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Elogio de la amistad escrito por un huérfano de hermano

Andrés murió una mañana de domingo. Ese día desperté a la pesadilla de tener un hermano menos. El lunes fuimos a su funeral. Lo lloramos y lo enterramos. El hueco en la tierra al que lo bajó una maquinita de manivela a control remoto es el primer cráter que llevo en el corazón. Lo dejamos en la soledad de los panteones y huimos a vivir los últimos días del año en la desesperanza. Andrés no era hijo de mi papá ni de mi mamá. Pertenecía a esa categoría superior de la fraternidad: los que uno escoge. Una de esas personas con las cuales no nos une la sangre, sino el amor. Andrés era tan mío como mis dos hermanos carnales.

El día en que murió, perdí al niño que conocí antes de saber leer y escribir. Siempre llevaba en su lonchera leche con chocolate y un sánduche de huevo. Se me fue mi compañero de banca colegial. Era, también, el central con el que jugué en el colegio y desde hace algunos años en el torneo de ex alumnos. No era muy rápido, pero tenía un sentido de la ubicación y una inteligencia natural que hacía que siempre ganara en el cierre, que nunca perdiera un mano a mano. Yo sabía que era el líbero que insistía en defender la jugada en la que el resto había claudicado. Era el último obstáculo antes de que yo, en el arco, estuviera en un aprieto verdadero. Era el back elegante y sereno que todo arquero quiere para encomendarle sus esperanzas más pálidas. Era el último hombre. Esa mañana de domingo murió mi último hombre.

Cuando teníamos ocho años, casi le vuelo los dedos a Andrés. Jugábamos a dejarnos fuera de la clase. Alguno salía a merodear por el pasillo y el resto le cerraba la puerta. La diversión estaba en lograr entrar. En una de las últimas carreras, fue Andrés el que salió. Yo le cerré la puerta y él no alcanzó a regresar. Tocaba la puerta con insistencia, pero yo no di tregua hasta que Antonio –el eterno conserje que todo colegio tiene– me ordenó de un grito que soltara, que Andrés tenía los dedos en el entresijo que hay entre el batiente y la puerta abierta. Le dejé una herida profunda que le cruzaba delante de los nudillos de los cuatro dedos. Nunca entendí por qué me pedía “Abre, por favor” en vez de gritarme que le estaba triturando la mano. Pero Andrés era así, desde niño. Un hombre de pocas palabras, ajeno a los dramatismos. Cualquier exceso hubiera sido impropio en su elegancia natural. Antes de irse a la enfermería, me echó una mirada grave y con el hilo de voz que le quedaba me dijo “eres un pendejo”.

Jamás fue un tipo de rencores. Así que al día siguiente, con los dedos vendados, ya me había perdonado, aunque a mí el cargo de conciencia no se me había disipado.  Aquel domingo nefasto, mucha gente recordó algo que Andrés había tuiteado hacía unos meses: “La vida es tan frágil y aún así nos damos el lujo de pelearnos, alejarnos, de no ser felices y de no dejar a otros que también lo sean”. La vida de nuestro querido negro fue la más frágil de todas. Fue profeta y cristo de sus propias palabras. Fue también la vida que quiso. Aun recuerdo el día que nos avisó que iba a asumir un cargo difícil en Claro, la gigante telefónica latinoamericana. Era un paso arriesgado: el puesto que le ofrecían había tenido varios responsables y ninguno había durado más que unos meses. Ahí se quedó para siempre.

En el último cumpleaños de Jorge, mi otro hermano por elección, llegó de pantalón rojo y camisa blanca. Con los lentes de marco grueso y la sonrisa  perfecta, parecía sacado de un catálogo. Yo, por supuesto, no perdí la oportunidad de echarle algo de mi humor ácido. Pero, en realidad, no era sino cumplir con mi sacrificado rol de hacer las bromas pesadas. Estaba impecable. Y lo sabía. Fue una noche de excesos. Fue una gran fiesta. Ruidosa y feliz. La pudimos reconstruir por retazos. Es la única manera de celebrar la vida. Hoy, más que nunca, creo que es un pecado imperdonable pasar un cumpleaños sin juntar a las personas que uno ama para que lo celebren. Los amigos son nuestros tan solo el tiempo que la tragedia se demora en alcanzarnos. 

