Vivir la Revolución Bolivariana, te guste o no.
La piel se curte en la calle
Amanda prefiere una foto en primer plano. Una imagen que muestre su rostro sereno, su poblada cabellera y su vanidad envejecida. No quiere que se vea el banquito azul donde se sienta a diario, ni los caramelos, ni los cigarrillos ni los teléfonos de alquiler. Su pequeño negocio –una caja de cartón que le sirve de mesa- está en la entrada de una estación del metro, en el este de Caracas.
Amanda quiere esa foto como una especie derecho a la réplica. Hace doce años, durante el golpe de estado contra el ex presidente Hugo Chávez, una imagen infame circuló en los periódicos internacionales. Afectada por el gas lacrimógeno, delgadita como es ella, aparecía llorando, enrojecida, asistida por la multitud; “como un pajarito mojado”, dice.
Pero en el 2002, esta mujer fue una de las que defendió a Chávez. Antes de él, había “mucha crueldad con los pobres”, recuerda. Ella vivía en una zona periférica de Caracas. La dueña de casa exigió un drástico aumento de arriendo y no pudo pagarlo. Al poco tiempo, el juez ordenó el desalojo. Amanda y sus dos hijos pequeños quedaron en la calle. Pero luego, con Chávez al mando, los dueños de casa ya no podían abusar de la renta ni los jueces se atrevían a mandar a las familias a la calle injustamente; sabían que los observaban.
Ella todavía respalda al chavismo porque siente un profundo agradecimiento. Me muestra sus ojos y no hay cataratas; me comenta que la operación fue gratuita. Aunque nunca estuvo afiliada al seguro social porque es buhonera (vendedora ambulante), el Gobierno la reconoce como trabajadora, por eso ahora –con más de sesenta y cinco años- tiene derecho a una pensión.
– Antes de Chávez no había eso, ¿me entiende?
– Entiendo -respondo, mientras le pido el teléfono para llamar a Luisa-.
Amanda me mira a los ojos y dice:
– Pero cuidado que sea usted uno de esos periodistas sapos que vienen a hablar mal de Chávez. ¿Me oyó?
Me río y pienso que Chávez ya está muerto. Cuadro un encuentro con Luisa para el siguiente día.
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A Luisa la reconozco por la foto que tiene en su correo electrónico. Todavía parece una estudiante universitaria, pese a que ya supera los treinta y cinco. Está de visita en Caracas, donde nació y vivió hasta hace un par de años. Nos reunimos en un restaurante cerca del Museo de Bellas Artes de Caracas. Se entusiasma cuando le pregunto si participó en los eventos del 2002. Ella no vio los sucesos por televisión, los vivió y los tiene frescos en su memoria.
En los primeros días de abril, el ambiente era tenso porque existían rumores de un golpe de Estado, se anunció un paro de trabajadores y los medios de comunicación aupaban la protesta contra el régimen. El once de abril, una concentración abrumadora de la oposición se dirigió del este al centro de Caracas, núcleo del poder político de Venezuela, donde se ubica el Palacio de Miraflores. En ese lugar, entretanto, estaba un grupo menor de partidarios de Chávez. La jornada tomó un aire de confrontación.
Luisa recibió el llamado de sus compañeros militantes y se dirigió al centro. En el vagón del metro reconoció a las fervorosas “masas escuálidas” (así se refería Chávez a la oposición) por las consignas que proferían, mientras ella mantenía discreción. Luisa sabía que la tensa convivencia subterránea explotaría cuando ambos grupos se encontraran en la superficie.
“Eran como dos trenes a toda velocidad. La tensión era brutal, pero la adrenalina también. La gente en plan épico decía: ‘¡Aquí estoy!’. Llegabas al centro y mujeres desconocidas te pintaban como india, con un maquillaje indígena, con pinturas de labios, simbolizando a las guerreras”, relata en referencia al grupo de chavistas dispuestos a impedir el golpe de Estado. Luisa agita sus manos y habla cada vez más rápido. El plato de comida que le ha pasado la mesera sigue intacto. El mío, también.
Cuando las agrupaciones chavista y opositoras se encontraron, a cada lado del puente Llaguno, cerca de Miraflores, se desencadenaron disparos que dejaron decenas de muertos. Luisa recuerda el sentimiento de confusión que la dominó: “ver pasar muertos, muertos, muertos, muertos, al lado de ti, así con la cabeza hecha polvo”. Tras el fúnebre silencio de la balacera se encendió una pantalla gigante en la que apareció Hugo Chávez. Con voz calma dijo que nadie se preocupara porque todo estaba bajo control.
