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Relato de un aprendizaje tardío

Tuve mi primera bicicleta a los veinticinco. Nadie me la regaló, me costó la mitad de mi sueldo. Supuse que si era mía ya no me daría miedo. Que apenas me subiera a esa Tacuri, modelo Kinde 2010, sucedería algo mágico: ciclearía al fin. Ciclearía sin necesidad de que alguien me enseñara. Libre. Volando como nunca imaginé que se pudiera.

La bici fue fabricada a mi medida. No exagero. Carlos Tacuri, dueño de la marca de bicicletas ensambladas en Quito, anotó mis medidas en un papelito llamado “orden de trabajo”. Lo hizo mientras un empleado del taller extendía una cinta métrica de metal cerca de mi cuerpo. Yo, de pie y con los brazos abiertos. Él, en un minuto, supo cosas de las que yo no tenía idea: cuántos centímetros mide mi espalda, mis brazos y mis piernas. Era todo tan profesional. Se sentía como si la costurera me estuviera confeccionando el  vestido más importante de mi vida. El símbolo de una nueva etapa.

Pedalear me daría equilibrio y seguridad. Era lo que quería: dejar a un lado la vergüenza y la timidez. Manejar bicicleta es el tipo de cosa que te enseñan cuando eres niño. ¿Por qué a mí no? El asunto se volvió una obsesión, un reto personal. Quería demostrarme que podía. Mi nueva adquisición sería el comienzo de ese profundo cambio interior. 

Para finalizar el proceso de compra, elegí los colores: blanca con letras verdes. Sí, tenía esperanza de no caerme. Finalmente me mostraron un sticker plateado con un número brillante. En el taller de Tacuri, cada bicicleta es numerada para saber cuántas se han fabricado. La mía está entre las primeras, es la 73; la de mi amigo Toño es la 400 y la de mi amiga Lu la 616. Todas son únicas.

Luego de una semana, Carlitos Tacuri me dijo por teléfono que podía retirarla. Cerró con una frase inquietante: “La pruebas y de una vez pedaleas a tu casa”.

¡Pe!-¡da!-¡le!-¡as!-¡a!-¡tu!-¡ca!-¡sa!

Cada sílaba me dejó el efecto de un chirlazo. ¿Cómo lo iba a hacer? Solo entonces dimensioné en lo que me estaba metiendo.

***

Soy la menor de una familia de cinco hijos. Mis hermanos me llevan veintiún, veinte, diecinueve y seis años. Todos aprendieron a usar la bicicleta de pequeños, menos yo. Cuando nací, mis padres, que ya lo habían vivido todo y por cuatro veces, fueron más prácticos conmigo. Ellos tenían claro que para enfrentarme a la vida debía decir la verdad, cuidarme y aprender lo que quisiera cuando lo creyera necesario.

La bici no estaba en la lista de prioridades. Veía a la gente ciclear y parecía tan fácil que sospechaba que algún día se me pegaría por ósmosis. No fue así. Fui cumpliendo años y viendo a la bicicleta cada vez más lejos. Si alguien intentaba enseñarme lanzaba la evasiva: debo estudiar, estoy enferma, no tengo bicicleta. Hasta que compré una personalizada. Aunque fue hecha de acuerdo a mis proporciones físicas, igual me parecía gigante. Era un monstruo con el que no podía lidiar y al que empecé a tenerle pánico. La flamante Tacuri 73 estaba empolvándose perversamente en la bodega de mi casa.

Un domingo mi papá subió la bici al balde de la camioneta. Lo vi desde la ventana haciéndome señas con la mano. Me dijo: “Hijita. Acompáñame”. No entendí bien qué pasaba. ¿Quería enseñarme a pedalear? ¿A estas alturas? Subí al carro sin preguntar. En el camino casi no hablamos. Luego de veinte minutos llegamos a un parque. La música tecno, a todo volumen, silenciaba el silbido del viento. Un hombre con malla de luchador hacía gimnasia frente a un grupo de personas que intentaba seguirle el ritmo. Por los senderos de asfalto rodaban firmes caballos de acero. Algunos jóvenes mostraban su maestría con la bici, sin una mano, sin las dos; incluso brincaban con las ruedas, volaban seguros.

Llegamos a una superficie plana. Padres y madres empujaban bicicletas con sus pequeños hijos abordo. Y en un rinconcito, mi padre de setenta años y yo, de veinticinco, sin saber cómo empezar. ¡Él iba a enseñarme! Él, que siempre creyó en la libertad de aprendizaje. Decía: el que necesita busca. Nunca me exigió que hiciera los deberes, jamás me retó por una travesura o una mala calificación. Con sus hijos, siempre aplicó su estrategia inversa de motivación, nos desafiaba para asegurarse de que, por revancha, lo lograríamos.

En ese parque estábamos los dos, intentando recuperar un retazo del pasado que se había extraviado en el tiempo. Él empujaba el asiento de mi bici y yo trataba de no estrellarme. Cuando me soltó no supe qué hacer. Perdí el control de las ruedas y frené de golpe. Volé hasta un colchón de hierba que aplacó el dolor. Levanté la mirada. Un niño de siete años pedaleaba hábilmente frente a mí. Me miraba y yo creía leerle la mente: “yo sí puedo y tú no”.

***

La bicicleta es un transporte de propulsión humana. El cuerpo genera la energía necesaria para que las ruedas se muevan. Es un vínculo humano-máquina, una conexión casi mágica. La velocidad depende de varios factores: la dirección del viento, la inclinación del piso, la intensidad del pedaleo. Una bicicleta es un tipo de velocípedo, que en latín significa pies rápidos.