Andrés fue un amigo de fierro y un padre ejemplar. Muchas veces lo llamé para ir por un trago o para reunirnos y la respuesta era “esta semana no, estoy con Lucas”. Otra vez, mi sentido del humor desbocado se lo reprochaba: los hijos de los amigos nos quitan a los amigos. No necesitaba que Andrés se muera para saber que eso es mentira. Que es el absurdo destino el que, en verdad, nos los arranca de cuajo de la vida. Entonces nos quedamos perplejos, tratando de descifrar qué es ese zumbido en la cabeza. Debe ser lo más parecido a los segundos posteriores a la explosión de una bomba. Todo es confusión y náusea. Ni siquiera es posible sentir el dolor. Eso viene después. Eso vino después.

En el último campeonato de ex alumnos que jugamos, Andrés se rompió el tobillo. Le pusieron una bota y tuvo que ir a trabajar en zapatillas. Me dijo que creía que no volvería a jugar más “Ya estoy viejo para esto”. Le contesté que todo era parte del susto, que el año anterior me había luxado los dedos y que cuando me vi el porte de la mano y el dedo medio en forma de ese, había decidido que ya era suficiente. Casi un año después, estaba de vuelta, parado detrás de él, esperando que arrancara nuestro primer partido. Los campeonatos de ex alumnos nos hacían felices porque son partidos de sesenta minutos en los que volvemos a ser unos adolescentes irreflexivos. La única vez que a Andrés lo expulsaron en su vida, fue en el torneo del 2012, cuando una patada a traición de un mozalbete diez años menor le hizo perder la compostura. Cuando yo intenté separarlo, era demasiado tarde: el árbitro ya venía con la tarjeta en la mano. Siempre nos reíamos de mi reacción ante la pequeña gresca: había cogido al mocoso revoltoso y lo había tirado contra el piso y, mientras le daba de cachetadas, le gritaba “¡tranquilízate, tranquilízate!”. El árbitro pareció tomarlo como un gran gesto de mi parte.

Yo soy nuevo en esta miseria de que se me mueran los amigos. Pero estoy aprendiendo que uno los recuerda por gestos dominantes. De Andrés recuerdo su sonrisa y la manera en que me decía ñaño. Por él aprendí que era posible llamar a un amigo así y sentirlo en serio. Cada vez que pronunciaba la palabra, no sé cómo explicar esto, pero la a tenía otro peso, se volvía más profunda, alcanzaba a transmitir el cariño. Así como yo, todos los amigos que tuvo tienen una conexión especial con él “Siempre me decía que era su payaso”, me dijo el otro día Miguel Ángel. Para Xavier , Andrés era “una sonrisa y una palmada en la espalda”. Siempre tuvo el abrazo de todos los hombres y las sonrisas de todas las mujeres. Fue galante y detallista “Antes de que yo pudiera pedirle algo, él ya lo sabía”, me dijo su novia.

Es difícil despedirse de los amigos. Peor cuando es para siempre. Es casi imposible cuando uno se rebela contra las cosas que no puede cambiar. Mucha gente ha buscado en estos días el consuelo de la fe. Está bien. Pero a mí no me alcanza. Yo solo tengo el consuelo de la amistad. Ahí es donde encuentro paz. La muerte de Andrés solo se redime en el recuerdo de Andrés, porque, como dijo Fernando Vallejo, la verdadera muerte es el olvido. El único consuelo que me queda es que fuimos amigos leales y sinceros, que nos dijimos las cosas a la cara y que nunca nos faltamos. Siempre estuvimos ahí, el uno para el otro. Igual que en la cancha, donde sabíamos cuánta falta nos hacíamos y cuán a gusto jugábamos juntos. El caballeroso, elegante y discreto último hombre no está más. Me he quedado huérfano de hermano. Y solo puedo salvar su ausencia si lo recuerdo tal y como era. Adiós, ñaño. 

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Elogio de la amistad escrito por un huérfano de hermano