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¿Qué es lo que realmente nos desagrada o nos agrada de esta forma de representación?

 

Una forma muy difundida de evaluar la calidad de cualquier noticiero de televisión es reflexionar sobre cuán difícil es asociarlo a la categoría de sensacionalismo. A pesar de ser un término con infinidad de significados, existe una especie de  consenso entre la mayoría de configuraciones culturales occidentales y es que el “buen periodismo” está colocado siempre en sus antípodas. Los noticieros sensacionalistas existen en las sociedades democráticas como un extraño y paradójico signo de la libertad de expresión que a la vez es marcado como una construcción perversa y miserabilista del mundo popular. En contraste, el periodismo considerado más serio, se ufana de elaborar representaciones que se ajustan a la tradición periodística formal. Esto exige una indudable labor de intelectualización –por parte de los periodistas– de aquello que se observa y se presenta al espectador: la imagen que los televidentes vemos es producto de un ejercicio previo de distorsión y jerarquización del mundo sensible (digamos, por ahora, “la realidad”), de manera tal que sea admisible como construcción periodística de difusión masiva.

Es frecuente, incluso en los ámbitos académicos, concluir las discusiones antes de iniciarlas y repudiar al sensacionalismo por considerarlo una forma de representación que explota la miseria de los pobres, cosificándolos y asignándoles cínicamente un espacio de marginalidad en el entramado social y cultural.[1]

La escasez de reflexiones e investigaciones que cuestionen la simplicidad con la que se aborda esta forma de representación sorprende. En nuestro país hay muchos productos sensacionalistas y prácticamente ninguna reflexión seria sobre estos que salga del prejuicio. Todos quieren dar las mismas respuestas ignorando las preguntas ¿Es generalizable esta idea  de sensacionalismo? ¿Es un instrumento mediático de dominación tan efectivo que no admite posibilidad alguna de ser pensado de otra manera, de generar otro tipo de lecturas en torno a él? ¿No se realiza el mismo ejercicio de constitución de un régimen policial de lo sensible[2] a través de las imágenes construidas por el discurso periodístico no sensacionalista? ¿La crítica absoluta de la estética sensacionalista, no implica una desvalorización de ciertas formas de representación que pudieran sostenerse como legítimas, leídas desde el lugar de los sujetos subalternos? ¿No hay algo –o mucho– de elitista en el desprecio al sensacionalismo como se lo concibe comúnmente, en contraste con el prestigio de la formalidad y neutralidad atribuida al otro periodismo?

No nos equivoquemos con la dirección hacia la cual apuntan estas preguntas. No es que sea posible elaborar representaciones que se correspondan miméticamente con el mundo sensible, es decir, con “la realidad”. Tampoco se trata de que el sensacionalismo genere representaciones más o menos acertadas sobre lo popular. Lo esencial es que esa distorsión está impregnada de una intención política: es un decidido ejercicio de recorte de la realidad que se combina con normas culturales que buscan instituir o restituir marcas de certidumbre sobre lo representado.

Siempre habrá en algún lugar productores y ejecutivos de TV deseando inconscientemente que Jebús nos libre de descubrir, a través de un noticiero, que los pobres no son tan primitivos o tan delincuentes como pensamos, o que pudieran tener algún atributo o defecto que los asemeje a ellos y al estrato social con el que se identifican.

Algunas consideraciones desnaturalizadas sobre el sensacionalismo

Más allá de los cambios y la evolución en la producción televisiva en las últimas décadas, los noticieros son probablemente los productos mediáticos más resistentes a estas transformaciones y permanecen como campos donde prevalece la seriedad y los modos formales como indicios de una presunta objetividad. Esta existencia sólo es justificable como estrategia para mantener a los espectadores en un régimen totalitario de las imágenes, en el cual las posibilidades para interpretarlas quedan considerablemente reducidas.

