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Qué pasa cuando un gringo y dos ecuatorianos quieren recorrer el Austro sin convertirse en turistas

“Esta noche voy a soñar con usted” le dijo Víctor, un campesino oriundo de Sígsig, al gringo que acababa de conocer. Antes le invitó un trago de puro con Sprite, le mostró su huerto, sus animales y, como si se tratase de un viejo amigo, le enseñó unos pasos de baile al ritmo de música local. Este encuentro ocurrió en algún punto indeterminado de la carretera entre Sígsig y Gualaquiza, dos pueblos en la bajada hacia el Oriente ecuatoriano, y está registrado en un video en el muro de Facebook de Bruce Moncrief, el gringo. Me asombro no por la cordialidad, sino por la inocencia. Bruce, de vacaciones en Ecuador, seguramente esperaba algo de hospitalidad, pero estoy seguro de que recibió más que eso y que no olvidará fácilmente a Víctor.

Podría decirse que lo que hacía Bruce en Ecuador era viajar por placer. Es decir, turismo. Podría inferirse que el encuentro Bruce-Víctor fue la culminación exitosa de un proceso iniciado con la compra de un paquete turístico. De vuelta en casa, a Bruce solo le restaría contarles a sus amigos su expedición y volver al trabajo con un bronceado atractivo. Los motivos reales de su viaje, sin embargo, están decididamente apartados de las influencias habituales de lo turístico.

Bruce llegó desde California a través de una iniciativa de la Long Beach Lifeguard Association llamada Project Ecuador, dedicada a mejorar los grupos de salvavidas ecuatorianos. Desde 2006, grupos de voluntarios han llegado para entrenar, equipar y asistir a los antiguos o recién formados salvavidas ecuatorianos durante el feriado de Carnaval, una de las festividades más populares del país y que coincide con la temporada de playa. Casi todas las playas del país han sido visitadas por este proyecto. Bruce fue de los primeros en llegar y de los pocos en repetir el viaje. Ahora tiene su propia cabaña en Montañita, donde planea abrir una escuela de surf. Pero antes de asentarse en la playa por unos meses, Bruce decidió recorrer –a su manera– el sur de la Sierra.

Martes: A veces, tener dinero causa problemas

La billetera de Bruce está repleta de billetes de cien dólares en un país donde ni siquiera hay cambio para uno de veinte. Luego de recogerlo en el Terminal Terrestre de Guayaquil –llegaba de Montañita– avanzamos hacia Durán, donde paramos en una gasolinera a buscar cambio con la excusa de llenar el tanque. A las nueve y media de la mañana revisamos con optimismo un mapa de la provincia de  Guayas y cada uno asumió su rol por el resto del viaje: Bruce, el no-turista; Miguel Ángel, mi padre, guía y conductor temerario; y este servidor, encargado de tomar fotos, revisar los mapas y recibir la culpa cada vez que nos perdimos. Mi padre y yo también hicimos de intérpretes de Bruce, él en las situaciones serias y yo en todas las demás.

Salimos de Durán con botellas de agua, una funda de Tortolines y otra  llena de monedas de un dólar que nos cambió el sobrino del gerente de la gasolinera. “Deberíamos irnos a Las Vegas ahora mismo”, bromeó Bruce. Cerca de las once llegamos a la entrada de Naranjal –un cantón del Guayas que limita con la provincia del Azuay, nuestro destino– donde nos encontramos con un empleado de la Reserva Manglares de Churute que desayunaba en un comedor al pie de la autopista. Nos presentamos con él y le contamos de nuestro viaje. Pedimos ensalada de cangrejo y luego fuimos hasta la reserva pero no la recorrimos porque preferimos seguir hasta la comunidad shuar que habíamos visto en el mapa al sur de Naranjal.

Nos perdimos varias veces pero al poco rato volvíamos al camino correcto. Mi padre se quejaba de la mala señalización vial y yo me preguntaba: ¿Qué clase de turismo se puede hacer si no hay letreros o son muy deficientes?

Llegamos a la comunidad shuar alrededor de las doce. Una parte del camino estaba obstruido por una huelga y tuvimos que cruzar un riachuelo porque no estaban terminados los puentes. (Si están leyendo esto, señores de Rinomaq S.A., por favor paguen a sus trabajadores)

No hizo falta bajarse del auto para saber que se trataba de una "tourist trap", como la llamó Bruce. No había una comunidad shuar, solo vimos un conjunto de aguas termales. De todas formas, caminamos alrededor de las piscinas y tomamos un par de fotos.  

