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¿A qué se dedica un chef al que los médicos le han ordenado abandonar su oficio?

Sin pelo, apoyado en un bastón y con veintidós kilos menos, el chef Édgar León salió de su casa luego de dos meses de reposo. Como parte del tratamiento a un cáncer detectado en 2008,  le habían practicado una cirugía, en la que le extrajeron el cuarenta por ciento de su hígado. La quimioterapia lo habían dejado débil. Era una mañana de septiembre del 2013 y a la salida del banco, una señora –a quién él no conocía– lo saludó con una mirada lastimera.

–  “¿Cuánto tiempo le queda de vida? ¿Sí va a vivir?”, le preguntó.

“No me gusta la lástima, es un sentimiento horrible. Por eso evité salir de casa durante cinco meses”, dice el chef lojano y frunce el ceño. En medio de sus cejas, sobre su pronunciada nariz, Édgar tiene una hendidura vertical que acentúa sus expresiones. Si el chef, que pronto cumple cuarenta y nueve años, no sonriera tanto, parecería que pasa mucho tiempo malgenio.

Para recuperarse de la operación, el doctor le recomendó descanso absoluto. Édgar tuvo que vender El Estragón, el restaurante de cocina de autor que había fundado hace quince años. La cocina de autor, según el blog Enciclopedia de Gastronomía, se produce cuando el cocinero alcanza una madurez creativa y crea su estilo propio con una propuesta singular. El Estragón era el único restaurante de Quito a puerta cerrada. Había que reservar y someterse a las reglas de la casa: Édgar no ofrecía un menú impreso sino que recomendaba los platos según el gusto de los comensales y el criterio de él. Hasta el siglo XVIII, los restaurantes no ofrecían una carta; el menú surgió como una opción reducida para presentar los platos disponibles. Hoy, los menús son la regla, los restaurantes sin carta son una rareza. Édgar combinaba su trabajo en El Estragón con el servicio de catering para veintiún empresas en Quito; él coordinaba las cocinas de estas compañías que en total alimentaban a tres mil personas diarias. Se turnaba entre la supervisión a los cocineros de empresas -como Pasteurizadora Quito, Ministerio de Finanzas y Colegio La Condamine- y la atención en su restaurante. “Dejé todo eso. Tenía que descansar, recuperarme” cuenta pausado, con su voz grave como de locutor de radio. El ritmo que llevaba –se levantaba a las cuatro y media y se dormía a las once– no le permitía estar tranquilo al único chef ecuatoriano cuyo plato -langostinos al choclo– está en el menú del Ritz de París, considerado por la revista Gentlemen’s Quarterly, como el mejor hotel del mundo

Siete meses antes del encuentro con aquella desconocida en el banco, el oncólogo le había anunciado a Édgar que le quedaban pocos meses de vida. La quimioterapia, durante cuatro años, no había reducido el tumor como el médico esperaba. Los malestares, las salidas a media mañana para el tratamiento y la dieta no habían sido suficientes. El chef no compartió la mala noticia con su familia ni amigos. Decidió que si eran sus últimos momentos, tenía que hacer lo que más disfrutaba: cocinar para otros y comer bien. Una mañana llamó a Carolina Pozo, amiga y productora de su libro ‘Sopas, la identidad del Ecuador’, y le dijo que estaba entrando al hospital, que el doctor tenía novedades sobre los últimos exámenes. Colgó. Carolina recuerda que lo regañó por no avisarle antes para que lo acompañe, y salió de su oficina a su encuentro. Cuando llegó al hospital, Édgar estaba apoyado en una pared, pálido.

–  “Voy a vivir, el médico me dijo que voy a vivir”.

Se abrazaron. Fueron a casa de Carolina y abrieron una botella de champagne y brindaron por la vida. Eran las diez de la mañana y Édgar aún no asimilaba la noticia: la última ronda de quimioterapia había logrado reducir el tumor en el hígado y se podía extraer con poco riesgo. Según la Sociedad Americana de Cáncer, las probabilidades de que un paciente con cáncer de hígado viva más de cinco años –luego de su primer diagnóstico–, es del quince por ciento.  De esa estadística es ahora parte el chef al que los médicos le han prohibido cocinar.

Édgar, de frente amplia y arrugada, dice que la enfermedad y la recuperación le recordaron que debía “hacer solo lo que lo hace feliz”. Sin restaurante ni servicio de catering, el chef sigue vinculado con la gastronomía: es la imagen de Pacari, la marca de chocolate que ha recibido veintisiete premios internacionales –como los diez galardones en el International Chocolate Awards en el 2013– y es considerado el tercer mejor chocolate del mundo por la página especializada en chocolates, Seventy Percent. Édgar también es el rostro de Güitig, el agua mineral que recibió el Trofeo de Alta Calidad Internacional promovido por Monde Selection, que certifica los productos con mejor calidad en el mundo. Su trabajo es de relacionista público: visita restaurantes y les explica los beneficios de usar estos dos productos ecuatorianos en sus cocinas. Él ya no dirige la suya pero disfruta de asesorar a otras.

