¿Estaba Egipto mejor con Hosni Mubarak?
Mi amigo Hesham me recoge del hotel para llevarme a visitar el museo del Cairo. Es domingo, y son las cuatro de la tarde. El tráfico es un caos. Un mal día de trancón en Quito o Guayaquil es un chiste al lado del embotellamiento diario en esta ciudad de casi veinte millones de habitantes. Los autos circulan siempre en desorden, las líneas en el pavimento son decorativas. No existen semáforos ni los peatones. Son solo sombras que corren despavoridas mientras tratan de cruzar las calles esquivando los vehículos.
Para justificar un poco el desorden, Hesham me dice que el domingo es un día laboral. Nos demoramos dos horas en encontrar un sitio donde aparcar el auto y caminar hasta el museo, junto a la célebre plaza Tahrir. En la plaza unos cubos de concreto del tamaño de un camión pequeño están apilados uno encima de otro, forman un muro de unos diez metros de alto y bloquean el paso. Solo los residentes de la zona pueden ingresar a pie. Un medida reciente prohíbe manifestaciones sin autorización militar.
La primera vez que fui a Egipto, en el 2011, las noticias eran un poco más alentadoras. Los egipcios se preparaban para sus elecciones e iniciaban la discusión respecto a una nueva constitución luego de derrocar a Hosni Mubarak, en el poder desde 1981. La noche que llegué se registraron 14 muertos en una protesta cerca al hotel donde me quedaba. Apenas llegué, vi vehículos antimotines que pasaban por encima de los manifestantes sin inmutarse. Esta vez, luego del derrocamiento de Mohamed Morsi, primer presidente elegido en elecciones libres en más de treinta años, la situación seguía igual de tensa. Morsi, del partido Frente Libertad y Justicia, auspiciado por la organización política religiosa transnacional la “Hermandad Musulmana”, había empujado una serie de reformas de corte conservador para el proyecto de nueva constitución. Esto causó rechazo en los sectores sociales, quienes lograron apoyo militar –las fuerzas armadas egipcias son las más grandes de África, con cerca de medio millón de soldados activos y un millón de reservistas– y removieron a Morsi del poder, encargando el puesto al presidente de la Corte Constitucional hasta que se llamen a nuevas elecciones.
El romanticismo mediático de la primavera árabe, el poder de las redes sociales, los jóvenes y la esperanza de una democracia en Egipto, y en varios países árabes, se diluye de a poco. Hesham, que trabaja como guía de turistas freelance me dice: “con Mubarak, si bien había autoritarismo, había también estabilidad económica y seguridad. Ahora no tenemos ni estabilidad, ni seguridad, ni presidente”. Las fuentes de ingreso de la economía egipcia se centran principalmente en el turismo, remesas del exterior y los ingresos de la administración del canal de Suez. La situación económica está mal y, dice Hesham “con seguridad, mucho peor que en los días de Mubarak”.
Asistí a una conferencia organizada por las Naciones Unidas para discutir sobre los derechos económicos, sociales y culturales. Había colegas de otros países de África que compartían sus experiencias en otros procesos constitucionales como el caso de Kenia. A medida que avanzaban las presentaciones, me sentía más incómodo. Yo comenté sobre los desafíos que implica la materialización de los derechos del buen vivir establecidos en la Constitución de Montecristi, los retos de la economía social y solidaria, la importancia del derecho al agua. Luego expuso mi colega de Kenia, quien inició su presentación con un video que mostraba la situación previa al proceso de reforma constitucional en ese país: la gente se mataba a machetazos.
En otros paneles, los expositores narraban la experiencia de países como Yemen, Túnez, Sudáfrica y el mismo Egipto, en donde el debate se centraba en la necesidad de efectivizar el respeto a los derechos humanos y la igualdad. Creo que si bien el ejemplo ecuatoriano era ilustrativo resultó, en balance, bastante fuera del pilche en donde la experiencia se miraba como si yo hablase de Noruega, en donde hay una brecha de años luz en cuanto al rol del Estado, la constitución y el avance de las políticas públicas.
La revolución de los países árabes corre el riesgo de ser inútil si no se generan cambios reales que permeen la sociedad. Eso depende mucho de un cambio y compromiso para el que las sociedades árabes aún no están listas: la separación de la iglesia y el Estado. Los derechos humanos y de igualdad (sobre todo entre religiones, y hombres y mujeres) jamás podrán materializarse en una sociedad en donde la ley religiosa determina las relaciones sociales. Hesham, de religión cristiana cóptica, me contaba que su padre trabajó en una empresa privada por muchos años. Jamás pudo ascender porque no era musulmán y antes que tener un superior musulmán -que era mucho más joven que él- le ofrecieron un año de sueldo sin trabajar para luego iniciar su retiro anticipado. Si un egipcio que no es musulmán quiere ingresar al ejército, las probabilidades de que lo logre son muy remotas, y casi nulas si quiere trabajar en la policía.
Los mecanismos de procesamiento de conflictos dentro de las sociedades musulmanas son muy distintas a las occidentales. Desde mi ignorancia sobre la religión islámica, me llama la atención cómo eventos como la represión de manifestantes, el encarcelamiento y el resentimiento represado durante décadas han generado imágenes y episodios muy violentos. La combinación de violencia, militarismo y religión han tenido históricamente malos resultados, y es por eso que, cifro mis esperanzas en que los egipcios y los ciudadanos de los países árabes, en esta etapa de posrevolución, logren identificar sus puntos de acuerdo mínimos. Caso contrario, el futuro no es muy promisorio y las pérdidas de vidas de muchos protestantes habrá sido en vano.
El día de regreso a Ecuador, leí en las noticias locales sobre la condena de 11 años de prisión a un grupo de 21 mujeres, entre ellas siete menores de edad, por participar en una protesta ilegal que reclamaba por el regreso del depuesto presidente Morsi. En la huelga cerraron el tráfico y lanzaron globos en la ciudad de Alejandría. Desde el 24 de septiembre, la organización de la Hermandad Musulmana es ilegal y se considera como organización terrorista en Egipto. Mientras miro por la ventana del avión al gigantesco Cairo alejarse, pienso en su sociedad y cómo esta se debate entre tres condiciones que quizá se anulan mutuamente: la urgente necesidad de estabilidad, un estado confesional; y, una revolución en ciernes que corre el riesgo de abortar los cambios que impulsó con sangre. Es tentador preguntarse si Egipto no estaba mejor con Mubarak, pero, caer en esa tentación, puede dar paso a justificar una vez más el autoritarismo que termina autoproclamándose árbitro de los conflictos políticos en un país, como ocurrió en la América Latina del siglo pasado. Quiero pensar que la democracia en Egipto, al igual que sus pirámides, no se construirá de un día para el otro, y que una vez terminadas, durarán por siglos.