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¿Hay lugar para el Satanás goethiano en el mundo actual?

No seré yo quien eche abajo  un clásico, sálveme la suerte de tal irreverencia. Estoy convencida de lo que afirmó Ítalo Calvino: “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, y he probado que vale para Don Quijote de la Mancha, La Ilíada o La Divina Comedia, títulos a los que vuelvo con pasión. Pero algo se ha quebrado entre don Johann Wolfgang Goethe y yo, al menos en lo que tiene que ver con Fausto (1808). En medio de su solemnidad casi engolada, de sus reflexiones altisonantes (recordemos que tiene estructura de obra dramática) apunta al conflicto del hombre moderno, a la lucha entre la razón y las fuerzas instintivas, tema por demás valedero y casi eterno. Por tanto, es esa clase de obra literaria a la que hay que ingresar con muletas ( notas al pie de página, referentes históricospor lo distante que el lector se siente de su lenguaje y de sus modos.

El anciano y sabio Fausto no está contento. Ha consumido su existencia en el estudio y no tiene todas las respuestas que buscaba; encerrado en una especie de celda (no ha probado, digo yo, los placeres de Borges que considera a una biblioteca como la versión más ajustada a la idea de paraíso) se lamenta de no haber descubierto ni la alegría ni la posibilidad de acción que cambien el rumbo de la vida humana. Un discípulo lo impulsa a una salida. Mira una fiesta popular. Entonces, en forma de perro el tentador le sale al paso.

Desde ese momento, Mefistófeles es el compañero de los movimientos del protagonista. ¿Quién es este personaje? ¿De dónde emerge su nombre y caracterización?  Lo que dicen las enciclopedias es que no figura en mitologías grecolatinas, no es mencionado en la Biblia y que tal vez el dramaturgo inglés Marlowe lo utilizó por primera vez en un drama para el teatro, pero lo tomó de un personaje real –un tal Faust– que dejó una especie de autobiografía, nota interesante que comprueba que en materia de clásicos la inteligente apropiación de datos ajenos, es parte del proceso de originalidad.

Lo que estoy persiguiendo es la presencia literaria de Mefistófeles. Anterior a Goethe pero agigantada por él en la medida en que la convierte en un auténtico monumento: el que se quedó en el imaginario colectivo es el atractivo, ladino, manipulador y sugerente tentador. No hay cuernos ni  rabo oculto, ni olor a azufre ni vapores nocturnos, en su lugar aparece un hombre refinado, vestido con atuendos elegantes que le habla a Fausto con su propio lenguaje.

¿Qué quiere Fausto, que es como preguntar qué quiere el ser humano, para entonces? (repárese que tengo que hacer la pregunta en términos generales a pesar de que con una visión de género las mujeres podríamos quedarnos afuera, pero ese es otro análisis). Quiere la totalidad, pese a su escepticismo sobre el valor del conocimiento. Conoce de los peligros de la razón porque es un poder que sirve “para ser más brutal que todos los animales”, clama por luz y por  las alturas de unos vuelos – los de la suprema inteligencia – que le han sido negados. Viejo eco del socrático “solo sé que no sé nada”, se mira consumido y pobre, carente y solitario, es el caldo perfecto de la insatisfacción. El terreno apropiado para que ingrese el tentador.

Entonces es cuando Mefistófeles alcanza su talla universal. Al presentarse a sí mismo como “una parte de esa fuerza que siempre quiere el mal y siempre hace el bien… una parte de la parte que al principio lo era todo”, pone en jaque el primer par de conceptos binarios de la vida: ¿a qué llamados bien, y a qué, mal? Por este camino, la humanidad ha concluido que cada ser tiene su contrario, por tanto la suprema luz – que es Dios – arrastra su opuesto en el demonio.

