Un chico sentado frente al plato lleno de una comida que no le apetece ni probar, sea por conato de rebeldía o por auténtico disgusto, acaba de recibir la mirada desaprobadora de su madre que le ha dicho con el tono de un sargento: “te comes todo”. Todos conocemos o hemos protagonizado esa escena. Esta anécdota, con variaciones, puebla las narraciones familiares: cómo fulanito le regalaba el almuerzo al perro o menganita tenía arcadas con tan solo escuchar la palabra “cebolla”. El contenido del plato también varía, cada quien tiene su enemigo culinario particular, llámese sopa, brócoli, cebolla, vísceras o berenjena.

Catorce años después, esa misma persona manejará los palillos chinos con total naturalidad para devorar un bocado compuesto de pescado crudo, algas y arroz. Otra sobrevivirá a partir de una dieta de sabores conocidos y simples, sin atreverse jamás a probar cualquier cosa ni remotamente “exótica”. La diferencia entre ellos pasa por una ruta de experiencias sensoriales, actitud familiar y personal hacia los nuevos sabores e, incluso, traumas infantiles alrededor de la comida.

La palabra sabor tiene como raíz latina a sapere que significa tanto “conocer” como “saborear”, definida a su vez como “Paladear. Poner atención en el sabor de una cosa”. Percibir un sabor es una experiencia directa, no puede narrarse ni transmitirse con el intelecto: hay que probar para saber.

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En la mesa, mis dos hijas —de once y cuatro— conocen dos reglas básicas: No digas que la comida no te gusta antes de haberla probado, y Si no te gustó ahora, luego volverás a probarla. La tolerancia y el aprecio por ciertos sabores mejoran con el tiempo: de acuerdo a un estudio de la Universidad de Copenhague, con el paso a la adolescencia, los jóvenes no solo mejoran su habilidad para distinguir los sabores sino que se reduce su preferencia por los dulces. En la Universidad de Sidney Occidental se encontró que las papilas gustativas –pequeños receptores de sabor ubicados en la lengua– no se desarrollan completamente hasta los quince a dieciséis años. Esto explicaría que sabores intensos como el de la cebolla o el brócoli no sean bien recibidos por los niños pequeños pero sean más aceptados por los jóvenes y adultos. En resumen, si se sigue exponiendo a los chicos a alimentos variados, a través de diferentes preparaciones, eventualmente los podrán disfrutar.

El sabor es una ecuación de “gusto + sensación de boca + aroma + factor X”. Esto es: lo que perciben las papilas gustativas, el resto de la boca, la nariz y, para el “factor X”, “los demás sentidos más el corazón, mente y espíritu”. Así lo definen los autores Karen Page y Andrew Dornenburg en su libro “The flavor Bible: The essential guide to culinary creativity”. Esta pareja, formada por una periodista con un MBA de Harvard y un chef californiano, es autora de ocho libros sobre gastronomía que son un referente tanto para chefs profesionales como cocineros aficionados en Estados Unidos.

Según esta definición, al saborear un alimento entran en juego todos los sentidos e incluso la experiencia del momento. Imagine su plato favorito: la presentación y el olor se anticipan a su sabor y temperatura y se complementan con el lugar, la ocasión y las personas con las que se comparte. Por eso, no es lo mismo el encebollado entre amigos a la mañana siguiente de una farra que la crema de vegetales de consistencia pastosa y sabor indefinido que nos obligaban a terminar una tarde después de la escuela.

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La tradición culinaria y la medicina consideraron, hasta el siglo XX, cuatro sensaciones del gusto: dulce, salado, ácido y amargo. En 1908, el doctor Kikunae Ikeda de la Universidad Imperial de Tokyo, estableció el quinto sabor: umami, palabra japonesa para “sabroso”.

Ikeda identificó el contenido de un aminoácido esencial llamado glumtamato —que señala la presencia de proteínas en un plato— en una sopa japonesa hecha con kombu, un alga marina café con alto contenido de yodo, hierro y calcio. En 1912, en un congreso internacional de Química Aplicada en Washington, Ikeda lo explicó así: “Aquellos que prestan cuidadosa atención a sus papilas gustativas descubrirán en el sabor complejo de los espárragos, tomates, quesos y carnes, un sabor común y sin embargo, absolutamente singular que no puede llamarse dulce, ácido, salado o amargo”.