La gente se marchó en medio de la confusión y el miedo. Luisa tuvo hambre, así que fue a una de las tantas pollerías caraqueñas. Todavía consternada, mientras comía, el televisor del restaurante mostraba la noticia: Hugo Chávez Frías había salido del poder, el golpe de Estado se había confirmado.
Ese día, Luisa, como muchos chavistas, entró en desesperación, no sólo había caído el régimen de izquierda, sino que sentía que pronto comenzaría la persecución. Se reunió con otros militantes en casa de sus padres, en un barrio del este de Caracas -donde era menos probable que la policía irrumpiera- y simularon una fiesta. Ante el temor de ser detenidos por su militancia discutieron sobre cómo escapar y si era necesario pedir asilo en una Embajada. Ese doce de abril, mientras la oposición celebraba y ciertos chavistas buscaban huir, el chavismo de base comenzó a movilizarse.
El trece de abril en la mañana, Luisa caminaba en la zona cercana al fuerte militar Tiuna. En ese lugar, pequeños grupos se manifestaban en contra del golpe. Las motocicletas iban y venían con proclamas chavistas. Por la tarde, gente del interior del país y de la periferia de Caracas llegó en buses repletos para exigir que le devolvieran a su presidente, el ambiente se caldeaba dentro y fuera de la ciudad. La gente pedía que se respetase su voto y la Constitución, o simplemente decía “yo amo a Chávez, yo estoy aquí por Chávez”.
Paulatinamente, el rumor de que lo habían liberado invadía el ambiente. A Luisa se le escapan lágrimas al recordarlo: “La gente decía: ‘viene en helicóptero’. No sé qué cosa, cualquier locura. La gente se abrazaba y se besaba, nos besamos así en las calles, era muy hermoso, muy fuerte, muy bello. Eso fue desde las diez de la mañana y Chávez llegó a Miraflores como a la una de la madrugada, en plan video Pink Floyd, en helicóptero. Y la gente llorando. Fueron tres días muy fuertes”.
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Dialogué con Rafael a quien conocí por su trabajo sobre la situación de derechos humanos en Venezuela y también por su libro Venezuela: la revolución como espectáculo. Mientras charlábamos en un restaurante, relató su participación como reportero el once de abril para el periódico universitario Letras. A la mañana siguiente, llegó a la sala de redacción con ímpetu. Se desconcertó al ver un ambiente tan relajado entre sus compañeros. Ellos disfrutaban de las cervezas que el dueño del periódico les ofreció para celebrar la caída de Chávez. Han pasado doce años, ahora ese empresario es embajador en un país asiático del actual gobierno de Nicolás Maduro. “El ‘proceso bolivariano’ tiene mucho de eso, de gente que dice que es chavista, pero que en el fondo se acomoda”, comenta Rafael con ironía.
Los ex amigos
El trece de abril del 2002, Chávez volvió, Amanda celebró, Luisa vitoreó y Rafael observó parcamente a la distancia.
Después del golpe fallido, el ambiente en Venezuela se tensionó. Ambos lados reivindicaban sus muertos y la oposición decidió llevar luto por los suyos. Escoger el negro o el rojo para vestir ya no eran opciones estéticas, sino políticas. Cuando caminaba por la calle, Rafael, un roquero que tiene cincuenta camisetas negras en el armario, recibía ataques verbales, empujones y agresiones por ser supuestamente de oposición.
Rafael tiende a hablar en números: entre el 2002 y el 2004 perdió alrededor del setenta por ciento de sus amigos. La mayoría de ellos lo acusó de no ser verdaderamente de izquierda porque no apoyaba al gobierno de Chávez. En realidad, Rafael siempre se ha considerado anarquista.
En ese momento de soledad, Rafael empezó a frecuentarse con gente mayor. Conoció a Domingo Alberto Rangel, un reconocido y entonces ochentero marxista venezolano, con quien cada semana tomaba un café en Sabana Grande. Hablaban de política, pero también de películas, o de cualquier cosa, espantaban la soledad, eran amigos. También con Simón Sáez Mérida, un militante de izquierda que resistió a la dictadura venezolana en los cincuenta, fue diputado nacional, armó una insurrección armada, sobrevivió a ataques aéreos, pasó cinco años en prisión y fue siempre un agitador social. Cuando se conocieron, Simón se recuperaba del atropellamiento de un auto, era un hombre de más de setenta años que tenía la vitalidad suficiente como para espantar el pesimismo de Rafael.
La amistad con Simón duró poco. En el 2005, mientras conducía, unos desconocidos intentaron robar su auto, le arrojaron un trozo de hierro que atravesó el vidrio e impactó su mandíbula. Semanas después falleció. Rafael cuenta que en ese momento sintió más “bronca contra el país, lo que era, lo que somos”. Su otro amigo, Domingo Rangel, murió en el 2012.
