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Apuntes de un periodista uruguayo (y migrante) en Nueva Zelanda

Cuatro kiwis, ocho kiwis, doce kiwis. Con dos en cada mano, los cuento y paso de un cajón verde de plástico –que los recibe desde la cinta transportadora– a una caja de cartón. Ahí caben ciento treinta. Estoy en una planta empaquetadora de kiwis en Katikati, un pueblo de la Isla Norte de Nueva Zelanda, a doscientos kilómetros al sur de Auckland, la ciudad más importante de un país perdido en el culo del mundo. Llegué hace dos meses y medio con una visa temporal que permite trabajar a extranjeros hasta por un año, mientras disfrutan de unas vacaciones más largas de lo habitual. Para uruguayos como yo hay doscientos cupos al año. Lo mismo ocurre con los mexicanos. Para argentinos y chilenos hay mil y para peruanos, cien. Trabajar en un país del primer mundo implica ganar dinero del primer mundo, y ahorrar mucho más de lo que estamos acostumbrados, en mi caso, para seguir viajando.

Conseguir el trabajo en la empaquetadora no fue tan fácil como parecía. Cuando llegué a Nueva Zelanda, el 26 de marzo, vine a la región de Bay of Plenty, donde están las más grandes plantaciones de kiwis del país. Nueva Zelanda es el segundo mayor productor del mundo después de Italia. La isla produce doscientos diecisiete mil toneladas de kiwi cada año. Empezaba la zafra de esta fruta y el empleo parecía asegurado. No fue tanto así. Ninguna de las plantas de empaque tenía vacantes, al menos cuando yo preguntaba.

La posibilidad más certera era buscar un puesto recolectando esta fruta en las viñas. Parecía que la paga no iba a ser mala: catorce dólares neozelandeses con cincuenta centavos por hora (unos 12,30 dólares estadounidenses) en caso de ser kiwi Gold, o dieciséis con cincuenta (unos 14 dólares estadounidenses) por contenedor –que contiene unos dos mil frutos– si era kiwi Green. Esta paga era menos impuestos, en ambos casos. La variedad Green es la que estamos acostumbrados a ver y comer en América Latina; la Gold es de mayor calidad y se vende a mercados con mayor poder adquisitivo como el japonés.

El kiwi es popular en Nueva Zelanda. Obtuvo su nombre por su parecido al ave homónima originaria de este país. Pero la fruta es relativamente nueva aquí, recién llegó desde China a comienzos del siglo XX. Acá hay que tener mucho cuidado con la palabra ‘kiwi’, porque también es una forma de llamar a los neozelandeses. “Comerse un kiwi” puede tener otra connotación. Para evitar la confusión, al alimento se lo llama kiwifruit.

En este país, el salario mínimo por hora es de 14,25 dólares, lo suficiente para vivir más que bien. Por eso, todos en Nueva Zelanda tienen una buena casa y al menos un auto, algo raro para los latinoamericanos que nada tienen asegurado.

El trabajo en la plantación no fue fácil. La tarea era bastante sacrificada, cargaba una bolsa para poner la fruta y luego la descargaba en el cesto de madera. Repetía la acción decenas de veces al día. Además, si llovía o la fruta aún no estaba en condiciones de ser cosechada, no había trabajo, o lo había solo por tres o cuatro horas al día. Las horas laborables podían ser máximo nueve, pero rara vez tuve esa suerte. Desde el lado positivo, eran horas productivas, no como cuando como reportero te toca esperar a un gobernante, sobre todo si es venezolano, que dice que llega a un lugar a las diez de la mañana y aparece a las cinco de la tarde.

Luego busqué empleo en una empaquetadora. Allí no importaba tanto la lluvia como en las plantaciones, porque estas empresas tienen fruta para procesar, y se puede trabajar más horas al día y así reportar mejores ingresos al final de cada semana (en Nueva Zelanda se pagan los sueldos cada siete días).

– “Hola, ¿qué tal? Estamos buscando trabajo. ¿Tendrán algún puesto disponible?”.

La frase se volvió un mantra. La repetí unas treinta veces en una docena de empaquetadoras de kiwis. Pero nada. Incluso en la empresa más grande me escucharon preguntar lo mismo unas once veces. Aunque me decían que no, regresaba a los pocos días. La respuesta era siempre la misma: “Sigan intentando, que vamos a necesitar gente”. Ya en las últimas visitas no sabían qué cara poner para decir “no” de nuevo. Otra vez a cargar la bolsa y caminar por debajo de la parra.