El origen japonés del umami no debe confundir al lector: los alimentos con altos niveles naturales de sabor umami incluyen ingredientes como queso parmesano, tomates, hongos secos, salsa de soya, jamones curados (prosciutto y jamón serrano), té verde o la salsa inglesa. A partir del descubrimiento del umami  se creó una versión sintética, el glutamato monosódico, una sal que mejora el sabor de las comidas comercializada bajo la marca ‘ajinomoto’.

Estudios más recientes de la Universidad de Washington han establecido que existen receptores en las papilas gustativas para identificar el sabor de la grasa, de modo que podríamos hablar ya no de cinco sino de seis gustos básicos. A estos se debe añadir las cualidades de picante o astringente (la sensación que deja el vino tinto en la boca) o como define la RAE, “que, en contacto con la lengua, produce en esta una sensación mixta entre la sequedad intensa y el amargor, como, especialmente, ciertas sales metálicas”.

El sabor es influenciado además por el aroma, textura, temperatura, color, forma y hasta el sonido de los alimentos. También influyen el ambiente, situación social, cultura y hasta el humor o la condición de salud del comensal. Visto así, la alimentación se vuelve una experiencia multidimensional que va más allá de la impresión sensorial asociada al estricto sentido del gusto. Si solamente comiéramos por supervivencia, para saciar el hambre fisiológica y llenar una cuota de requerimientos nutricionales diarios no se habrían creado platillos tan complejos y placenteros como el caldo de bolas de verde. Tampoco disfrutaríamos del ritual de la comida y todas las cosas asociadas a ella, desde la etiqueta y las combinaciones ideales de bebida y comida conocidas como maridaje, hasta los cubiertos, cristalería, vajilla, ollas y un largo etcétera de elementos asociados al placer de comer.

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Niki Segnit, autora de La enciclopedia de las sabores —un libro delicioso en el que explora los ingredientes y su historia y recomienda combinaciones de sabores a veces sorprendentes, pero comprobadas, como chocolate y romero— advierte que la enciclopedia de sabores de cada uno sería diferente en cierta medida.

“El sabor es, entre otras cosas, una cuestión de sensación y memoria” explica la cocinera inglesa.  “Se dice que el olfato es el sentido más evocador, pero también el sabor de un plato puede transportarnos instantáneamente al lugar y el momento en que lo experimentamos por primera vez, o de manera más memorable”.

Por eso las familias se pasan recetas, secretos, truquitos que desafían al tiempo y crean un sentido de unión que perdura a través de los sabores. Yo lloré cuando probé la primera colada morada que me atreví a preparar y descubrí el mismo sabor de la que hacía mi abuela, quien no me enseñó a prepararla. De igual forma, cada vez que preparo fettucini a la carbonara recuerdo el Día de la Madre en que, a mis trece años, los preparé por primera vez. Lo que debía ser una crema sedosa resultó en una especie de revoltillo de huevos mal coagulado: aunque suculentos, lucían espantosos. Como no quedaron “perfectos”, me amargué toda la comida por más que mi madre me decía que estaban riquísimos.

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Mi vida estuvo marcada por una abuela que cocinaba delicioso y variadísimo aunque con ingredientes muy sencillos. A partir de los diez años, a través de la amistad con la hija de una pareja de gourmands, tuve una temprana y generosa exposición a sabores de la cocina francesa como los quesos de sabor fuerte y aroma intenso y a veces desagradable, la mostaza de Dijon, los escargots y un gustoso etcétera.

Así aprendí sobre la apreciación de productos como el vino y la comprensión de que el catador es mejor mientras disponga de una memoria gustativa —la colección de sabores que uno ha probado— más variada. Por ejemplo, sé que quien no ha probado jamás el cassis (una grosella negra del norte de Europa), el mortiño o la frambuesa no va a poder identificar esos sabores en un robusto tinto.

