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– No tiene estudios formales en docencia. ¿Qué considera que lo faculta para ser profesor de secundaria?

– Creo que mis estudios de Psicología me dan algunos recursos valiosos para el ejercicio de la docencia.

Eso alcancé a balbucear en mi primera entrevista para trabajar como profesor de secundaria en un colegio privado. Tuve algo de razón. No es que estaba totalmente consciente de mi argumento, pero con el tiempo entendí que, de la misma forma en que es fundamental que el personal médico sepa un par de cosas sobre la muerte, resulta imprescindible que quienes tratamos de ser docentes sintamos una sincera curiosidad por el deseo de saber de los otros y conocer lo que los moviliza y conmueve o paraliza y restringe.

Ese deseo y mi interés en la docencia y me llevaron a adentrarme en los espacios académicos, sobre todo universitarios, en los que se discute la educación. ¿Qué es educar? ¿Cómo se hace? ¿Es siquiera posible? ¿Cuál es el mejor método? ¿Qué tan delirante es suponer que todos los estudiantes del mundo establecen nexos con la realidad mediante los mismos mecanismos? ¿Cuánto atrasamos los propios docentes el aprendizaje, construyendo para los estudiantes espacios férreamente reglados de acuerdo a nuestros propios prejuicios  profesionales y personales? ¿Es coherente establecer rígidos sistemas de premios y castigos, estrictos códigos de indumentaria y modales, moralidades y prácticas discursivas verticalmente establecidas, para luego, en algún momento del camino, gritarle al muchacho “¡Sé creativo!” y esperar que la magia suceda? ¿Son los rankings internacionales que evalúan la educación, estrategias de imposición de una cultura hegemónica, en la que hasta el más marxista de los intelectuales está feliz de participar?

El despliegue discursivo que se realiza en y a través de conceptos fundamentales de la educación es inagotable. Si uno no tiene cuidado, podría extraviarse en el océano de discusiones, textos, elucubraciones y experimentos educativos que circulan por todas las vías académicas y no académicas.

Existe tal distancia entre realidades educativas e innovaciones teóricas, que lo que se discute sobre educación dentro de la academia termina pareciendo ciencia ficción. Estancado y pauperrizado por décadas, el sistema por el cual se espera que los niños y adolescentes aprendan es totalmente caduco y a menudo contraproducente. Las instalaciones, los espacios, los docentes, las viejas prácticas, conspiran contra los deseos de conocer, aprender o crear. La educación como lugar y como práctica, es aún en la gran mayoría de los casos, y pese a recientes y esfuerzos estatales y privados, ficción.

Esa distancia entre teoría y práctica se evidencia en lugares como Ayampe, una pequeña comunidad de menos de cuatrocientas personas, ubicada a unos quince minutos de Puerto López, Manabí. La gente es muy amable. La comida es exquisita. La playa es hermosa. La Escuela Ernesto Velázquez Kuffo contrasta con esa armonía. Ahí asisten cerca de sesenta y cinco niños, de entre cuatro y doce años, en niveles que van desde el inicial 1 hasta séptimo año de Educación Básica. En la escuela laboran dos profesoras, una de ellas es también la directora desde hace casi treinta años. Existen tres aulas equipadas, pero sólo una se utiliza para dar clases porque las otras son bodegas. Los baños para los niños están en un estado lamentable, con urinarios descompuestos y servicios higiénicos carentes de agua potable. No hay computadoras. Los juegos infantiles son espacios de alto riesgo en donde los más pequeños han tenido accidentes.

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La administración educativa es extraña: en el país existen ciento cuarenta distritos educativos que intentan descentralizar y agilitar trámites y procesos vinculados a la educación básica y secundaria. Existen distritos en el corazón de las grandes ciudades, y otros extremadamente alejados de zonas urbanas, como los de Taisha y Tiwintza, en el oriente. Cada distrito tiene a su cargo un territorio y una cantidad de unidades educativas públicas y privadas. En las instalaciones de los distritos, se realizan trámites que van desde la entrega de títulos, hasta denuncias por maltrato por parte de autoridades o docentes.

Gran parte del personal de los distritos educativos tiene una profesión administrativa. Abundan ingenieros comerciales, licenciados en administración, auditores titulados,  ingenieros en sistemas, etc. Esto no es cuestionable en sí mismo. Hay grandes docentes que son pésimos administradores que saben poco de bases de datos y planificaciones anuales de capacitación. No deja de ser inquietante, sin embargo, que la perspectiva de los organismos que manejan la educación sea tan gerencial.

La mirada de los grandes teóricos de las estrategias educativas se diluye en un mar de requerimientos administrativos. La estandarización de procedimientos y la homogeneización de los servicios entra en directa confrontación con los objetivos del proceso educativo en sí. Los distritos educativos han acercado físicamente a –algunos- funcionarios al terreno y a la comunidad educativa, pero el trabajo que ahí se realiza mantiene una distancia conceptual con el lugar y la práctica educativa como tales.

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Don Colón es un miembro de la comunidad de Ayampe. Él, durante una visita a esa hermosa playa, nos contó a un amigo y a mí de la escuela del lugar. Mencionó que no tiene a sus hijos estudiando en esa institución porque la directora es “bastante problemática”. Habló de la desaparición de computadoras que habían sido entregadas a la escuela, de niños que se habían roto dientes y brazos bajo el cuidado de las profesoras, de una pequeña que cayó dentro de la cisterna de la institución, del acortamiento arbitrario de la jornada educativa que suele empezar pasadas las 8h00 y termina antes del mediodía, de situaciones de maltrato y explotación a estudiantes. Mencionó también una denuncia realizada en el Consejo de la Niñez y Adolescencia que derivó en una resolución que responsabilizaba a la directora por las lesiones sufridas por un niño, quien luego amenazó a los denunciantes. Habló de un grupo de padres que presentó sus quejas por escrito al distrito educativo más cercano, en Jipijapa, a poco más de una hora de viaje. Nos dijo que hasta el momento no tienen respuesta.