A Bruce pareció no importarle ninguno de los contratiempos que tuvimos. Para él solo era un paseo. Todo lo que veía era nuevo y todo lo que hacía era una experiencia más en su vida. Salimos de la comunidad shuar, entramos a una plantación de banano, le enseñamos a Bruce el proceso de empaque y regresamos a la vía a Cuenca.

Antes de entrar al Parque Nacional El Cajas hay una gasolinera que tiene el baño con la mejor vista de la región. Se puede orinar mientras se admira el paisaje de la cordillera y el cambio de bosque tropical a páramo. Ahí compramos oritos y guabas. Poco después de las tres y media de la tarde, llegamos al punto más alto del recorrido, según la cámara de Bruce, algo más de 12,000 pies –unos 3,600 metros sobre el nivel del mar. Entramos a Cuenca pasadas las cuatro de la tarde. El gringo posteó en Facebook: “From bananas to 12,000 feet today”.

Miércoles: Cuenca, tierra de canadienses

Situaciones en las que estuvimos involucrados voluntariamente:

– Desayuno en el hotel. Conversación con pareja de motociclistas canadienses.

– Recorrido en el bus turístico con otra pareja de canadienses. (Hay que ir en el segundo piso, pero con cuidado de no ser golpeado por las ramas y los cables, algo que sucede a menudo.)

– Museo del Banco Central. Bruce se muestra interesado y apático a la vez. Toda esta historia ya la ha visto en otros museos. Toda esta historia ya ha pasado. Bruce quiere ver gente viva.

– Almuerzo en el mercado. Hornado. Jugo natural. Vendedoras cariñosas. Chilenos tocando y cantando cueca.

– "Ecuatorianización" de Bruce. Quería una camiseta de fútbol y le dije que debería usar la de Emelec. También compró un sombrero indígena.

– En una plaza de artesanos, Bruce buscó algo para su familia. Algunas personas se probaron ropa y accesorios para que él tenga una idea clara de cómo lucirían.

– Una vez que logramos salir de la ciudad, visitamos Chordeleg, Gualaceo y Sígsig. El paisaje es similar al del norte de California, dijo Bruce. Encontramos a Víctor, el campesino de Sigsig, en la carretera y bajamos a pie hasta su casa en la ladera de una montaña.

– Durante el regreso, Bruce estuvo pegado al asiento. Mientras bajábamos al valle de Cuenca, mi padre nos contó que una vez fue corredor de autos.

– Interior, noche. En una pizzería conocimos a tres universitarias canadienses que trabajan para una ONG en Quito. Bromeamos sobre los mapas de Ecuador.

Aparte del alto número de abogados, lo que más destacó Bruce de Cuenca es la cantidad de carteles políticos y de grandes casas deshabitadas o inconclusas. “El tipo que hace los banners para Alianza País está ganando mucho dinero”, dijo Bruce un poco preocupado. Sobre las casas comentó: “es irónico ver las vallas del gobierno que anuncian viviendas dignas cuando es claro que allí no hacen falta. Esta gente, que por lo general recibe dinero de familiares en el exterior, no necesita que les digan cómo vivir ni cómo trabajar”.

Jueves: Menos turismo, más Azogues

Llegamos a Azogues, la capital de la provincia de Cañar, a las nueve y media de la mañana. Conocimos a Tania en una oficina municipal de Turismo y fue nuestra guía por la ciudad. Subimos al Santuario Franciscano, construido en 1910, desde donde se ve todo Azogues. Luego recorrimos el museo de la Casa de la Cultura y almorzamos cascaritas, el plato típico de la ciudad, que es la piel del cerdo cocida con soplete. Tania nos llevó a Cojitambo, una montaña con ruinas incas y cañaris donde se puede ver una parte del Camino del Inca, la red vial que recorría el imperio incaico desde Colombia hasta Chile. El acceso era de tierra y muy empinado, con curvas muy cerradas. Mi padre disfrutó subirlo.

