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El espacio público es el foro natural de la expresión popular

Las protestas en Venezuela han despertado reacciones de apoyo o rechazo entre los partidarios del gobierno y entre sus detractores. La mayoría de las declaraciones oficiales de los gobiernos latinoamericanos afines a la ideología de la –bautizada por Hugo Chávez– Revolución Bolivariana, cuestionan las manifestaciones callejeras. Esa es una actitud antagónica con los orígenes y los principios de la izquierda y la centro-izquierda mundiales. Dichos gobiernos insisten en que las acciones de la oposición son ilegítimas y que atentan contra la democracia. Aducen que un gobierno elegido en las urnas debe ser debe ser respetado y preservado hasta que se realicen nuevas eleccionesEs ahí cuando aparecen mis observaciones a ese tipo de razonamientos: cuando se pretende limitar a la expresión popular a un simple papel marcado e introducido en una urna, descartando de un manotazo todas las demás demostraciones populares que todo buen gobernante debe saber leer.

Según la Real Academia de la Lengua Española,  "Democracia" tiene dos posibles dignificados:

  1. Doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno.
  2. Predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado.

En ningún momento la democracia está condicionada a un sistema de sufragio. Su única característica fundamental es que sea una expresión popular mayoritaria. Ciertamente, los niveles de inconformidad del pueblo venezolano han llegado al límite.  Eso queda claro mucho más allá de la manipulación informativa en la que han caído facciones de ambos bandos, que tienden a convertir los hechos en chismografía.  Cosa semejante ha pasado en otros lugares como Ucrania y Egipto.

Se puede llegar a un estado tal de inconformidad que resulta difícil contener la expresión popular hasta las próximas elecciones. Son, entonces, las elecciones las que deben darse cuanto antes. Es ahí que la calle –ese espacio urbano de manifestación colectiva– se convierte en un escenario de la democracia y en un medidor de popularidad de los gobiernos y de su ejercicio del poder. La protesta y la resistencia se dan en la calle, y es así como se mide cuán crítica puede ser una situación política determinada.

Resulta irónico que los gobiernos de izquierda y de centro-izquierda no quieran reconocer el valor real de la protesta, cuando sus orígenes están en la calle. ¿No fue acaso la Revolución Bolchevique un evento ocurrido en las calles? Y la propia Revolución Francesa, ¿no fue un acto de expresión popular?  ¿O el que no se haya consultado en las urnas el fin de la monarquía le quita legitimidad? El propio 15 de noviembre de 1922, día de la masacre obrera en Guayaquil que terminó con el lanzamiento de los cadáveres de los trabajadores al río Guayas, no fue un evento electoral; fue un acto espontáneo de expresión colectiva en el que la inconformidad con las condiciones de aquel entonces empujaron a muchos a las calles, llevándolos incluso a enfrentar la muerte. Imaginen si en los Estados Unidos en 1963, luego de la masiva convocatoria de Martin Luther King Jr,  junto al memorial de Lincoln en Washington no se  hubiese promulgado el Civil Rights Act que eliminaba la discriminación por raza, color, religión o nacionalidad, sino que en su lugar se le hubiera pedido a King que organice un plebiscito. Imaginen, además, a John F. Kennedy –entonces presidente estadounidense– desafiando al reverendo King a presentarse a elecciones populares. Piensen, además, a Kennedy comentando con sorna “no sacaría ni medio voto”. Peor aún: figúrense al bostoniano pelirrojo demócrata diciéndole a Martin Luther King “fascista” y arrestándolo por no tener permiso legal para organizar la marcha.

La calle tiene esa maravillosa facultad de convertirse en foro. Ahí la expresión de muchos logra aglutinarse hasta ser escuchada.  Muchos creen que los votos en las urnas deben reflejarse en el comportamiento de la gente en las calles. Pero es al revés: son los votos el reflejo del sentir de quienes dan uso del espacio público.