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Primer encuentro cercano con la mítica banda de afro-beat en el Teatro Sucre

David Byrne, vocalista del extinto grupo Talking Heads y uno de los músicos más influyentes de finales del siglo XX, dice en su libroHow Music Worksque en algunas culturas orientales, la interpretación musical se enfoca más en un ejercicio de introspección, mientras que en Occidente el objetivo es transmitir arte a otros. Tengo la fuerte sensación de que fui testigo de la combinación perfecta de ambas en la primera jornada del Festival Ecuador Jazz 2014 de Quito. El concierto de Antibalas, una de las bandas del afro-beat, se sintió personal y colectivo.

El festival, organizado por la Fundación Teatro Nacional Sucre, empezó con casa llena y baile, un buen augurio para el resto de presentaciones durante la semana. Este teatro es quizá el más precioso de la capital, y durante más de ciento veinte y cinco años ha acogido sin recelo a miles de bandas. La jornada del jueves empezó con Las Cuerdas Sensibles, un cuarteto ecuatoriano dedicado al jazz manouche o jazz gitano, un estilo que se popularizó gracias al violinista Stéphane Grappelli y al guitarrista Django Reinhardt, dos de los músicos más importantes en la historia del jazz. En él, las guitarras llevan siempre el ritmo y reemplazan a la batería. Las Cuerdas Sensibles creó un ambiente propicio para lo que se venía.

La velocidad del ritmo y cadencia vertiginosa que imprimen las guitarras de los virtuosísimos Sven Pagot y Bjarke Lund y sus notas en este estilo de jazz –más Sebastián Rubiano en contrabajo y Alex Hincapie en caja y flauta y las voces nos preparaban para el afro beat y funk que vendría a continuación. El guitarrista Pagot admitió su nerviosismo por tener que abrir elconcierto de una Antibalas, banda originaria de Brooklyn, conocida como uno de los representantes más famosos del estilo afro-beat, que consiste en una fusión de ritmos nigerianos y latinos interpretados en formato de orquesta.

Sosegado por la música de Las Cuerdas Sensibles, aproveché el intermedio para comprar su disco, saludar con conocidos y regresar a mi asiento. Estaba ansioso. ¿Era realmente tan impresionante esta banda? Luego del solemne tercer campanazo de rigor, el público no se terminaba de acomodar. Como si supieran que no iban a permanecer sentados por mucho tiempo. Así fue. A la segunda canción, todos los asistentes, sin excepción, se habían parado a bailar el ritmo africano de Antibalas: doce músicos que desde el primer acorde envolvieron a la sala con un sonido impactante. Las tumbadoras, el bajo y una guitarra estructurarían sólida y coherentemente más de una hora y media de concierto.

No me di cuenta de que sonaba su tema más conocido, Dirty Money, sino un par de minutos después. Los solos y jams característicos de este tipo de bandas hacen que cada interpretación de sus temas resulte una reinvención total. Amayo, su vocalista líder, estaba vestido con un conjunto negro de tela estampada con lazos de color rojo y blanco. Cargaba en la mano dos baquetas que lanzaba al suelo para tomar el micrófono. Su voz retumbaba alimentada por siglos de negritud y ritmo, cantando a veces en inglés, o en  yoruba, una lengua nigeriana que se habla en el oeste africano. Contó y cantó historias de individuos cegados por la codicia, habló del ritmo, de la fuerza de las mujeres, del consumismo, de los espíritus en cada uno de nosotros, de cómo podía sentir las buenas vibras de la sala. Enseñó una nueva variante de abrazo: “Hay que abrazar esta buena vibra, para sentirla y gozarla, pero no mucho, para compartirla con los demás”. Los instrumentos eran acompañados por coros graves masculinos precisos y naturales.  Un cuarteto de rubios estaba a cargo de vientos y derrumbó el estereotipo de que los gringos no saben bailar. La banda se movía por el escenario mostrando al público que también se divertía: el baterista saltó de su sitio en medio de un jam para dar una vuelta desaforada por la platea; las tumbadoras, el bajo y la guitarra seguían inyectando ritmo para deleite de los danzantes.

La gente pidió más y Antibalas ofreció dos canciones “para llevar”. La final fue la versión disco-funk de uno de los himnos de Héctor Lavoe: Che Che Colé, interpretada por Chico Mann, el barbón que tuvo a su cargo esa sólida guitarra rítmica.

Antibalas tocó para Antibalas, y Antibalas tocó para la audiencia. Sus integrantes se entregaron apasionadamente a tocar y cantar como si la música fuese una necesidad básica. En ese ejercicio de subsistencia, como un benigno efecto colateral, regalaron esos sonidos bellísimos. Una hora y media de música inolvidable. Si alguien les cuenta que Antibalas es impresionante, es cierto.