Hasta el siglo XVIII no había bicicletas en el mundo. Karl Von Drais creó una versión de ellas con una base de madera y ruedas de metal. Era una especie de carroza para una persona, con manubrio. Al no tener pedales se necesitaba tomar impulso con los pies en el suelo. Se la llamó draiseana en honor a su inventor. Más tarde, herreros e ingenieros fueron mejorándola. El artefacto permitió a las personas desplazarse a los lugares a velocidades más rápidas que a pie, ahorrando energía y tiempo.

No hay una estadística oficial, pero ‘googleando’ se encuentra que más de mil millones de bicicletas ruedan en el planeta. Ciudades como Bogotá, México, París, Barcelona, Río de Janeiro y Beijing tienen bicicleta pública. En Quito, por fortuna, hay la BiciQ, que en un año y medio de funcionamiento tiene catorce mil usuarios. Este vehículo se ha convertido, además, en un instrumento político, un símbolo de lucha por el espacio público, por el derecho a la movilidad alternativa.

En Quito existen colectivos de jóvenes entusiastas que promueven el uso de la bici. Algunos son odiados por conductores malgenio que se creen dueños de la calle. Pero los carros no amedrentan a los militantes de este transporte alternativo. Carishinas en Bici, un grupo de mujeres que fomenta el ciclismo femenino, ofrece un programa de aprendizaje llamado Hadas Madrinas. Consiste en reunir a expertas del pedaleo urbano para que enseñen a chicas que, como yo, nunca aprendieron a manejar bicicleta. Eligieron el nombre de ‘carishinas’ para revalorizar este término kichwa, que quiere decir “como hombre”.

Yo no acudí a ellas. Luego de la caída en el parque no quería saber nada de la bici. Obvié el tema por un año, hasta que ya no tuve opción. A mis veintiséis viajé a Portland, Oregon, Estados Unidos. No sabía que en esa ciudad, hasta los niños van a la escuela en bicicleta y las oficinistas pedalean en tacones. Hay un monumento a la bici. Existen calles con prioridad para los ciclistas y ningún conductor malgenio se queja por eso. En bikeportland.org se puede registrar las bicicletas robadas, cada mes son al menos sesenta. Si una persona va a comprar una bici usada, ingresa los datos y puede verificar si fue hurtada. En esa ciudad, cada año organizan una cicleada nudista, a la que asisten por lo menos cinco mil personas. Es una fiesta. Los grupos de amigos se reúnen para alistar su mejor desnudo, se pintan el cuerpo con colores llamativos o simplemente se ponen un gorrito.

En Portland no se puede ignorar a los ciclistas. Todos lo son.

Pero yo solo podía movilizarme en bus. Costaba dos dólares. ¡Un despropósito! Muy caro. En Quito se paga solo 25 centavos de dólar el pasaje. Así que mejor decidí caminar a todas partes. Me hice una experta en calcular cuánto tiempo me tomaba ir a pie a las clases de inglés, al yoga, al voluntariado, al cine, a la biblioteca. Mis amigos iban en bici y yo a pie. No aceptaba ninguna cita por la vergüenza de decir no sé ciclear. Por que ‘de ley’ la cita incluía un paseo en bicicleta. 

Un día me decidí. Eran las seis de la mañana. A esa hora, los habitantes de Portland duermen. Era el momento perfecto. Nadie me vería caer. Salí sigilosamente de la casa. El aire espeso de la madrugada aún no se evaporaba. Tomé la bici que me prestaron y la arrastré hasta una pequeña colina de cemento. Me trepé. Alrededor, los carros estacionados descansaban igual que sus dueños. Miré al frente y dije: ahí voy. Me dejé llevar, tanto que al final de la cuesta no frené y un auto sufrió las consecuencias. Quedó lleno de raspones igual que yo. Por suerte, los ‘pacíficos’ vecinos no activan las alarmas de los carros para no agredir con el ruido. Nadie se imagina que una neófita ciclista, de veintiséis años, puede chocar su auto. Por si acaso me di a la fuga. Lo hice corriendo, porque hasta ese momento no podía ciclear.

***

Fueron muchas madrugadas de autoaprendizaje en Portland. Éramos la bicicleta y yo en un diálogo maravilloso. El silencio del mundo ayudó a que nos comprendiéramos. Generé mi propio método para ciclear. Bajé el asiento al máximo para que mis pies llegaran al piso. Mi cuerpo comprendió la mecánica: si me ayudaba con el pie estaba segura de cualquier caída. En esas madrugadas se creó ese vínculo inquebrantable que hoy tengo con la bici. Mi nuevo transporte oficial me acompañó a todas partes.

Regresé a Quito. La olvidada Tacuri 73 aguardaba en la bodega de la casa de mis padres. Luego de seis meses en Portland, la gran noticia era mi nueva relación con el ciclismo. Y claro, mi padre quería comprobarlo, así que me retó. Por primera vez me vio pedalear en el barrio donde crecí. Sé que mi padre se aseguró de cuidar la bici durante mi ausencia y hasta la probaba de vez en cuando.

Hasta hoy -que termino de escribir este texto- no quise conocer la historia de mi padre con la bicicleta. Sentados a la mesa y con un café humeando, me contó que recién a los diecinueve aprendió a ciclear y a los veintidós se compró una. La recibió a cambio de los trajes formales que no usaba. Apenas hoy comprendo que él, al igual que yo, nunca tuvo bici de niño.