Introducir a todos los espectadores en un espacio discursivo cerrado y excluyente implica la implementación de una forma de elaboración de representaciones en la que los sujetos representados –por ejemplo los pobres– participan pasiva y escasamente. Los códigos estéticos utilizados por el “buen periodismo”, en general, suelen ser familiares a las audiencias por mera repetición, pero ajenos en esencia, lo que ayuda a que las posibilidades de interpretación y re elaboración de otros sentidos que no sean los que propuso quien construyó la representación, queden considerablemente diezmadas.

Esto no implica la consumación del escenario apocalíptico señalado por diversos intelectuales y académicos, en el que los espectadores somos simples zombis que absorbemos acríticamente todo lo que los medios nos arrojan. Pero debemos pensar que los mecanismos del periodismo “serio” reproducen, a través de la elección de determinados códigos estéticos, representaciones planas y cerradas que no dejan espacio a interpretaciones y constituyen un efectivo instrumento de consolidación de marcas de certidumbre, en total armonía con las concepciones elitistas del espacio cultural. Es el mundo ideal de Melvin Hoyos.

Sin embargo, el régimen de las imágenes no es totalmente dominable. El juicio de los espectadores no es, ni podrá ser nunca, totalmente previsible. Así, pese a lo que digan los especialistas del Consejo de Regulación y Desarrollo de la Información y Comunicación (Cordicom) en sus informes y sus declaraciones, no es posible prever todos los efectos de sentido posibles que una imagen puede generar. Según Mauricio Lazzarato, filósofo italiano, lo máximo a lo que estos gestos mediáticos normativos pueden aspirar es a la modulación de las significaciones a construir.

En todo caso, el efecto de modulación, entendido como un “encarrilamiento” de las significaciones posibles, es suficiente para disminuir considerablemente la multiplicidad de voces de los sujetos y de las posibilidades de elaboración de espacios de disenso, que es donde realmente se genera alguna acción política.

Aunque no son recientes, las reflexiones sobre las singularidades del sensacionalismo como recurso estético son poco comentadas. Investigaciones sociológicas y antropológicas han reparado en que los elementos que conforman la estética sensacionalista se analizaron siempre bajo el prejuicio y la naturalización de este tipo de construcción de imágenes como una forma inferior de comunicación masiva.

El sensacionalismo plantea entonces la cuestión de las huellas, de las marcas en el discurso de prensa de otra matriz cultural, simbólico-dramática, sobre la que se modelan no pocas de las prácticas y las formas de la cultura popular. Una matriz que no opera por conceptos y generalizaciones, sino por imágenes y situaciones y que, rechazada del mundo de la educación oficial y la política seria, sobrevive en el mundo de la industria cultural desde el que sigue siendo un poderoso dispositivo de interpelación de lo popular. Claro que queda mucho más fácil y reporta mucha más seguridad seguir reduciendo el sensacionalismo a “recurso burgués” de manipulación y alienación (Martín-Barbero, 1993).

Es sumamente curiosa la forma en que Martín Barbero, autor colombiano y referente de los estudios culturales y de comunicación, coincide con el cuestionamiento del filósofo Jacques Rancière a la crítica más general que se hace a la prevalencia de la imagen en el mundo contemporáneo. Ambos autores sugieren que la mala reputación que la imagen y la representación sensacionalista tienen en los ámbitos de discusión política e intelectual, responden a un justificado temor a una pérdida de control de los significantes que circulan entre los sujetos, y la potencial anarquía interpretativa que estos puedan ejercer a partir de ello. En otras palabras, el sensacionalismo, como las imágenes en general, tienen el potencial de generar significaciones tan variadas que resulta imposible que las entidades concentradoras de poder las controlen. La preocupación de los gobiernos y las corporaciones por reglar y espiar los intercambios simbólicos, desde las charlas en Twitter hasta la forma en que un periodista aborda una noticia o hace referencia a la forma de gozar de los sujetos populares, apunta en la dirección de recuperar y regular algo de ese poder interpretativo que se les va de las  manos.

