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La sanción impuesta por la Superintendencia de Comunicación al caricaturista Bonil no solo es correcta, sino que es, además, justa. Previene todos los males –pero especialmente la agitación social– que la ausencia de comillas puede causar en el mundo ¿Es que acaso no recordamos cuando el ejército de caricaturistas alemanes invadió Polonia, desatando la Segunda Guerra Mundial? En Latinoamérica, aún se recuerda con pavor los miles de desaparecidos durante las dictaduras de los caricaturistas en los años setenta y ochenta del siglo veinte ¿No era acaso Judas caricaturista de profesión? Ni hablar de Charles Taylor, el sanguinario caricaturista de Liberia ¿es que realmente nadie ve el verdadero peligro para el mundo que representa una caricatura?

Creería que a nadie hay que explicarle que nada de esto es cierto, que es pura sátira.  Que es una charada para probar algo. Pero en las actuales circunstancias parece que hasta las bromas se regulan. Y cuando hasta el humor está bajo la mira sancionadora, el riesgo de los abusos es demasiado grande. Porque el humor, como Daniel Davinsky, el editor de Quino dijo “no derroca dictaduras, ni gobiernos democráticos”, pero sí revela caracteres. El humor es importante para el debate público porque revela la naturaleza de las personas. Expuestas ante la exageración, la ironía o, directamente, la burla, es posible entender cómo actuarán aquéllos que viven escondidos en la corrección política. En 2006, las doce caricaturas del profeta Mahoma que publicó el diario danés Jyllands-Posten desataron la ira de los ultra radicales musulmanes. La hipersensible religiosidad musulmana amenazó con represalias, la redacción del diario fue evacuada por una amenaza de bomba y varios Estados islámicos afirmaron estar ofendidos por la publicación. Turquía, Egipto e Indonesia le escribieron una carta al gobierno de Copenhague en la que afirmaban que se sentían “insultados”. El primer ministro del pequeño país europeo les contestó que “la libertad de expresión es el cimento fundamental de la democracia en Dinamarca y el gobierno no tiene mecanismos para influir sobre la prensa”. Murió gente, se incendiaron consulados y embajadas danesas alrededor del mundo. La revista francesa France Soir despidió a su director, después de que autorizara la reproducción de las caricaturas en defensa de la libertad de expresión. Todo eso, toda esa agitación social, por supuesto, no es culpa de los doce caricaturistas daneses. Toda la responsabilidad de esa violencia es de quienes reaccionaron. De los que demostraron que no soportan que un dibujo los cuestione, que una caricatura los desfigure. El humor nos enfrenta a los límites de nuestros propios defectos y errores y nos prueba en la tolerancia. Mientras más negro es el humor, más grande es el desafío. El humor político, la sátira política –para ser más específico– hace lo mismo con los políticos, esos expertos en no perder la fingida compostura. Robert Speel, profesor de Ciencia Política de Penn State lo explica “la sátira política usa el sarcasmo y el humor para señalar las flaquezas, incompetencias o corrupciones de los líderes políticos y acciones gubernamentales”. Dice el académico que es probable que el humor político tenga unos dos mil cuatros cientos años. Thomas Nast fue el gran caricaturista político del siglo diecinueve en Estados Unidos y su trabajo alcanzó para que a los partidos republicano y demócrata se los identificara con un elefante y un burro. La caricatura política es directa y mordaz, como debe ser. Y debe incomodar. Es un ejercicio de libertad de expresión que no puede ser, de ninguna manera, reprimido. Cualquier forma que lo haga, por más visos de legalidad que aparente, es perjudicial para la sociedad. Una sociedad que no entiende ese humor es una sociedad que ha perdido la habilidad de reírse. Una sociedad que es incapaz de la burla reñirá. Y en las peleas siempre gana el más fuerte. Eso no tiene nada de democrático. Esa es la lección del caso Bonil.

El caso Bonil es importante, además, porque es el primer caso que se resuelve al amparo de la ley de comunicación y su reglamento. No sirvió para que un diario rectificara la noticia sobre un ciudadano de a pie. Sirvió para reparar al Estado. La caricatura fue acusada de imprecisa y, hasta en un declaración macondiana, el superintendente de comunicación dijo que a las palabras de los demás hay que citarlas de forma “tácita”. Hace unos meses, un entusiasta del actual gobierno ecuatoriano me dijo, a propósito de la aprobación de la ley de comunicación, que “ahora sí, ojalá les metan la ley por el culo a los medios”. Esa es una declaración que solo puede provenir de la mala fe o de la ironía –una ironía ingenua, además. Vaya boutade. Estoy seguro que es eso último lo que motivaba la frase: la firme creencia de que todos los reparos de los medios privados a la nueva regulación eran infundados. Hoy que el primer caso de protección de esa ley de comunicación no sea a favor de la ciudadanía, sino del Estado, es más que una simple sentencia. Parece más bien una declaración de intenciones. Un statement firmado por Vlad Dracul, el empalador.