***

Desde diciembre del 2013, Édgar impulsa la creación de la Sociedad Ecuatoriana de Gastronomía. A las 9:20 de la mañana del lanzamiento de esta iniciativa –el veinte de marzo del 2014–, Édgar está de pie afuera de una cabina de Radio Platium, en un edificio en el norte de Quito. Su cabello negro está peinado con un poco de gel, huele a una colonia suave un poco dulce y viste un suéter y una bufanda morados. El cartel de ‘Al Aire’ está en rojo, él espera que se apague y entra. En una silla está Andrea Jimbo, la locutora, quien se levanta, lo abraza y lo felicita por su logro: ser el embajador de un proyecto que busca promover la gastronomía ecuatoriana. Se sientan y la entrevista empieza; hablan de la SEG.

Según explica Édgar, la Sociedad pretende integrar a todos los sectores, desde el agricultor orgánico en zonas rurales del país hasta el chef de un restaurante lujoso, quiere que sea estructural. “Cuando un cocinero diga necesito cebollas charlot para un plato pero no sé dónde conseguir, yo puedo decir que contacte a un productor en Loja que las tiene y que no tienen a quién vendérselas”, dice sonriente, y sus pliegues en la frente se pronuncian más.

A los tres minutos de entrevista, su celular vibra sobre la mesa. Édgar se lleva un puño al oído pidiéndome que conteste. Salgo de la cabina. Es Gabriela Freire, la maestra de ceremonia del evento de esta noche, necesita cuadrar unos últimos pormenores. Regreso y a los cuatro minutos el celular vibra. Afuera de la sala, le digo al periodista de radio al otro lado de la línea, que Édgar está en una entrevista, que lo llame en treinta minutos. De vuelta en la cabina la escena se repite. Salgo, respondo, es otra periodista de una revista. Soy la asistente temporal del chef del momento, del nuevo director ejecutivo de la flamante Sociedad Ecuatoriana de Gastronomía que se inaugurará esta noche.

Cuando la entrevista concluye, le doy los recados a Édgar. Caminamos juntos hacia la reunión que tiene para definir detalles de la ceremonia. Pasamos por un minimarket y me pide tomar un café. Solo hay de máquina Nescafé o pasado de la casa. Él elige un capuchino y una grasosa empanada de viento. En los quince minutos que permanecemos sentados, recibe tres llamadas más. Una de ellas para una entrevista en televisión y otra para confirmar su asistencia a la reunión internacional de la papa para compartir experiencias sobre cómo mejorar la producción de este tubérculo con representantes de Colombia, Perú y Bolivia, en el Ministerio de Cultura de Ecuador. De fondo, una televisión con volumen lo suficientemente alto para tener que alzar la voz, transmite un ranking de videos musicales en español: reguetón de Daddy Yankee y bachata de Romeo Santos. Édgar me pide prestada mi pluma para anotar citas en su agenda y se disculpa por no prestarme atención. Los pocos minutos que está sin el teléfono en la oreja, le solicita al mesero que baje el volumen. Le pregunto si toma café de máquina porque le gusta o porque no hay más opción. “Este es un café generalizado de los aeropuertos del mundo, no tengo ningún problema en tomarlo pero si me dices cuál prefieres, te digo uno pasado Noción, una marca ecuatoriana de café gourmet”. 

Después de tomar el capuchino y el expreso, ya de camino a su siguiente cita, recibe otra llamada. Hay un problema con los camarones que serán los bocaditos de esta noche. Baja la voz intentando que yo no escuche la complicación, pero solo somos los dos y la calle. Édgar le dice al cocinero que está al otro lado del teléfono que se haga cargo, que confió en él, que vea cómo resuelve. “Uno no se puede encargar de todo”, dice y su frente y entrecejo se arrugan más.

La caminata, a pesar de las llamadas que la interrumpen, es nuestro único momento a solas. Le pregunto sobre su elección de ser chef y me cuenta que apenas se graduó del colegio en Ecuador, estudió filosofía en Chile, con una beca de los Jesuitas, y quiso ser sacerdote. “Crecí en una casa tradicional, con cinco hermanos, en la que mi mamá siempre repetía que quería un hijo abogado, otro médico y otro sacerdote. Yo intenté asumir ese último rol”, responde entre risas y luego agrega que su motivación era servir a las demás personas.