Al regreso de Cojitambo visitamos talleres de herrería y de esculturas en piedra. Bruce compró una hoz con mango de cuerno de toro, un martillo y un azadón. Ya en Azogues, Tania nos llevó a una tienda de ropa indígena tradicional. Nos atendieron dos señoras muy agradables, bromistas y tímidas a la vez. Para Bruce fue grato darse cuenta de que aprecian sus costumbres y valoran su trabajo. Se llevó un atuendo completo, incluido el poncho que se utiliza para el Pase del Niño, una festividad religiosa de esta zona del país que se realiza durante el Carnaval.

Volvimos a la Casa de la Cultura porque Tania nos había dicho que por la tarde se reúne allí un grupo de curanderas de Biblián, un pequeño cantón al oeste de Azogues. “Mejor que un baño de lodo”, dijo Bruce luego de la limpieza que le hizo una de las señoras. Nos dijeron que no debíamos pagarles porque lo hacían como un regalo, pero también insistieron en que no había que decir gracias. No nos dijeron por qué.

Viernes: Espiritualidad en las alturas

En el último día de viaje Bruce debía encontrarse con una amiga en el Terminal Terrestre de Guayaquil a las tres de la tarde para volver a Montañita. Para que llegue a tiempo, el plan era visitar Biblián y las ruinas incas de Ingapirca y luego tomar la vía de regreso a Guayaquil que pasa por el cantón azucarero de La Troncal.

Desayunamos, salimos, nos perdimos y finalmente llegamos a una iglesia de Biblián cuyo altar está fundido con la montaña en la que está construida. Nada más subir hasta la entrada es un acto de fe. Hay una vía asfaltada por la que suben los carros y otra, la original, hecha con piedras extraídas de la zona, al igual que la iglesia. Bruce subió todo lo que pudo, incluso por una escalera oxidada que llevaba a la cúpula, el punto más alto del lugar.

Enseguida partimos hacia las ruinas de Ingapirca. No nos decepcionó, pero tampoco fue una sorpresa: habían muchos turistas y muchas ruinas iguales a las que vimos en Cojitambo. Un lugar aseado y rutinario. La iglesia de Biblián, casi a la misma altura, tiene un mayor capital emocional; supongo que los católicos españoles que ordenaron su construcción sabían muy bien lo que hacían.

A las 12:00 nos acomodamos para cruzar y bajar la cordillera en menos de tres horas. Bruce todavía no podía creer que es posible pasar del páramo a la selva tropical en tan poco tiempo. Un poco antes de salir de la cordillera fijamos la mirada hacia el oeste. La visión de la carretera que entra a la Costa, una recta larguísima con un río que corre al lado derecho, es imperdible. Ya cerca de Guayaquil, mi padre nos confesó que su estilo de manejo “es una mezcla de la velocidad y precisión americanas y la valentía latinoamericana”.

Epílogo

Dice Toni Puig que hay tres clases de ciudades: las que nada hacen, las que imitan y las que crean su propio futuro. En el Austro del Ecuador, la gente se ha dado cuenta de que tiene que innovar y rediseñar para funcionar y no morir. De vuelta en la Costa, el paisaje urbano cambió drásticamente. Bruce cree que es un retroceso con respecto a la Sierra. En la Costa algunas ciudades como Guayaquil copian lo que otras hacen y a duras penas sobreviven –y a su vez son copiadas por otras como Machala–, algunas ya están muertas y son ciudades cementerio, como Progreso, Zapotal y otros pueblos vía a la Costa.

¿Los costeños hacemos turismo en Ecuador? ¿Sabemos cómo se vive al otro lado de la cordillera? En Azuay y en Cañar las ciudades son limpias y relativamente ordenadas. En Azogues tienen un sistema de parqueo muy particular: las calles están divididas en sectores y hay que comprar una tarjeta que permite estacionarse de acuerdo al tiempo necesario. Cuenca es muy visitada por extranjeros pero lo más interesante está en sus alrededores.

Lo que aprendimos en este viaje es que el turismo, más que una droga popular, es una larga conversación en movimiento: el turista es un aprendiz de habitante local y el guía es su anfitrión. Quienes dan por sentado la pertenencia a un territorio solo por haber nacido en él están viviendo una existencia incompleta y vulnerable. Conocer un país es desdoblar y recorrer sus pliegues, solo así se puede decir que uno es, en lugar de simplemente estar.