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Paco Velasco subió al escenario del Teatro Carlos Cueva Tamariz, en Cuenca, para hablar de arte contemporáneo. Vestido con una chaqueta de color vino de botones cruzados y solapa ancha –como las de los marineros del siglo diecinueve–, con la pierna derecha apenas flexionada, las manos sobre la madera y la boca a prudente distancia del micrófono, leyó un discurso en la inauguración de la Bienal de Arte Contemporáneo Ir para Volver. “¿Cómo digo para que no digan que me pongo de parte de la Bienal?” –se preguntó Velasco, Ministro de Cultura del Ecuador y, en un recurso de ingenio escolar, se respondió así mismo– “Mejor que no me digan que no pongo de parte”. El discurso no fue tan largo, ni tan breve. Duró lo preciso. Lo dio con su aplomada voz de locutor, ese recurso con el que los radiodifusores logran, a veces, maquillar la ignorancia. Esta no fue  una de esas ocasiones.

La inauguración de la Bienal empezó, por algún insondable motivo, con el himno nacional del Ecuador. Antes de que Paúl Granda, alcalde de Cuenca, declarara inaugurada la Bienal y después de que su directora, Katya Kazar, agradeciera a su equipo, el Ministro dio su discurso, lleno de preocupaciones barrocas. “La escultura, la obra de arte, en medio del bloque de mármol; o la pintura en medio de paletas lienzos y aceites tinturados; o, desde luego, el poema desde el océano de las palabras o en el desierto de las palabras” dijo ante un auditorio abarrotado. En la noche inaugural del encuentro de arte contemporáneo más importante que tiene el Ecuador, el ministro Velasco recurrió al Renacimiento y a ideales de belleza perdidos en el tiempo. Era como si, de repente, al hablar, reemplazara la hache por la efe y lo justificara diciendo que así hablaba Cervantes. “No es que no eran conscientes” –dijo refiriéndose a los alumnos de Miguel Ángel, el maestro renacentista– “de que habían tensiones con la materia pero esta aparecía en sí misma amorfa”. Volvió, quizá sin saberlo, sobre las jerarquías entre la fealdad y la belleza, una idea vencida a principios del siglo veinte, cuando el artista francés Marcel Duchamp presentó el readymade. Duchamp, decía que estaba más interesado en las ideas y no en los productos visuales. Seleccionó objetos cotidianos –un urinario, una rueda de bicicleta, un portabotellas– y los elevó a la categoría de piezas de arte por su mera declaración. Con ese gesto, puso en entredicho algo que durante siglos se había dado por sentado: que el arte, para ser arte, debía ser bello. Por el contrario, Duchamp los había elegido por su irrelevancia para el canon de belleza de su tiempo “Fue un ataque a esa relación interna que siempre ha tenido el arte y la belleza” escribió el filósofo y crítico de arte Arthur C. Danto. Para Duchamp, era más importante el proceso de pensamiento que el arte que llamaba retinal. Pero a Paco Velasco eso no lo iba a detener. Lo bello, continuó su discurso el ministro, solo surge cuando una idea o una forma alumbra la materia. “En la doble acepción de esta palabra que significa, a la vez, resplandor y parto”, tuvo la delicadeza de explicar.  

Ajeno a las murmuraciones del público, no se dio por enterado que, en las primeras filas del teatro, un grupo de curadores, galeristas y artistas contemporáneos lo escuchaban con divertida incredulidad. Una artista ecuatoriana, radicada en Inglaterra, le traducía el discurso del ministro al curador en jefe de un museo estadounidense, que a duras penas podía contener la risa. Velasco continuaba, imperturbable, hablando de gente y conceptos        de hace medio milenio. Una curadora guayaquileña se incomodó tanto con las verdades del ministro que no pudo seguir sentada. Se arrimó contra una pared del auditorio a esperar que el Ministro terminara de hablar. Todo pasa, parecía decir.

Pero el Ministro continuó. Fueron casi cinco minutos de darse de golpes con la historia del arte. Dio un saltó de medio siglo y citó sin contexto a Umberto Eco hablando de Benedetto Croce, un filósofo idealista napolitano que tuvo cierta importancia en la primera mitad del siglo veinte. “Enseñaba” –dijo el ministro con didáctica fluidez– “que la verdadera creación artística, o sea, el verdadero momento de la creación se desarrollaba en ese instante cuasi mágico”. Lo que no dijo Velasco –y, tal vez, tampoco le dijeron– fue que Eco cita a Croce para contradecir su teoría del arte.

Según la enciclopedia de Filosofía de la Universidad de Stanford, a Croce se lo tomó en serio durante muy poco tiempo. En apariencia, porque sus ideas eran muy del siglo anterior –es decir, del diecinueve–, y eran presentadas con una vehemencia que no es bien vista. Para Croce, la tarea del artista era lograr la imagen perfecta para el espectador, porque eso era, en esencia, la belleza: la producción de imágenes mentales en su estado ideal. Para Eco, esas teorías no alcanzaban para explicar las nuevas manifestaciones del arte. Para Velasco, eran más que suficientes: “la traducción del fantasma poético en colores, en sonidos, en palabras o en piedras no sería más que un hecho accesorio que nada añade a la plenitud y a la precisión de la obra ya concebida mucho antes”. Como las ideas de Croce, la chaqueta y el discurso del ministro Velasco también parecían de mediados de mil ochocientos.

