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Una brevísima visión sobre la alienación del poder y el nacimiento del pensamiento del ciudadano de a pie.

La derrota parcial de Alianza País en las elecciones del domingo 23 de febrero de 2014 tiene no uno, sino varios nombres. Tras ellos surge un descontento y una intuición. Cuando ambos se juntan le dan forma algo más bello, algo que tiene un sólo nombre: identidad.

Los nombres de la derrota son #10luluncoto #JaimeGuevara #Villavicencio #Jiménez #Bonil y un largo etcétera que comparten un estilo y una actitud: el ubicar el proyecto político más victorioso de la historia del país en el papel de víctima frente a ciudadanos de a pie.

Y no preciso los nombres de la derrota que tendrían que ver con la corrupción gubernamental porque esos no son responsables de nada. A la gente no le importa la corrupción tanto como la forma en que se lidie con ella, siendo «…mi primo se fue a un matrimonio y ya regresa» probablemente la menos adecuada de todas. Pero de ahí, todo el mundo sabe que ese no es el problema. Y lo siento, porque esto lo repetiré más adelante: la gente entiende la existencia de la corrupción, lo que no tolera es que se hagan mal los negocios, y que una vez que dichos negocios se hacen públicos, no se haga lo único valiente y potable: fiscalizar a sus protagonistas. Porque ese es el único castigo que merece la ineptitud de no sólo ser corrupto, sino la de serlo y que te cojan.

Es que no se puede trabajar durante siete años por crear conciencia en una nación y luego borrarla con el codo de del mismo brazo con el que se la hizo. No se puede hacer eso y seguir en el poder.

Porque hoy, al ecuatoriano le cae mal que le digan lo que tiene que hacer. No es dado a la grandilocuencia de grandes procesos revolucionarios. Sabe que las cosas siempre han sido iguales, y que si bien el cambio debe ser publicitado, no debe ser desde el ángulo de la víctima. ¿Quién en pleno uso de sus facultades mentales puede creer hoy en día que el gobierno es víctima de algo, cuando no hace más que demostrar el rango de su poder en cada oportunidad posible? El humano nacional ha desarrollado un límite de tolerancia para la verborrea incesante y repetitiva. Ve a través de todo intento de ser comprado y utilizado. El gobierno ha logrado lo insospechado, quizás sin proponérselo: los ecuatorianos ya no comemos cuento.

Todo eso se puede pasar por alto. Hacer como que no sucede. Apagar la televisión los sábados por la mañana para no pasar por la vergüenza ajena de la retórica incesante y tenerla siempre prendida los lunes por la noche para mirar el trabajo incesante del gobierno. Todo eso aguanta la gente. Por que verdaderamente no les hace daño. Nos puede caer mal, pero lo pasamos por alto por la obra, la transformación, el intento inquebrantable de mejorar, la distancia real de cualquier tipo de extremismo de izquierda absurdo y caduco. Todo eso se aprecia y por eso se olvida la propaganda interminable y con ella la subestimación de la inteligencia popular.

La gente lo que no tolera es otra cosa: como que se allanen domicilios cerca de la medianoche, donde hay niños, para robarle la computadora a un ciudadano que falsifica documentos, que niega la gesta del 30S y que de paso cree que es la noticia del siglo que los chinos le vendan nuestro crudo pre vendido a Chevron, como si uno pudiese o debiese controlar dónde termina el carro usado que uno ha vendido en un patio cualquiera.

La gente no tenía idea de quién era Villavicencio antes de que el gobierno lo haga famoso. Así como nadie le hacia caso a Kléver Jiménez –un hombre que habla de sí mismo en tercera persona del singular con una gramática de tercer grado de primaria– hasta que le allanaron la oficina, cometiendo un delito. Y después nuestro presidente, en una actitud que rayaba en la ilegalidad, reveló que «hasta porno» habían encontrado, para sorna y burla –del presidente, no de Jiménez–. Los ecuatorianos no juzgamos la paja en el ojo ajeno y peor de un «pecado» tan venial. Después de la burla, llegó el justo cabreo de gran porcentaje de la población nacional. Todo el mundo sabe ponerse en los zapatos del otro y pensar que un hombre de un metro ochenta y tres de estatura y ojos gatos te berree como pornero, de manera absolutamente ilegítima e ilegal, no es bien visto por nadie, ni hombres ni mujeres, en ninguna parte del mundo. Eso no se hace. Me recuerda cuando vacilaba de enanos a Carlos Vera o a Emilio Palacio, en un país con una estatura promedio de uno sesenta y siete. Como si su talla fuese el problema y no su megalomanía delirante, característica de la cual mucha gente acusa también al presidente.

Lo que a la gente le cabrea y le indigna, aunque parezca cuento, aunque nadie en el gobierno lo crea, es que la anden pegando en la calle a hippies indefensos solo por que aman a la naturaleza y odian el extractivismo por sobre todas las cosas. Y decirle borracho y drogadicto a un abstemio idealista que ve cucos en todas partes. Porque frentearlo en plena calle es darle la razón. Por Dios. Eso. Eso hace perder elecciones.

La revolución está en marcha. La gente quiere que los enemigos del cambio sean eliminados con clase y por la vía judicial, desde adentro ¿O acaso alguien se ha quejado de la incautación de la Clementina? Eso es un trabajo sesudo, directo e inteligente contra el opresor tradicional. No perseguir por meses a diez idealistas de clase trabajadora, sea lo que sea que estén planeando.

Y aquí viene el final de esta diatriba y que se centra en una sola idea, tomada de la letra de una canción de Hugo Idrovo: un águila no caza moscas. Las sabatinas, gran espacio didáctico, ya no pueden seguir siendo el circo que «necesita» el pueblo. Ya a nadie le interesa. La gente está ocupada, tiene cosas que hacer. Sin duda existe una forma más directa, contundente y menos cansina de ejercer poder. Ya basta de agobiar y atacar al pueblo por pendejadas. En pocas palabras: es hora de que Alexis, con todo su espíritu de la densa y vieja derecha, se vaya a caleta.

Cualquier análisis que no entienda que el problema se encuentra en un estilo generalizado de ejercer poder está más ciego que Borges. Un estilo que de revolucionario pasó a ser prepotente y abusivo. Un estilo que, en un país donde el amor por la libertad raya en un afán anárquico, es un error descomunal.

Y parece que los compañeros de la 35 lo están. A la ceguera, me refiero. El poner en debate una posible reelección indefinida en este preciso momento devela la miopía principal del movimiento: el no haberse inventado una forma más autóctona, genuina, respetuosa y humana de ejercer el poder.

Abrazos y salud.