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En el portal educativo TED, la neurocientífica Sandra Aamodt explica cómo una resolución de fin de año -no volver a hacer dieta jamás- la llevó a obtener la esbeltez que deseaba. De piernas largas y vestido azul, a Sandra se le disculpa la timidez: parece sentirse cómoda en la soledad de un laboratorio. Para ella, el meollo de la pérdida de peso está en que el cuerpo ahorra energía cuando detecta un descenso en el consumo de alimentos, un mecanismo de supervivencia que posibilita la vida durante la escasez. El hambre es un llamado universal al reabastecimiento.

Durante su intervención, Aamodt no menciona al doctor Ancel Keys, aunque su discurso se vincula a este médico norteamericano reconocido por promover la Dieta Mediterránea -pináculo de los hábitos alimenticios saludables-. Keys inició un estudio en 1944 que hoy nos permite entender cómo el hambre genera una incesante búsqueda de alimento; una maestría actualmente conocida como la teoría de la restricción alimentaria, y que puntualiza los cambios que este estado puede generar en un organismo vivo.

Ancel Keys nació en 1904, producto de un embarazo entre dos jóvenes adolescentes. Lo que el destino le restó en su punto de partida -los hijos de padres adolescentes pueden tener dificultades en la vida escolar-, lo compensó en la satisfacción de una extensa carrera científica. A sus cuarenta y un años, se volcó a la búsqueda de alivio para las víctimas del hambre de la Segunda Guerra Mundial. Para ello, aceptó la ayuda de treinta y seis jóvenes americanos dispuestos a sacrificar el placer del alimento. El riguroso fisiólogo pretendía desnutrir a sus ayudantes para luego puntualizar las vías óptimas de realimentación y colaborar con los organismos de ayuda bélica internacional.

Bajo el mando de Keys, los treinta y seis voluntarios, objetores de conciencia de la guerra que se gestaba, padecieron los efectos de una dieta de 1500 calorías -el equivalente de energía necesaria para una niña de seis años- y un ejercicio físico que incluía treinta y seis kilometros de caminata diaria, durante tres meses. Esperando colaborar en la resolución del conflicto, los voluntarios se mantuvieron firmes a las exigencias de Keys. Como resultado, se encontraron débiles, con dificultad para concentrarse, pensando constantemente en comida y, en algunos casos, buscando robarla o acapararla. Un porcentaje significativo padeció depresión e hipocondría; casi todos manifestaron la desaparición del deseo sexual. El hambre calaba en el estómago, sí, y también en la mente.

Un colega de Keys, el doctor Ronald E. Kleinman, repetiría años después una prueba similar, en un estudio que observó la conducta de niños sometidos a la privación de alimento. Su propio experimento con el hambre tendría más de observación y menos de intervención, puesto que la ética del trabajo con menores se lo requería -someter a niños a hambruna sería cruel, algo que Keys también se debatía. El doctor Kleinman fue capaz de comprender por qué los niños miembros de familias expuestas al hambre presentaban agresión, ausentismo, irritabilidad y lentitud. El médico llegó a la misma conclusión que Keys: la privación de alimentos merma el raciocinio.

Además de notar que sus sujetos recuperaron la jovialidad, la finalización del estudio trajo otras noticias para Keys. El hambre que sus ayudantes lograron controlar durante la prueba parecía querer apoderarse de ellos. Pese a haber sido advertidos, varios fueron ingresados a centros sanitarios para limpiezas estomacales por haber caído en atracones compulsivos. Otros manifestaron sentirse incapaces de sentir saciedad. El hambre, si se obvia, nubla la satisfacción que conlleva el final de una comida, impidiendo parar cuando se ha comido suficiente.

La restricción voluntaria de comida en 1945 no era la norma: se reservaba para huelguistas y enfermos que lo requerían. El resultado de los experimentos de Keys, los dos volúmenes de Biología humana del hambre, fueron considerados dentro de un marco de ayuda internacional, sin intuir que la novedosa práctica de la dieta por la estética se encontraba a la vuelta de la esquina. Lo que fue una situación caótica y penosa antes de 1970, pasaría después a ser una práctica voluntaria. La ingesta de 1500 calorías, -lo que utilizó Keys para desnutrir a sus individuos-, llegaría a ser la norma.

Para los científicos ingleses Peter Cooper y Clare Warren, el estudio de Keys creó una interrogante: en un mundo plagado de obesidad, ¿constituía la dieta un problema sanitario? Si causaba los efectos secundarios que Keys mencionaba, ¿era una práctica inocua? Los índices de obesidad experimentaron un crecimiento del 210% entre la década del cincuenta y el año 2000, y la creciente popularidad que se evidenciaba en la dieta -el 87% de la población se había sometido alguna vez a una-, presentaba una contradicción.

Peter Cooper y Clare Warren encontraron que los resultados de Keys se repetían en su investigación: la pérdida de control en relación a la comida tras dos semanas de dieta era evidente, los sujetos comieron más como respuesta al hambre insatisfecha. El finlandés Korkeila encontró que los dietistas asiduos, aquellos con capacidad de hacer constantemente dieta, poseen dos veces más probabilidades de ganar diez kilos o más por año. Un curioso doctor Juhaeri, tras investigar a 10,554 adultos estadounidenses,  estableció que quien restringe constantemente su alimentación gana medio kilo de peso más al año que quien lo hace libremente.

Sandra Aamodt no menciona a Ancel Keys en su charla TED, pero lo que dice tiene una estrecha relación con el experimento de a mediados de siglo: no se puede dejar de comer y esperar buenos resultados.

«Nada me gusta más que comer», dijo Gabriela García Márquez en 1982, luego de reconocer su insatisfacción con el mundo de las dietas. La biología de su cuerpo estaría de acuerdo. El hambre no es, sino, un mecanismo de supervivencia. 

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