Treinta y dos kiwis, treinta y seis kiwis, cuarenta. “Tâpuni puha. Vave!”, escucho que me dicen de costado. Levanto la vista y veo una compañera de trabajo sonriendo. Robusta, cara redonda, brazos gordos y una panza prominente. Monika es una de las tantas inmigrantes de Tonga –una islita en el Océano Pacífico perteneciente a la Polinesia– que decidió mudarse a Nueva Zelanda. En su país no hay muchas oportunidades laborales y esta nación –mitad maorí mitad anglosajona– recibe de brazos abiertos a trabajadores de los demás países de Oceanía y Asia para cubrir los puestos en tareas sacrificadas y poco estimulantes que los locales no piensan hacer. Las demás tonganas son, al igual que Monika, de buen comer, muy conversadoras y de carcajada fácil. En idioma tongano ella me decía en tono de broma: “Cerrá la caja. ¡Rápido!”.

Perdí la cuenta, ¿cuántos iba? Ah, sí. Cuarenta y cuatro, cuarenta y ocho, cincuenta y dos. Llegué a esta empresa después de tocar la puerta de muchas. En esa odisea, una esperanza había aparecido. En los viñedos donde recogíamos kiwis había supervisores de una empaquetadora. Conversando con algunos nos dijeron a un amigo y a mí que quizás necesitaban algún supervisor más. Terminamos ese día nuestras tareas y nos fuimos a la empresa. “Tengo lugar para dos personas, así que completen estos formularios”, nos dijo Phil, el gerente de la compañía, en un inglés muy cerrado. Nos advirtió que aún no empezaríamos a trabajar, que sigamos recogiendo kiwis, que nos llamaría. Nos entregó una carpeta explicativa con lo que necesitábamos para entrar. No teníamos todos los documentos a mano pero el hombre dijo que no importaba, que después nos los pediría. Con una sonrisa, ambos salimos del lugar pensando que los días de cargar con la bolsa de kiwis estaban contados.

Pasaron unos cuatro días y no tuvimos novedades. Ansiosos, con la excusa de entregar la documentación pendiente, pasamos a preguntar cuándo empezaríamos. Dos contratos nos estaban esperando. La paga era mucho mejor, casi dieciocho dólares neozelandeses la hora. Firmamos, dejamos copias de nuestros papeles y salimos con una sonrisa mayor a la del primer día. Solo faltaba la llamada para empezar a trabajar.

Pasó un día, otro, otro, y nada. No sabíamos qué pasaba y tuvimos que continuar con la búsqueda por las empaquetadoras. Un mes después de aterrizar en este país llegamos a la empresa en la que estoy ahora. Cuando finalmente conseguí el trabajo, llamó Phil. Ya era tarde. Sesenta y seis, setenta y dos, setenta y seis kiwis. Falta menos de la mitad.

Empecé hace más de treinta días. Primero levantando cajas repletas de kiwis –de entre cuatro y diez kilos cada una– para armar la pila de entre cien y doscientas treinta y dos cajas, que terminarán en los supermercados y ferias de frutas y verduras de Japón y Europa. Mientras mis brazos de alfiler, sin costumbre de levantar peso y cuyo único ejercicio cotidiano era el golpeteo de los dedos en el teclado de la computadora, levantaban una caja de diez kilos, mis compañeros maoríes cargaban tres o cuatro al unísono. Mi espalda, acostumbrada a una cómoda silla en el escritorio de una redacción o, a lo sumo, a una larga espera por alguna personalidad para conseguir una declaración relevante para publicar, comenzó a sufrir los efectos del ejercicio físico. Hasta que no aguantó más y una contractura muscular cambió mi forma de trabajo. Desde entonces lleno las cajas con fruta, las cierro, y, como mucho, levanto alguna cada tanto para apilarla. Una tarea tan rutinaria como aburrida, sin emociones, estupidizante, que apaga el cerebro y repite una acción ‘ene’ veces, sin la diversión de Charles Chaplin en “Tiempos modernos”.

Ciento veinte, ciento veinticuatro, ciento veintiocho, ciento treinta. Cierro la caja y le pego una etiqueta. Este trabajo no se parece en nada al periodismo, donde cada día uno se enfrenta a algo distinto y pasa por diferentes emociones en menos de veinticuatro horas. Donde todo nace y muere en un día. “Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso”, dijo el premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez para describir lo que denominó “el mejor oficio del mundo”. No descubro nada al decir que tenía mucha razón, pero cada palabra se siente mucho más cuando uno cambia de manera temporal esa pasión. Y con el paso de los días entendí a la perfección una frase repetida por un experimentado periodista uruguayo cuando las cosas se complicaban en la redacción: Peor es laburar.