Cuando tenía unos catorce años descubrí a Maya Angelou. Mi maestro de Historia –un gringo alto y barbudo al que nadie quería mucho– me contó que Bill Clinton era el segundo presidente estadounidense en incluir la lectura de un poema en su acto de posesión. Había elegido a Angelou, quien leyó los versos de On the Pulse of Morning. “A most beautiful piece”, me dijo mi profesor, viendo por una de las ventanas de la biblioteca del colegio. Hizo una pausa y recitó, muy bajito:
Here, on the pulse of this new day
You may have the grace to look up and out
And into your sister’s eyes, and into
Your brother’s face, your country
And say simply
Very simply
With hope —
Good morning.
Casi veinte años después, el miércoles veintiocho de mayo de 2014, Maya Angelou murió. Yo no me enteré. O tal vez sí. Tengo la sensación culposa de que lo leí, pero lo pasé por alto. El día en que la poeta negra se fue de este mundo, yo tenía la cabeza hecha un ovillo indescifrable. El lunes anterior había terminado de mudarme a una Buenos Aires otoñal. Los cambios y la soledad abrumadora suelen trastocarme el humor y me acentúan la torpeza. Esta vez no ha sido diferente: ya perdí dos tarjetas del subte, un par de audífonos, tres tickets de guardarropas, dos paraguas, empaqué mis cosas en una maleta ajena, regué el café en la oficina nueva, me choqué de frente con un desconocido mientras cruzaba la calle, rompí dos cerraduras, olvidé nombres de amigos cercanos y palabras sencillas como bordillo.
La noche del jueves veintinueve llegué tarde a casa. Abrí la computadora, dizque para trabajar. En la vuelta de rutina por las redes sociales, me topé (tal vez de nuevo) con la noticia de la muerte de Angelou. Tenía ochenta y seis años. Había crecido en el sur segregado de los Estados Unidos. Ser mujer y ser negra, en ese contexto, era vivir más que en la discriminación racial. “Era un mundo que según el recuerdo de Angelou, no se hacía problemas por la ambigüedad social– un mundo claramente dividido entre negros y blancos, y entre mujeres y hombres; o lo que es lo mismo, entre el bien y el mal” escribió Hilton Als en el perfil que hizo de la mujer nacida en 1928, en la ciudad independiente de St. Louis, en el centro de los Estados Unidos. Alguna vez leí en The Atlantic que ella había dicho que Shakespeare fue una niña negra. Busqué la nota y la encontré, acá. En The Atlantic hallé, también, el vídeo de la lectura de Maya Angelou de On the Pulse of Morning en la posesión de Clinton de 1993. En ese instante, por esas maravillas del cerebro, di con el recuerdo de mi profesor recitando los últimos versos del poema. Pero encontré otra memoria: ese día, cuando salíamos de la biblioteca, mientras me preguntaba quién sería esa señora negra a la que un presidente blanco invitaba a su posesión, a mi lado caminaba mi hermano Andrés, cuya ausencia hoy no logro conjurar.
La mañana de ese jueves de otoño en Buenos Aires, como cada veintinueve de los últimos cinco meses, me levanté fastidiado, incómodo, incompleto, infeliz. Sintiéndome más huérfano de hermano que el resto del tiempo. La muerte de Andrés duele. Da rabia. Da náusea. Pero apenas antes de que se acabe el mal día, Maya Angelou, la poeta que conocí en mi adolescencia, me trajo de regreso la certeza de haber compartido la vida entera con él. Hasta la caminata cotidiana entre un aula y una biblioteca. Entonces me olió de nuevo a abono de café y a la mierda de las iguanas que estaban en las copas de los árboles junto a las canchas de basketball, y se me achicó el corazón ya no por Andrés, sino porque el silencio y la soledad de los corredores y los patios de los colegios siempre me han parecido de una tristeza invencible. Hallar ese recuerdo me alivió. Supongo que así es como se mitigan estos dolores. Supongo que son cosas que también deben aprenderse. «Eso es el aprendizaje. Usted entiende algo de repente, y entiende toda su vida pero de una forma nueva”, dijo la escritora inglesa Doris Lessing. Dieciocho años después, ese profesor de Historia al que mucha gente no quería y que yo creía haber olvidado, me ha terminado de enseñar sobre Maya Angelou para que entienda algo nuevo en mi vida: que se puede hacer nada para vencer la muerte de los amigos, salvo agarrarse de la certeza de haber compartido con ellos la vida. Y haberlos tenido siempre muy cerca para decirles algo simple, muy simple, con esperanza:
— Good morning.
Un recuerdo de Maya Angelou, un profesor de la infancia y un amigo muerto