 

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Enrique Metinides, Camión de Tlatelolco

Un caso local: En carne propia y el relato de lo popular

En Ecuador uno dice “sensacionalismo televisivo” y piensa en “En Carne Propia”. Y al pensar en ese programa lo relacionamos con “mal periodismo”, “miserabilismo”, “parcialidad”, “comercialización de la pobreza”, etc. Desde el lugar de la clase media instruida, el programa evidencia la decadencia de los productos culturales de consumo masivo, denostando al producto pero también a sus seguidores y espectadores. Al mismo tiempo, es frecuente que algunas personas revisen en la web ciertos reportajes de “En Carne propia”, para regodearse de la vulnerabilidad de los demás, para asistir a la humillación pública del otro.

En Carne Propia es un show noticioso que construye relatos que le dan al sujeto popular una complejidad que le es usurpada en otros productos televisivos en los que también se hacen referencias sobre él. José Delgado, su director y presentador, es capaz de construir una dramática historia sobre la preocupación de los vecinos de un suburbio porque sus mascotas están siendo sistemáticamente envenenadas por una banda de ladrones de cables. Lo hace a través de las voces de los afectados, lo cual marca la diferencia más grande con los productos televisivos de corte “serio y responsable”. En el programa, al sujeto popular se le otorga la palabra. En lugar de ser muñecos de ventrílocuo del reportero, los entrevistados contradicen lo que Delgado propone o entiende de las situaciones en las que se halla inmerso.

Mediante este ejercicio, los protagonistas de las historias dicen cosas realmente importantes, y lo hacen, como no podría ser de otra manera, utilizando recursos propios de lo popular. Es entonces que estas estéticas se filtran en el aparato mediático. Mientras tanto, los grandes académicos expertos sobre productos de consumo masivo gritan escandalizados “¡Amarillismo!”, más o menos convencidos de que aquello es una denuncia sobre las condiciones éticas en las que se produce el material televisivo. Pero lo que subyace es un gesto facho del académico ante la paranoia de una posible invasión estética de las hordas primitivas subalternas, contra la rigurosa estética hegemónica que se transmite a través de los medios de comunicación. Lo que aterra del sensacionalismo es su potencial para hacer entrar en diálogos y discusiones a ciertas formas de subalternidad clásicamente invisibilizadas o representadas de formas que coincidan con los prejuicios estéticos y de clase presentes en las mentes de muchos periodistas.

Y mientras esto sucede, muchos de los escandalizados se comprometen a reírse y humillar a dos hermanos drogadictos y sus delirios, a reducirlos a los motes de “Malcriadito y Fusilero”, a ser convertidos en memes o en gags televisivos explotados por Lotería Nacional y por David Reinoso… y desde luego, a responsabilizar a En Carne Propia por la deplorable forma en que obramos los espectadores y otros productores mediáticos.

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Enrique Metinides, Tragedia 47

El Estado, al rescate del Estatus quo simbólico.

El Estado ha llegado a nuestro rescate. Impolutos y numerosos, un ejército de académicos con títulos de posgrado en Ciencias Sociales y Comunicación, está dispuesto a impedir nuestro acceso a todas las formas de representación de los sectores populares y subalternos que sean ilegítimas o resulten ofensivas. Representaciones ilegítimas, desde luego, basadas en las condiciones éticas y estéticas dispuestas por el sistema de valores tradicionales inspirados en el pensamiento moderno occidental, capitalista y judeocristiano en el cual nuestros queridos académicos burócratas se han formado y del que son obstinados defensores. Representaciones ofensivas, obviamente, desde el lugar interpelante del representante de una hegemonía sensible y humanitaria que quiere ser revolucionaria, que está ansiosa de brindar dádivas simbólicas a las minorías excluidas para que se sientan aliviadas, aunque en el proceso se refuercen las etiquetas que perpetúan su condición de excluidas.