Rafael no fue el único que perdió a sus amigos en esta época. Amanda se disgustó con una compañera colombiana que traía productos de contrabando desde su país y los vendía más caros en Caracas. A pesar de que recibía los beneficios sociales del gobierno bolivariano consideraba que Chávez era “una bestia”. Amanda, una chavista de corazón, no lo podía resistir. Su amiga mostraba una la falta de gratitud con Venezuela y eso las alejó para siempre.
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Para el 2006, el chavismo dominaba el país. Se había hecho una limpieza de la oposición en las Fuerzas Armadas y en la empresa estatal de petróleos. Chávez había ganado abrumadoramente las elecciones regionales del 2004, obteniendo diecinueve de las veintidós gobernaciones, y tenía control de varios medios de comunicación. En ese mismo año se creó el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y la movilización social se transformó: las marchas tenían menor participación de sectores populares y mayor presencia de funcionarios públicos, uniformados de rojo, color que identifica al chavismo venezolano.
En el 2009, Luisa aceptó un importante cargo al frente de una institución pública que requería ser saneada. Tomó impulso para frenar la corrupción y el nepotismo pero se estrelló. Muchos trabajadores se pusieron en su contra porque nadie quería que despidieran a su familia. En ese ambiente, su intento de regularizar contratos se interpretó como un atentado contra la estabilidad laboral. También quiso hacer un registro para detener el abuso de bienes públicos pero encontró resistencia, incluso entre amigos chavistas, con quienes había militado desde la juventud; ellos también estaban envueltos en prácticas de corrupción.
Aparecieron panfletos y fanzines de izquierda que la acusaban de explotar a los trabajadores. En el baño de la oficina encontraba hojas volantes que la atacaban por ser lesbiana y la amenazaban con caerla a tiros. Después su nombre salió en la prensa porque iba a ser investigada por el manejo de los recursos de la institución.
Hubiera sido distinto, reflexiona Luisa, si hubiese tenido algún padrino o sido miembro del PSUV, pero sólo era una pieza prescindible. Cuando salió de su cargo, no sólo se quedó sin trabajo, también perdió a la mitad de sus amigos. Lo más importante: el concepto que Luisa tenía de sí misma había sido trastocado. Ella, que había trabajado como militante de izquierda, ahora era tachada por ser corrupta y explotadora de los trabajadores. “Es como que borraron mi historia, o la echaron como un balde de mierda, directamente”.
Luisa fue una niña que levantaba a su padre para ir a la escuela cuando se quedaba dormido. Trepaba los árboles y paredes de una urbanización caraqueña, una niña semisalvaje, dice ella. En su juventud, con sus amigas, formaban un clan de mujeres que catalizaban su vida con el montañismo, el amor, el sexo, y también, la política. La misma Luisa que en el 2002 se sentía parte de la historia, defendía su ideología con los riesgos que viniesen, después de salir de ese cargo público quedó abatida.
2014: Trifurcación
El descontento de la gente en Caracas es claro. Hay una inflación superior al cincuenta por ciento y desabastecimiento de productos de uso diario como café o harina para las arepas. Si uno de esos alimentos llega al supermercado, la gente debe hacer largas filas para pagar, pues todos quieren comprarlos para su reserva.
Es esa crisis económica lo que, en palabas de Rafael, hace que muchos chavistas sean críticos de la situación política actual; se genera una “despolarización desde abajo”. El escenario es distinto al del 2002. Tienen un componente importante de jóvenes. A diferencia de movimientos juveniles del pasado, los grupos actuales no “van a marchar con una camisa del Che Guevara, ni es su referente la revolución cubana”, símbolos del orden político que los oprime. Pero eso tampoco los hace derechistas que buscan un golpe de estado. Los jóvenes que protestan son parte de un grupo cada vez más amplio que no está ni con el chavismo, ni la oposición radical.
En cambio Luisa ve el escenario de otra manera. Dice que poca gente se atreve a opinar diferente al Gobierno. Ahora ella vive fuera de Venezuela, pero al visitar a sus familiares siente una distancia insalvable, porque son fervientes chavistas. Lo insoportable, opina Luisa, no es tanto el Gobierno, sino el ambiente en el que todos se alinean con la opinión oficial, el chavismo se traga todo.
La obediencia al régimen se internaliza. Amanda me comentó que no sabía si podría continuar vendiendo caramelos donde lo ha hecho por diez años en el ingreso a la estación del metro, que a su vez, está junto al edificio principal de la empresa de petróleo del gobierno. Los funcionarios le han dicho que su presencia daña la imagen de la institución y le han pedido que se retire. La firmeza de Amanda se repliega y se limita a decir: “tienen razón”. Como dice Luisa, a veces el chavismo sí se traga todo.