Dice que se dio cuenta que no necesitaba el sacerdocio para demostrar sus afectos y ser generoso con el resto. En la cocina encontró ese espacio. Cuando regresó a Ecuador cursó Hotelería y Turismo en la Universidad de Azuay. Su afición y don por la cocina aumentaba y aprovechó dos becas para especializarse: estudió Administración de Empresas Alimentarias y Gastrología -una combinación entre gastronomía y nutrición- en la Universidad San Francisco de Quito y luego viajó a París para cursar Alta Gastronomía en Le Cordon Bleu. De vuelta al país, trabajó en hoteles y restaurantes en Quito y Cuenca.

Édgar es aficionado a la literatura. Recién graduado de la universidad, a sus veintisiete años, había entablado amistad con el escritor Jorge Enrique Adoum. Una tarde en la que había preparado una deliciosa pasta a su amigo, él le agradeció y le dijo que todo lo que preparaba era delicioso: la comida italiana, mexicana, tailandesa. “Pero por más buena que sea tu cocina siempre va a ser una copia, intenta hacer una comida ecuatoriana mejor”, le dijo el autor de Entre Marx y una mujer desnuda. En su siguiente encuentro, Édgar cocinó repe de verde y cecina –una delgada y suave carne de chancho típica de Loja- y según recuerda Rosa Ángela, la hija de Jorge Enrique, –en una entrevista para el programa de televisión “La Caja de Pandora–, su padre luego de probar sus platos le dijo “así debe comer Dios los domingos, cuando se ha portado bien”. Ese episodio, dice Édgar mientras cruza una calle en el norte de Quito, fue el empujón para comenzar con la cocina de autor. Trabajó en hoteles y restaurantes hasta que reunió el dinero para fundar El Estragón, que agrupaba el restaurante y la empresa de catering.

La administración del catering y la cocina del restaurante  la combinó con su afición a la lectura y las ciencias sociales. “Me di cuenta que cada plato tenía una interpretación sociológica y antropológica que no había sido contada” Decidió que era necesario que el Ecuador recupere esa historia. Se especializó en las sopas. Durante quince años, viajó a las veinticuatro provincias del país para averiguar cuántos tipos de sopa habían: encontró setecientas ochenta. “Conocí ingredientes nuevos, aprendí a combinarlos de manera diferente y entablé amistades con hombres y mujeres que sabían recetas que a mí jamás se me hubieran ocurrido”, recuerda. Para su búsqueda, llegaba hasta comedores populares, probaba los platos y luego conversaba con el cocinero para conocer sobre la historia de lo que comía.

El resultado de su investigación está en el libro ‘Sopas, la identidad del Ecuador’ que recoge cincuenta y cuatro sopas, dieciséis ajíes, dos refritos y cuatro fondos. El texto ganó la categoría de tema único del Gourmand World Cookbook Awards 2014, un concurso anual que elige los mejores libros de cocina y de vino en el mundo. El de Édgar participó junto a otros dieciséis mil ochocientos textos y este veinte de mayo será premiado en Beijing, China.

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Édgar, que se abriga con un suéter y bufanda morados del viento quiteño, cuenta sobre su etapa de investigación gastronómica con emoción, no con nostalgia. Aunque sigo preguntando por el pasado, él prefiere conversar del presente, de la Sociedad Ecuatoriana de Gastronomía. Para él, esta organización es lo que Ecuador necesita para ser reconocido internacionalmente por su cocina. Cuando habla, convence. Édgar tiene voz grave y sabe cómo modularla. Habla tres idiomas pero dice que en cada presentación fuera del país, en naciones hispanohablantes o no, da sus charlas y discursos en español. “Uno no puede defender la olla de barro y las cocinas amerindias y hablar inglés o francés”. En una entrevista a Gastón Acurio, el célebre chef y empresario peruano, publicada en la Revista Familia, le piden un consejo para replicar en Ecuador el éxito culinario internacional del Perú. Acurio dice que es un trabajo que requiere tiempo e interacción de diferentes actores y menciona a Édgar y a su libro de sopas como un esfuerzo necesario para rescatar la gastronomía ecuatoriana.

Tiene otro espacio para difundir la cocina ecuatoriana, su programa ‘Los sabores que identifican a los pueblos’ que es transmitido por la Radio Universal. La tarde del jueves veinticuatro de abril, Édgar tiene la cabina llena. En una mesa rectangular, con su micrófono en frente, están sus invitados: Carla Barbotó, presidenta de Pacari Chocolate, Nicolás Vélez, fundador de Café Vélez y Margarita Yandún de Conquito, la agencia de promoción económica del Municipio de Quito. A las cinco y veinte de la tarde él explica a cada uno el tema que abordará con ellos. A Carla le pide que cuente cómo empezó Pacari y los premios que ha ganado, a Nicolás que explique el primer concurso de barismo nacional que premiará al ganador con un viaje a Italia a participar en la competencia internacional representando a Ecuador, y a Margarita sobre el Salón del Café, un evento para promover el café de altura del noroccidente de Quito.

