, lo firmara. Pensé que estaría en el camerino. Pensé, de nuevo, que llegaría impredecible, volcánico. Nunca pensé encontrármelo de frente, así de delgado, así de alto sobre sus plataformas negras, así de imponente por la voz de ultratumba que le dejó el tratamiento de cáncer de laringe. Con el miedo desliéndose en mis manos, me acerqué, de una vez, a pedirle un autógrafo. Espérame un rato, me dijo serio. Tenía que seguir supervisando el orden de las fotos y los videos que iba a proyectar.

Se va a olvidar, pensé. No me lo va a firmar. Me va a decepcionar porque los ídolos hacen, también, eso: caer, despedazados, frente al idolatra. Su firma era importante, simbólica. Lemebel me había mostrado otra literatura: sin vendas, sin anestesia. Lemebel no miente y eso me obliga a mí a dejar de hacerlo.

No le importó. Terminó de hacer lo que estaba haciendo y pensé eso mientras lo veía caminar hacia el camerino: no le importó firmarme el libro. Mi amiga me miró como diciendo: “No importa, al menos lo viste de cerca”. Pero él, a pocos pasos del camerino, se volteó y me llamó. Cogió el libro, preguntó mi nombre e hizo un esfuerzo por recordar la fecha. Yo, a su lado, apenas puede balbucear que lo admiraba mucho. Lemebel me dijo gracias con las manos juntas, una reverencia, y se fue. La dedicatoria, en la primera página, dice: “Para Óscar, estas letras de emplumado ardor”.

Vuelvo a leerla y pienso en la rabia, en la dulce rabia que él me enseñó.

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Óscar Molina V.
Quito, 1987. Periodista. Ha publicado en medios como Mundo Diners, SoHo, CartónPiedra, Revista Vanguardia, El Espectador (Colombia) y The Clinic Online (Chile). Editor y docente universitario. Tiene una maestría en Creación Literaria por la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona, España).

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