Hace un tiempo empecé trabajar con mis alumnos de tercero de Bachillerato  –sexto curso de antes para los no entendidos– sobre la importancia de la educación y lo que debían esperar de ella. Era una mañana de noviembre, no particularmente caliente pero si gris y algo húmeda. Los chicos empezaban a mostrar signos de la típica  angustia previa a la graduación, y pensé que era importante para ellos y para nosotros analizar su experiencia en el sistema: lo que les gustaba y lo que no, qué los movía, qué les interesaba, qué les había servido y qué no. La idea era lograr que sean críticos y además  brindarles seguridad en su preparación y en sus posibilidades de éxito en el fin de la secundaria y su transición a la universidad. Mis alumnos, como muchas otras veces, tenían una respuesta que yo estaba lejos de esperar.

Para todo en la vida hay respuestas simplonas. Así que para evitar el típico “más recreo”  o “mucho trabajo”, vimos La educación prohibida, un documental en el que distintos expertos analizan el sistema escolar, sus orígenes, fallas y retos. Además, leímos algo sobre constructivismo, corriente pedagógica que considera que el estudiante es un participante activo en su aprendizaje a través de la experimentación y descubrimiento de reglas y teorías que se van comprobando y ampliando; educación tradicional entendida como aquella en que el maestro es el gran poseedor del conocimiento que transmite verticalmente a sus alumnos; aprendizaje significativo, aquel que perdura en el tiempo ,es aplicable a otros ámbitos y sirve de base para otros aprendizajes nuevos. Luego de las lecturas y el documental tenía un grupo de 15 expertos en educación. Estábamos listos para el cruce de ideas, y la redacción de una especie de testamento educativo en el que consten sus críticas positivas y negativas al colegio, al sistema, a sí mismos y a nosotros, sus profesores. Cuando empezó la discusión, empezaron también las sorpresas. Por la seriedad con que tomaron el proyecto y el nivel de la argumentación, me di cuenta que como colegio habíamos hecho un buen trabajo. Hubo un comentario  que me sorprendió,  no fue el más interesante, ni el más profundo pero sí el que, por alguna razón, me dejo pensando y  además  me sirve para ilustrar el punto al que quiero llegar. Al iniciar la secundaria, el colegio había hecho una inversión bastante fuerte para ponerle aire acondicionado a las aulas de clases. Quería que los chicos  estuviesen cómodos y más dispuestos para el aprendizaje. Entre las primeras cosas que dijeron fue que el aire acondicionado los hacía sentir encerrados, que querían apagarlo y abrir ventanas, y sentir el aire libre. Les dije que haría calor, que más rico era estar con aire, pero ellos insistieron. Entonces procedimos al revolucionario acto  de apagar aires y abrir ventanas.

Los adultos habíamos pensado en que estén cómodos y protegidos, pero ellos preferían un poco de calor y aire libre. Me puse a pensar en el derecho que creemos tener los adultos a decir cómo, cuánto y qué se aprende, cuando los jóvenes y los niños tienen su propia agenda y su propio motor. Mi hermano menor, por ejemplo, aprendió al igual que muchos de nosotros a leer y a escribir con “mi mama me mima”, pero lo primero que quiso escribir, y la que considero su primera palabra, la que le dio el poder de la escritura fue Mole, que era el nombre español de el personaje de la serie de televisión de los ochenta basada en el cómic Hulk de Stan Lee y Jack Kirby

La educación va a mejorar la vida de todos. Eso es lo que, con frencuencia, escuchamos: que con ella vamos a crear un mejor país, lleno de líderes que se lideren unos a otros; el país de ganadores que necesitamos –porque el mundo es competitivo–, donde todos estén dispuestos a hacer lo que sea para triunfar, porque lo único peor que ser un perdedor es que sus hijos lo sean. La educación nos va a dar ese país que respete los derechos de la naturaleza, los animales y las personas, pero solo hasta que sea necesario hacer lo contrario; uno que desprecie la conquista, pero que esté listo para conquistar sin miramientos cuando los negocios o “el bien de la mayoría” lo amerite. Una educación que consiga el mundo mejor que quieren las reinas de belleza, los políticos, y las propagandas de Coca-Cola. Una educación que construya un país, con gente preparada que busque y construya el buen vivir.   el buen vivir para quién, la mejor sociedad de quién, cuál mundo mejor, porque en el mundo mejor que quieren mis alumnos hay tiempo para crear, no hay necesariamente tanto dinero pero si gusto por lo que se hace, y el éxito está dado por conocer y hacer cosas interesantes.

Llegué a la conclusión de que No debemos educar a las “nuevas generaciones” para ser lo que nosotros queremos que sean, sino para que se sientan capaces de construir el mundo que ellos quieran. Para que tengan el valor de ocupar el lugar que les guste o acomode, a veces de líder, a veces un perfil más bajo, pero con conciencia de lo que hacen por decisión propia, para que logren ponerse de acuerdo no porque están programados para pensar igual, sino porque saben que en un acuerdo es importante ceder a veces y convencer otras. Qu e  sean capaces de escoger sus batallas., Que se atrevan a preferir el calor, a apagar el aire acondicionado.

Como con los hijos, es difícil darles autonomía a los alumnos. Es difícil dejar que tomen sus propias decisiones, nos cuesta que nos contradigan y exista la posibilidad de que tengan razón. Pero, lastimosamente, educarlos en base a conclusiones, a decisiones tomadas, a datos elaborados que masticamos y hacemos reproducibles por ellos para que luego repitan, solo nos asegura que no haya brechas con nosotros, no nos asegura que haya aprendizaje y mucho menos avance o evolución. Muchos de los grandes genios de la humanidad, fueron grandes fracasos del sistema escolar, Albert Einstein,  John Lennon, Stephen Hawking, son algunos ejemplos. Obviamente el problema no estaba en ellos, estaba en un sistema estandarizado que aunque se dedique a la enseñanza entiende mas de pruebas y exámenes que de la pasión por el saber. Un sistema que penaliza los errores y pierde la oportunidad de utilizarlos como fuentes de conocimiento.

En el colegio enseñamos mil cosas, muchas son olvidadas. La mayor parte de adultos recuerda muy poco de lo que aprendió en el colegio. Seguir en la misma línea no  nos asegura un mejor aprendizaje solo nos asegura que los errores que cometamos sean los mismos… Lo único que nos asegura mejores índices es lograr que los jóvenes se enamoren del saber, que lo disfruten, que los haga sentir personas más grandes. Que no los torture sino que les permita respirar más profundo, como ese momento en que prefirieron abrir las ventanas.