El productor de radio, le hace señas que debe empezar el programa.

–  “Estimados amigos muy buenas tardes, gracias por permitirnos llegar a sus  hogares. Estamos aquí con invitados de honor: el café, el chocolate y uno de los eventos más importantes que se manejará desde Quito para todo el país y para el mundo”, dice el chef, con esa voz de locutor de radio que, por primera vez, siento que está en el lugar al que pertenece.

Édgar habla con grandilocuencia. Recuerda orgulloso que Ecuador tiene el mejor chocolate y café del mundo. Trata a sus invitados con especial admiración y exalta el trabajo de cada uno. A Carla, de Pacari, le pregunta qué sintió cuando vio a los productores de cacao probar, por primera vez, el chocolate elaborado con su cosecha. La felicita por incluir a todos los actores de la cadena productiva en su empresa y recuerda a los radioescuchas cómo durante siglos los agricultores han sido subestimados.

A la salida de la radio, dice que debe regresar a casa a concluir un artículo que le han pedido escribir para la BBC de Londres. Mañana tampoco me podrá atender porque es el último día de un taller de catación de chocolate que cursa en la sede de la Sociedad Ecuatoriana de Catadores Profesionales, en Quito. Le digo que me avise para vernos la siguiente semana, le pido si es posible que cocine en su casa –quiero verlo interactuar en su oficio- y responde que también tiene la agenda llena. Me escribe, por fin, el jueves siguiente para encontrarnos en el Salón del Café del cual será maestro de ceremonia y veedor.

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La primera vez que entrevisté a Édgar fue en septiembre del 2011. Estaba escribiendo un reportaje sobre el sancocho y me interesaba la opinión de un conocedor de sopas. Ese tipo de entrevistas que realizaba cada semana para una página de nutrición, solían durar máximo cuarenta minutos; con él estuve tres horas. Llegué hasta El Estragón y sin conocerme me recibió con un abrazo. Vestía un traje de chef blanco con botones grandes en el medio. Estaba elegante. Mientras me contaba sobre el sancocho, sus ingredientes y propiedades nutricionales, insistía en prepararme algo especial. Eran las once y media de la mañana y el restaurante estaba vacío y la cocina llena de cocineros en alerta. En dos ocasiones le dije que no se preocupe por mí, que no tenía hambre, que regresaría en otra ocasión. Él insistía y mi excusa para volver a rechazar la invitación fue que era vegetariana. Sé que no es una justificación pero esa característica es para muchos un obstáculo y yo no quería incomodarlo. Seguimos conversando y luego de media hora, un cocinero sacó un plato humeante y lo coloco frente a mí. Era una lasaña vegetariana que Edgar había pedido que cocinen, una orden de la que no me percaté.

Mientras comía la lasaña –con sabores tan intensos y variados que me obligué a saborear muy despacio- , me contó que él también escribe, que es colaborador de la BBC y antes era columnista de Familia. Me regaló una revista en la que alguna vez escribió y al despedirse me invitó a regresar, cuando quiera. “Yo te invito”, insistió.

Dos años después me entero que en esa entrevista y en otro recorrido que hicimos juntos al mercado Santa Clara para comprar mariscos, él luchaba contra el cáncer. Si no me lo contaba él mismo, jamás lo hubiera sospechado.

Desde que vendió El Estragón, Édgar no ha regresado al restaurante. “Me da mucha nostalgia”. El médico le recomendó que no cocine a gran escala hasta diciembre del 2014 porque sin reposo no se recuperaría completamente. No sabe qué hará el próximo año, tiene varios proyectos pero prefiere enfocarse en su presente y disfrutarlo.

La noche del coctel para inaugurar la Sociedad Ecuatoriana de Gastronomía se realizó en Yaku, el parque del agua en Quito. Édgar vistió un terno negro y largo como frac y una corbata roja con rayas negras. Mientras llegaban los invitados, él caminaba por un amplio salón con ventanales y los saludaba. La mayoría se le acercó, todos lo abrazaron, le dieron palmadas en la espalda, lo felicitaron.

El espacio estaba decorado con una docena de grandes y vistosos ramos de rosas rojas, rosadas y blancas. En un balcón, la Banda Sinfónica del Gobierno Provincial de Pichincha tocó cinco  canciones. Édgar, detrás del pódium, dio un discurso que fue aplaudido y ovacionado por unas cien personas. Sonrió. Lucía flamante con su cabello y peso recuperados. A la mujer que le preguntó en el banco si viviría, Édgar le contestó, sin rencor, que creía que sí. Y así ha sido, aunque aún no pueda cocinar como antes.