Fausto es incompleto, carente, por aquello de que las capacidades humanas son limitadas. La búsqueda del conocimiento parece reñida con el lado hedonista de la vida, y en este punto ingresa, fulgurante, la tentación. Mefistófeles ofrece todo aquello que no se ha probado o conocido: el dominio del mismo saber, tan buscado por el hombre, así como las apetencias de la carne, soslayadas por la dedicación al estudio. Para representar ese lado de la realidad surge Margarita, la adolescente (no podría ser de otra manera en una obra que idealiza las tiernas edades femeninas como las más deseables en una suma de erotización de la ingenuidad, que hoy nos sabe a anticuado o a inadecuado), ante cuya contemplación se desata el incendio interior de un transformado Fausto, que ha sido investido de juventud, precisamente para que tome lo que desee.

Los mitos, entonces, se concentran. Juventud, belleza, intensidad, placer, en franca pelea con vejez, extenuación, templanza y castidad. El amor es palabra que encubre el deseo porque quien se enamora es la muchacha, ella es quien experimenta el desasosiego de la espera, la lectura de las estrellas, los trastornos del alma. Fausto solo espera la oportunidad del encuentro sexual. En el habitual distanciamiento de los géneros el hombre es cuerpo; la mujer, espíritu. Por tanto, la pieza de Goethe insiste en la visión dual de la vida, en esa lección de la tradición judeocristiana que divide a las personas en dos sustancias.

El legado mayor de esta pieza de híbrida condición –¿nació para el teatro, para la lectura?– radica en la persistencia precisamente de la dualidad.  El protagonista cae dominado por sus deseos, comete un asesinato, se entrega al frenesí de la noche de Walpurgis (largo y confuso aquelarre en el texto), pero no olvida a la amada. Pretende salvarla y no lo consigue. La inocencia paga el precio del enorme alcance de la maldad.

¿Qué hacemos hoy con todo esto?

Como decía, los clásicos son elocuentes en la medida en que los leemos sin perder de vista dos horizontes, aquel en que fue escrito y el nuestro.  El de Goethe está muy distante, más que nada su estilo. Y muchos hemos perdido de vista las dualidades extremas, y aprendido a ver la vida en una amplia gama de matices y posiciones porque creemos en la diversidad.

Creemos en la autonomía de las vivencias personales (aunque haya militancia sobre lo privado que es público) para las cuales el “tentador “, bien podría ser el hedonismo consumista que nos llama a las actividades que podamos pagar. Así en mondos y lirondos términos económicos. El placer –que siempre apeteceremos como animales incompletos y deseantes que somos– tiene precio. Mefistófeles tiene la voz de la publicidad que nos describe cuán fuertes y guapos y exitosos seremos si vestimos de tal manera, o acudimos a tales lugares y ostentamos tales figuras.

Cada época redacta sus códigos sobre el antiguo listado de los hechos del bien y del mal. La trampa, la mentira, la infidelidad, el cohecho y más han estado siempre en las antiguas tablas de la ley, pero la historia construye puentes entre las radicales separaciones. Frente al casi “derecho” del adulterio masculino (sin negar que la mujer también lo practicara) existe la salida civilizada del divorcio; al requerimiento de la virginidad y la castidad replicamos con el ejercicio de una sexualidad personal responsable. El pobre Mefistófeles contemporáneo no podría tentarnos con la belleza seductora de un ser humano; nos agarra más bien por el camino del dinero fácil, por los verdes papeles, motivo de verdaderas ventas del alma.

Por eso me he acordado de los versos que más me gustan de “Las letanías de Satán”, del poeta Baudelaire, en su inmortal Las flores del mal:

¡Tú que dejas la marca, cómplice tan sutil,

En la frente del Creso impiadoso y vil,

Oh, Satán, ten piedad de mi enorme miseria!

 

Recordando que Creso aludido por el poeta, fue el rey frigio más rico de su tiempo (siglo VI antes de Cristo), es bueno tener en cuenta que los actuales sirvientes de Mefistófeles, ostentan esa marca.