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Gabriel García Márquez se murió un Jueves Santo en la Ciudad de México. Al día siguiente, un terremoto sacudió al país, y –contra todo pronóstico– el hijo mayor del telegrafista de Aracataca no resucitó el domingo de gloria. Su muerte nos privó del periodista que mejor hubiera podido contar esa historia y también del escritor que mejor la hubiese llevado a la ficción, hacia esos terrenos que Alejo Carpentier llamó lo real maravilloso. La muerte de Gabo, sin embargo, fue su último gesto poético: demostró que el mundo aún puede conmoverse por un solo hombre, algo que hacía mucho no pasaba —ni siquiera en Semana Santa.

La noche de ese jueves me encontré con mi primo, el periodista cultural José Miguel Cabrera, en una muestra de arte contemporáneo. Lo primero que hicimos fue darnos el pésame. Sin aspavientos, ni exageraciones, nos dimos un abrazo por un hombre al que por pura juventud apenas pudimos leer, pero que sentíamos propio. Uno al que todos le debemos algo. El cronista Alberto Salcedo Ramos dijo ayer en su columna dominical que la obra de García Márquez ayudó a los colombianos a entenderse, a celebrarse “nos regaló una obra portentosa que habrá de servirles a las futuras generaciones como memoria”. Eso es cierto, aunque no del todo: la obra del Nobel de 1982 alcanza en todos esos sentidos para Latinoamérica entera. 

A quienes renegamos del acartonamiento de los medios tradicionales, nos dio la esperanza de que ese otro periodismo era posible. Un día antes de que García Márquez se muriese, contesté a una entrevista breve sobre crónicas que el periodismo literario no era ninguna moda, sino una tradición regional de la que los más jóvenes disfrutábamos. Fue gente como él —y tal vez él más que nadie— quienes sentaron las bases sobre las que nosotros nos sentamos a escribir. Por tipos como él es que en esta época de grandes crisis para los medios, vivimos el mejor momento del periodismo latinoamericano.

El legado de García Márquez es de esperanza. El periodismo puede ser algo mejor que cuatro instrucciones desde lejanas dependencias burocráticas o conventillos empresariales. El periodismo dejó de ser para siempre ese lugar secundario que mucha gente insistía en señalar como el premio consuelo de la literatura. Reivindicó a uno de los oficios más peligrosos e ingratos del mundo y lo elevó al más hermoso de todos. Por si fuera poco, su literatura de ficción nos enfrentó con la naturaleza humana y nos hizo pensar sobre la vida, el amor y la muerte. Su militancia política —que algunos advenedizos han elegido muy pronto adjetivar— fue la de un conspirador benévolo, predispuesto siempre a la intercesión entre enemigos, la resolución de complejos conflictos y la liberación de presos políticos. Fue tan humano como sublime, y en eso se pareció tanto a su obra de ficción y su relato periodístico, que no pocas veces se entrelazaron.

El jueves diecisiete de abril de 2014 a todo el mundo se le murió alguien. A unos se les murió el hombre que los llevo a conocer el hielo. A otros, el periodista que les mostró cómo era sobrevivir a un naufragio pero sucumbir ante la fama y el dinero. A nosotros, se nos murió el hombre gracias al cual hacemos lo que aquí hacemos y por cuya memoria –y por tantas otras cosas más– seguiremos intentando hacer. Pero, por sobre todas las cosas, a todos se nos murió un hombre. Su dimensión literaria, periodística y política lo hizo ver siempre más grande, más sonriente, como si de los humanos tuviese solo el empaque, o si escondiese unas enormes alas debajo de la camisa. Sí, eso es lo más probable: Ese jueves de abril se nos murió a todos ese señor que tenía unas alas enormes. 

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Una despedida a Gabriel García Márquez