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Cuando Don Colón nos contó esto, él no sabía que hablaba con dos –entonces– funcionarios de la subsecretaría de Educación de Guayaquil. Le preguntamos si podíamos conversar al día siguiente con madres de familia que tuvieran a sus hijos estudiando en la escuela. Volvimos al día siguiente y una comitiva de madres nos esperaba.

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Todavía existen profesores que piensan que lo mejor que pueden hacer es clausurar los espacios vacíos, poner un tapón a la curiosidad y adiestrar a los estudiantes como si de mascotas se tratase, de manera que sigan rigurosamente el plan establecido. Porque la malla dice. Porque el funcionario propuso. Porque el programa así lo dispone. O simplemente porque es más cómodo, o no están dispuesto a hacer las cosas de manera distinta a como se han hecho durante diez, veinte o treinta años.

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Las madres de familia de Ayampe son mujeres fuertes y lúcidas. Nos mostraron la documentación de sus reclamos, una copia de recepción de documentos del Distrito Educativo de Jipijapa, a donde viajaron para entregar sus quejas, y en donde según han indagado, los papeles de sus reclamos “se han extraviado”. Ellas entienden el proceso educativo de sus hijos de una manera muy amplia. “A mi hijo la profesora lo pone a cargar agua a la cisterna y a barrer la escuela. Yo no estoy en contra de que se le enseñe a mi hijo sobre el trabajo, lo que no quiero es que se le imponga como explotación o como castigo. Si no, después yo le voy a pedir que me ayude con algo en la casa y él va a pensar que le estoy planteando un castigo”. Otra madre, indignada, menciona lo que la directora le respondió cuando se quejó con ella luego del accidente en que su hija cayó dentro de la cisterna de la escuela: “Me dijo que estaba bien que le haya pasado eso, para que la niña aprenda. ¿Usted puede creer que esa sea una respuesta correcta por parte de una profesora?”. Son mujeres preocupadas por las carencias educativas de sus hijos. Pero sobre todo, les desespera ser testigos del proceso en el que los niños que asisten a la escuela pierden el deseo de aprender.

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“La administración educativa no tiene nada que ver con la educación”, pensaba y me acordaba de un parlamento de un personaje de Futurama. Unas semanas después de haberme enterado del problema de la escuela en Ayampe, luego de renunciar a mi trabajo como funcionario dentro del sistema educativo, volví a la pequeña comunidad en compañía de una amiga periodista a quien le interesó el tema. Antes, mientras todavía pertenecía al Ministerio, mi amigo y yo habíamos divulgado el caso a través de todos los canales posibles. Una de las urgencias para mejorar el sistema educativo es agilitar este tipo de trámites.

Sentado, mirando la precariedad de la institución educativa, le conté con amargura a un lugareño sobre la impotencia que me producía trabajar en una oficina rodeado de papeles, trámites y matrices urgentes, en lugar de ayudar a esos u otros niños inmersos en sistemas educativos igual o más desastrosos. El lugareño me escuchaba paciente y me respondió: “Pero igual, ¿algo ha cambiado en estos años, no?”. Tenía razón. Esa directora lleva treinta años trabajando de la misma manera y es solo en estos últimos tiempos que los padres se han sentido empoderados como para exigir cambios. Claro que a veces los ciudadanos están listos para cambiar y demandar transformaciones mucho antes que las instituciones.

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Volví a Ayampe dos semanas después. Don Colón me dijo que la directora está preocupada por la presencia de mi amiga periodista y su camarógrafo. Los padres temen que si nada cambia pronto, ella tome represalias con sus niños al momento de la matriculación para el nuevo ciclo lectivo. Hay otros padres que prefieren evitar líos y que todo siga igual.

Pienso en estos relatos y en su distancia abrumadora con las discusiones sobre educación en las que me encanta participar, y en mi breve paso por el sistema de administración de la educación, en donde lo urgente no deja tiempo ni espacio para lo importante.

Supongo que ni al niño de ocho años obligado a cargar baldes de agua a la cisterna de la escuela, ni al adolescente que se droga en el baño de alguna institución insigne dentro de una gran ciudad, les importa demasiado el desfile interminable de burócratas de bajo y medio mando que pululan, organizando, administrando, archivando y estandarizando. Tampoco les debe interesar mucho las largas discusiones sobre qué mismo es educar y cuál es la mejor forma de hacerlo para dejar buena impresión en pruebas, o para lograr un cupo en Yachay.

Es cierto que son otros tiempos, que hay un sistema educativo con una organización incipiente pero que ahora sí hay profesionales a menudo muy capacitados, cuya función es hacerse cargo de problemas tan fundamentales y básicos como los que he descrito. El problema es que esa labor, eminentemente humana, está contenida en una estructura macro administrativa que no se mezcla demasiado con las charlas humanistas o las discusiones sobre modelos pedagógicos.

Me pregunto a qué distancia quedamos los profesores, los teóricos y los funcionarios, de los niños de Ayampe y de la educación que reciben. 

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Bajada

¿Qué tan grande es la brecha entre teoría y práctica en la Educación en el Ecuador?