Pese a que Hugo Chávez falleció el cinco de marzo de 2013, Amanda no deja de evocarlo. Ahora confía en Maduro, igual que lo hizo su líder al dejarle el poder. Aunque cuando le pregunto si los dos son iguales, Amanda aprieta sus labios y niega con la cabeza.
Que a Maduro le resulta imposible ocupar el lugar de Chávez es una verdad en la que todo el mundo está de acuerdo. “Toda segunda parte es mala”, me dice un taxista caraqueño. En los ambientes de izquierda se dice que lo importante es que continúe el proceso bolivariano. En los países latinoamericanos donde gobierna la izquierda, los militantes pueden tener diferencias coyunturales pero siempre respaldan “el proceso”. Por eso miro con fatalidad a Luisa, tan cercana al chavismo durante tanto tiempo:
– ¿El proceso bolivariano’ tiene algún significado para ti? –pregunto-.
– Me resuena como algo que no fue. Entonces ‘el proceso’ ya no me suena a nada en lo que apueste, como con tristeza, como con nostalgia, o con la sensación de quién sabe cuándo va a haber otra oportunidad. Pero ya sé, estoy segura de que esto no se va a revertir.
Ahora Luisa está enfocada en comenzar desde cero en el país europeo donde ha decidido vivir. Allá no hay chavismo que lo trague todo, ni tanto machismo. En la escuela a la que iba su hija en Caracas era imposible que dijera que tiene dos madres y todo el tiempo la disciplinaban para que fuera ‘una niña linda’. El mandato de belleza en Venezuela aplasta otras posibilidades.
Temblé cuando Luisa me compartió sus escritos personales, aquellos que se hacen pensando en que sólo uno va a leerlos. Esas líneas dan testimonio de que después de la experiencia en esa institución pública pudo dejar de lado amores ficticios, amistades superfluos y poses sociales, quedándose sólo con los afectos reales e indispensables, entre los que brilla su hija. Luisa ha recorrido un áspero sendero hacia sí misma. “Dentro de todas las derrotas, hay algo en mí (o de nosotras) que salió ganando. Algo que, tiene que ver con el amor, con la dignidad, y con el valor de no doblegarse. Algo que me vuelve, hoy en día, absolutamente poderosa”, concluye Luisa.
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Desciendo al metro de Caracas. Los parlantes anuncian que la parada de Altamira está fuera de uso comercial. Sobre esa parada, en la plaza del mismo nombre, el sudor de policías y protestantes se derrama mientras intercambian piedras y gases lacrimógenos por encima de escudos y barricadas.
Rafael sigue a la misma velocidad estos acontecimientos. Desde la organización de derechos humanos en la que trabaja -PROVEA (Programa Venezolano de Educación Acción en Derechos Humanos)- investiga la represión a las protestas que iniciaron en febrero de este año en el marco de la crisis económica. Según el Boletín Internacional de la organización, entre el doce de febrero y el doce marzo del 2014 existieron mil trecientas personas detenidas, de las cuales treintaitrés quedaron privadas de la libertad; veinticuatro fueron asesinadas en las protestas; y se registraron cincuenta y seis denuncias de tortura.
Rafael, sociólogo y periodista, opina que “pese a lo alarmante de las cifras, en Venezuela no habrá un golpe de Estado”. Él cree que el chavismo estará obligado a abrir canales de diálogo, pero no va a perder su base social. Este contexto de protesta nutre una zona intermedia entre el chavismo y la oposición. “Se abre un espacio de personas y movimientos con pensamiento político propio que hacen que este sea el momento político más interesante en estos quince años”, se entusiasma Rafael que ya no se siente sólo. Esto no significa que el chavismo salga del poder, esa es una expectativa ingenua que cierta parte de la oposición tiene, “o sea, a corto y mediano plazo, el chavismo, o los chavismos, van a protagonizar la vida política de este país ¡Te guste o no te guste!”.
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En la última conversación que tuve con Amanda, ella seguía en su banquito, vestida con su mandil blanco, vendiendo caramelos. Se impacientaba con cada cliente que no marcaba bien el número en el celular o le reclamaba por el precio de las llamadas. Un miembro de la guardia nacional se paró frente a nosotros con gran aplomo, como si no fuera de tierra sino que la tierra naciera de él.
– ¿Tiene café? Aunque sea de contrabando –exclamó el policía-.
– Lo único que tengo de contrabando es un arma para disparar a los cuatro escuálidos que están liderando la oposición –respondió Amanda-.
Nadie rió.