Pero toda la ciencia, toda la tradición y toda la técnica culinaria del mundo no sirven de nada si no nos sentamos a la mesa a probar nuevos sabores. “El sentido del gusto se cultiva, tal como se cultiva el oído para el jazz: libre de prejuicios, con ánimo curioso y sin tomarlo en serio”, receta Isabel Allende desde las páginas de su Afrodita, un libro de recetas y anécdotas con tono erótico.

Educar el gusto no solo sirve para disfrutar de la buena mesa sino también para poder cocinar con creatividad e intuición: “Adquirir conocimiento sobre cómo se combinan los sabores es como aprender un idioma: te permite expresarte libremente, improvisar, encontrar sustituciones adecuadas cuando falta un ingrediente, cocinar un plato como te apetezca cocinarlo”, dice Segnit en su enciclopedia.

En su Biblia de sabores, Page y Dornenberg resumen a la excelente cocina como aquella que maximiza el sabor y el placer al conectar cuerpo, corazón y mente.  Un gran cocinero, a su modo de ver, hace dos cosas básicas: comprender la esencia del momento —que abarca todo desde la ocasión al clima, el tiempo disponible hasta el presupuesto y otros recursos— y la esencia de los ingredientes —estación, lugar, peso, volumen, función, sabor y sus afinidades. A mayor comprensión, mayor habilidad de reunirlos en un plato que sea “la perfecta expresión de los ingredientes y el momento”. No es lo mismo cocinar en una casa de playa donde hay pocos utensilios disponibles pero pescado y mariscos en abundancia para una comida familiar informal, que preparar una cena formal de cumpleaños en una cocina equipada con un gran horno, múltiples hierbas y especias y al menos un buen vino. Ambas pueden ser una gloria o un desastre.

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La exploración gastronómica debe ser informada y entusiasta. Por muchos años desprecié el sushi porque la primera vez que lo comí fue en un local que ofrecía un producto de inferior calidad al que probé tiempo después. Quedé enganchada para siempre. No puedo decir lo mismo de la huella indeleble de un arenque encurtido con su intensísimo sabor salobre mezclado con putrefacción. Estoy convencida de que el Apocalipsis zombie tendría olor y sabor a ese pez del Atlántico y lo sé porque lo he probado (El arenque, no el Apocalipsis zombie).

Se puede avanzar de a poco: escoger un plato distinto al acostumbrado en un restaurante confiable, poner una hierba aromática diferente para adobar una pieza de carne (¿tomillo, salvia, mejorana?), pedir sugerencias, aceptar probar algo que aunque en principio parezca “extraño”, o suene, huela, o luzca interesante.

Cuando ofrezco a mis invitados probar mermelada de cebolla obtengo una de tres reacciones: los ojos abiertos como platos y el paladar dispuesto, la pregunta incrédula “¿En serio es dulce?”, y la expresión de asco, a menudo acompañada de apasionadas historias de su rechazo primigenio a la cebolla o explicaciones complejas del tipo “no me gusta nada que mezcle sal con dulce”.  Solo los dos primeros la prueban y luego emiten una opinión informada: “me gusta o no me gusta”, “la usaría para esto o aquello”, mientras que para el tercer grupo va toda mi compasión por todo de lo que se pierden.

Siempre habrá un platillo que no hayamos probado, una combinación o forma de preparar que no esperábamos. En un mundo pródigo en ingredientes, tradiciones y técnicas es una falta contra nuestra humanidad y sus sabores perdernos la experiencia de conocer a qué sabe un encocado de mariscos fresquísimos, preparado al pie del mar, una pizza con tomates secos, parmesano, anchoas y rúcula (un festival del “sabor desconocido” que usted conoce perfectamente: umami) o una sopa thai y su especiada sabrosura picante-dulce.

La buena mesa —da igual que esté servida sobre mantel de lino o sea de plástico— nos convoca, nos transmite acervos culturales locales y globales y, además, permite crear memorias y sellar lazos con el pasado y el futuro. Qué más sabroso que eso. La próxima vez que coma o cocine, ya sea que pruebe algo distinto o acuda a algún favorito de siempre, le sugiero: saboree y trate de identificar y apreciar sus componentes, pregunte si le es posible la historia o preparación del plato y, sobre todo, observe y disfrute a conciencia del color, aroma y sabor del momento.