La artista española Cristina Lucas dijo que el canon de belleza clásico ya murió, pero sigue custodiado en los museos. “Y no soporta la confrontación con el actual. Entre en ellos hay un abismo”. Desde el fondo de esa brecha parece llegar el eco del discurso del ministro Velasco. Por si no hubiese sido suficiente todo lo que dijo, tuvo que añadir la dosis precisa de demagógica corrección política. Dijo que los artistas revalorizaban la materia. Como si el arte fuese una cuestión de altruismo, de superioridad espiritual, de conexión con alguna entelequia suprema. De paso, lo dijo todo con ese hórrido lenguaje de género “Las y los artistas del mundo, pero voy a hacer mención especial a los de Cuenca, han revalorizado la materia”. Y, como buen político, dijo que el mejor ejemplo de ello eran ¡todos!. Desde Édgar Carrasco, pasando por el ceramista Eduardo Vega hasta los contemporáneos como Pablo Cardoso y Juana Córdova, sin olvidar, por supuesto, a los pintores amateurs del Puente Roto y a una clase que llamó “los artesanos artífices y los artistas populares”. El ministro repartió belleza y elogios para todos.

El ministro remató su intervención con otra joya de los lugares comunes: los ministros son pasajeros –dijo en otro asalto de ingenio pueril– pero los artistas, eternos. Su pose cool y sus proclamas altisonantes –“¡larga vida a la Bienal de Cuenca!”– no lograron disimular la pregunta que se repite con frecuencia en los círculos culturales del Ecuador: ¿qué les pasa a los ministros de cultura? 

Un día después de la inauguración, me senté en un bar a conversar con un curador y uno de los ganadores de la Bienal. Hablábamos del discurso –fue tema obligado en sobremesas y conversaciones de barra–. Alguien contaba que se había quejado con un funcionario de alto rango del Ministerio “No estoy en el país, pero he escuchado más bien cosas positivas” le había contestado el burócrata vacacional. “Tal vez de un egiptólogo, ese discurso parecía escrito en 1856” fue la réplica. De rato en rato, nos reímos: es verdad, en el contexto de una bienal sólida y que para muchos es muy superior que todas las anteriores–un mérito de la organización, y en especial de los curadores, Jacoppo Crivelli y Manuela Moscoso–, el discurso del ministro Velasco no pasará más que como una anécdota divertida. Un curador español dijo que, después de todo, no era tan grave: esa pregunta que se hace en el Ecuador, se repite en muchas partes del mundo. Nadie sabe qué le pasa a los ministros de cultura, cómo llegan al cargo y si su naturaleza es la de gestor cultural degradado a político o el de político jugando a gestor cultural. Enseguida, uno de ellos recordó que Esperanza Aguirre, alguna vez titular del ministerio de cultura español, confundió al escritor portugués José Saramago con una ficticia señora llamada Sara Mago. Hay quienes cuestionan la veracidad del incidente, aunque una periodista dice haberlo escuchado en persona. Lo que sí es cierto es que en 2006, mientras inauguraba una escuela, Aguirre preguntó por la escritora Dulce Chacón, con cuyo nombre se bautizaba la nueva primaria: “¿Dónde está Dulce? ¿En Cuba? ¿Es por eso que no ha venido?” La escritora tenía tres años de muerta.

Mientras conversábamos, alguien más se acercó a contar un fiasco de su Ministro de Cultura. El chileno, había matado por tuiter, una mañana cualquiera, a Mandela. En tuiter, unas horas más tarde, el ministro Velasco comentaría las obras de la bienal: “Ay Cuenca! La Bienal las maravillas los colores Hay que ir”, decía Velasco en la red social. Las historias de funcionarios desatinados se fueron multiplicando y cambiando de jurisdicción. En medio de una cerveza y un canelazo, alguien recordó a una funcionaria que había presentado a la señorita Carmina Burana en concierto. Y, como era previsible, alguien recordó al inefable director de cultura del Municipio de Guayaquil, Melvin Hoyos, diciendo que el arte contemporáneo no puede romper con la moral. “Si te ponen un cuadro donde un hombre y una mujer están teniendo sexo, de manera completamente visible, eso no es arte; no es un cuadro bonito”. Tal vez Hoyos y Velasco se sorprendan cuando vean cuán cerca están lo que entienden por arte.

La Bienal de Cuenca 2014 se llama Ir para volver. Es una expresión imposible de traducir a otros idiomas, que habla de una ausencia temporal, de un retorno ofrecido y, por tanto, esperado. La intervención de Paco Velasco en la inauguración de la bienal que se hace desde 1987, se convirtió en un gesto propio de la  premisa que gobierna la actual edición. Durante los breves minutos que duró, el auditorio se fue a volver del pasado, desde donde se pronunciaba el discurso del Ministro.

 

Bajada

¿Qué pasa cuando un hombre se ve obligado a hablar de lo que no sabe?