¿Qué está pasando en las cárceles del Ecuador?
Si no protestamos ahora, vamos a sacar a nuestros familiares muertos
–Esposa de un preso
Estoy en un salón de clase, como casi todos los días, pero el ambiente es poco común. Hay más personas que sillas, y las que no la tienen, se sientan bajo la pizarra, en el suelo muchas están paradas. El salón está abarrotado y nadie es estudiante. Tampoco estoy para enseñar. Algunas personas hablan y lloran. Todas sufren y su dolor se siente. La gran mayoría de personas tienen en común que son familiares de presos y que son mujeres: esposas, abuelas, hijas, nietas. Estaba ahí porque quería saber de primera mano lo que pasa en las cárceles de Ecuador. El discurso del presidente y los remitidos de prensa de los ministros, poco cuentan ya para mí. Quería escuchar la voz de estas mujeres.
“Todo fue sorpresivo”, cuentan refiriéndose al traslado de unos presos de una cárcel de Quito a otra en Latacunga que aún no está terminada. Ellas fueron con las compras de siempre a la cárcel, pero ya no pudieron entrar. Nadie les informó. Trescientos cincuenta y un presos fueron trasladados a una cárcel en Cotopaxi. Muchas mujeres no han podido visitar a sus presos porque no tienen plata. Las que pudieron llegar, escucharon las quejas y los lamentos de sus seres queridos, en visitas que duran algo más de una hora.
Una mujer dice que no reconoció a su esposo. “En lugar de un hombre, parecía un guagua malcriado. Tenía un uniforme que parecía payaso”. Estaba flaco y demacrado y no llevaba medias.
–¿Por qué estás sin calcetines?, le preguntó.
–No tenía papel higiénico y los usé para limpiarme.
–¿Y dónde están tus calcetines?
–No los he podido lavar porque no hay lavandería –dijo el hombre–. No hay agua ni hay jabón.
“¡Hasta las chancheras se lavan!”, dice la mujer en el salón de clases en que nos hemos reunido, una tarde de marzo de 2014, en Quito.
Una por una van hablando de “nuestros presos” –aunque el ministerio les llame privados de libertad (PPL) y a las cárceles “Centros de Rehabilitación”, que el cambio de nombre no les da una gota de dignidad–. “Uno pasa hambre junto a ellos: la comida apenas alcanza para una persona, no dejan entrar alimentos y no hay donde cocinar ni tampoco la posibilidad de comprar comida”. Otra dice que el trato es inhumano porque pasan veinte horas encerrados y se van a volver locos. Los presos pasan hambre, frío, sed –solo les dan medio litro de agua al día–. No tienen luz y les hacen duchar al aire libre con agua fría, que a veces se corta y se quedan jabonados. Cuando se quejaron del agua fría, les explicaron que los habitantes de la zona tienen esa costumbre. “!Qué me importa que la gente se bañe en agua fría o una vez por semana! Mi marido tiene derecho a estar limpio”. Otra persona cuenta que les dieron dos calzoncillos y dos pares de medias, y que los usan sucios porque no tienen dónde ni con qué lavarlos. Una abuela dice que preferían el penal de Quito porque ahora están peor y lejos. Otra dice que hay enfermos, incluso con VIH-SIDA, que no están recibiendo medicinas. Una señora cuenta que no tienen idea de cómo está funcionando el plan para las personas que tienen síndrome de abstinencia y que solo les tratan una crisis cuando se sabe que hay muchas más. Otra sostiene que los derechos humanos deberían ser la bandera de lucha de la izquierda y que si siguen mintiendo sobre la situación de “nuestros” presos, hay que decir que el ministerio que organiza las cárceles debería llamarse “Ministerio de la Injusticia”.
Habla una viuda. Cuenta que su marido falleció en la cárcel. Llora. Dice que por protestar para tener más visitas familiares y encuentros íntimos (tenía una al mes), le pusieron en máxima seguridad, que más bien significa “máximo maltrato”, y que por seguir protestando, le golpearon. Finalmente, murió en el área de cuidados intensivos con el 80% del cuerpo lacerado por las llamas (El Universo, 15/02/14). Es decir, murió quemado. Ahora dice que ella sigue en la lucha porque no quiere que a otras personas les pase lo mismo. Su caso es la prueba de que “si no protestan ahora, van sacar a nuestros familiares muertos”.
La Constitución de Montecristi por primera vez reconoció los derechos de las personas privadas de libertad. Los presos tienen derecho a no estar aislados ni aún por sanción disciplinaria, a estar comunicados y recibir visitas, a que puedan declarar sobre el trato que reciben, a contar con recursos materiales y humanos para atender su salud, a recibir atención para satisfacer sus necesidades de educación, cultura, alimentación y recreación (Art. 51). Además, la Constitución prohíbe la regresividad en el ejercicio de los derechos (Art. 11.8). Finalmente, establece que el fin del encierro es la reinserción social (Art. 201). Todo esto se está incumpliendo. Los presos, según sienten sus familiares, están aislados, incomunicados por tener solo una hora y media de visitas a la semana, no pueden contar públicamente lo que están viviendo, están siendo tratados de forma inhumana, no gozan de los servicios básicos que un ser humano digno merece, están peor que antes, se impide socializar con sus seres queridos por lo que el plan de reinserción a la sociedad se hace imposible. Están peor que antes. Es decir, Estamos antes violaciones claras y manifiestas de la Constitución.
¿Para qué, entonces, los derechos reconocidos en la Constitución? Precisamente por esos derechos, sabemos que se trata de una realidad de violación de derechos, que el estado no está cumpliendo con sus obligaciones ante los más marginales de la sociedad, que tanto los presos como sus familiares no están pidiendo favores sino exigiendo derechos y trato digno.
Ojalá no se cumpla la advertencia de una de las mujeres: “Cuántas vidas más tendrán que morir para que nos escuchen.” Y ojalá también la cárcel no sea, como decía otra persona “el caldo de cultivo donde se están formando los más resentidos del país”. Por favor Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, Defensoría del Pueblo, jueces y juezas, Presidente, Director Nacional de Rehabilitación, escuchemos este clamor popular y no seamos insensibles.