De ahí la necesidad del Estado de poner en marcha múltiples mecanismos que busquen afanosamente regular la comunicación en búsqueda del desarrollo. Es decir, regular de la manera más precisa posible  todos los procesos de construcción de la realidad, para que se ajusten a la idea de desarrollo de los arquitectos del sistema. El último grito de la moda reguladora en nuestro país lo ha dado el Consejo de Regulación y Desarrollo de la Información y Comunicación (Cordicom), y si a alguien le queda duda sobre su búsqueda de unificación de los sentidos y significaciones que circulan en la sociedad, basta con escuchar las declaraciones de sus miembros o leer el informe que este organismo presentó sobre la portada de Diario Extra en la que, a decir del organismo estatal, se explotaba la figura de Claudia Hurtado.

No faltan activistas que quieran participar del proceso: en su búsqueda por igualdad, refuerzan la diferencia, y en ocasiones coquetean con un deseo de primacía.  Los intentos de establecer cercos simbólicos respecto a la negritud, a la homosexualidad o a la pobreza, no difieren mucho de la lógica municipal en Guayaquil de cercar y dotar de cámaras y guardias privados todos los espacios públicos existentes. Las diversas agrupaciones defensoras de derechos de las minorías que apoyaron la iniciativa de Diane Rodríguez de pedir sanciones contra una decena de producciones televisivas –lista que luego fue reducida–, demandan un mejoramiento de los vínculos sociales en el país a través de la pena jurídica. En lugar de multiplicar los posibles sentidos y significaciones sobre el sujeto identificado con las minorías, Rodríguez y compañía plantean la clausura de las significaciones consideradas como caducas y ofensivas, sin proponer ninguna otra. Lo que se puede y no se puede decir y pensar sobre las cosas y las personas va siendo jurídicamente regulado, sosteniendo y fortaleciendo la discriminación simbólica que supuestamente se combate. 

Paradojas importantes surgen de este tipo de acciones y reacciones sobre las significaciones: ahí donde el ilustrado de clase media se indigna con el proceder de cierto periodista referente del sensacionalismo, los sujetos representados por este, valoran su labor. No lo hacen, como pensarían los ilustrados, porque en su condición de subalternos no entienden o no se dan cuenta de que están siendo explotados; lo hacen porque se reconocen en las representaciones que dicho periodista hace de ellos.

Nada de esto importa mucho. Al final, el problema es que la gente no sabe lo que le conviene. Las personas no están conscientes de las imposiciones mediáticas que padecen, ni del trato indigno que hacen los medios sobre sus cuerpos y sus palabras. Las grandes audiencias y los numerosos lectores de productos sensacionalistas están todos equivocados, totalmente alienados. Por eso el Estado está aquí: para protegerlos de sí mismos. Para hacerlos sentir explotados, abusados, y acto seguido decirle a la sociedad entera: “Pero no se preocupen, yo los salvaré”.

Los argumentos presentados no pueden ser generalizables para cubrir todo el espectro de lo que se denomina alegremente “sensacionalismo”. Existe infinidad de productos culturales que son altamente condenables, pues efectivamente miserabilizan, simplifican y aplanan en sus representaciones a los sujetos populares y las minorías. Mi punto es que valdría la pena ofrecer a cada estilo periodístico, reconocido como serio o no, el beneficio de la duda, de manera que podamos constatar cómo cada régimen estético mediático mutila la realidad y a los sujetos que representa, y qué motivación política se halla detrás de esas decisiones editoriales y esas generalizadas estrategias de condena contra aquellas formas de representar que se alejan del canon periodístico hegemónico. 

 

 

[1] Es necesario señalar que la división entre las dos formas de periodismo que se mencionan en este texto no es absoluta. Como en toda categorización posible dentro del marco de los estudios culturales y la antropología contemporánea, no hay bordes claramente definidos entre objetos a estudiar, sino tensiones y relaciones entre conceptos.

[2]  Como lo plantea el filósofo Jacques Rancière en su texto “El Espectador emancipado”. Vale la pena revisarlo.