– “Sígame”.
Entramos a una de las salas a la funeraria por el garaje. La puerta está abierta. Adentro, cinco sillas –de las cien que se cuentan– están ocupadas. Tres señoras, un hombre y una joven; todos vestidos de blanco y negro.
– “Buenas tardes, vengo a hacerle el trabajo al difunto”.
Las cinco personas asienten. Uno de ellos debe haber contratado el servicio. Ese servicio para conservar el cuerpo “un poquito más”.
En la prehistoria, se creía que la conservación del cuerpo era necesaria para no perder el alma. En la antigua Persia se recubría el cadáver con cera; en Etiopía, con goma transparente; en Cartago, el embalsamiento, una técnica que para el siglo IXX incluía el uso de alcoholes, sales de arsénico y mercurio. En 1868, el científico alemán William Hoffman descubrió el formaldehído y cambió la historia de la conservación de cadáveres.
Hoy el proceso es más rápido y menos sofisticado que en la antigüedad. No existe un motivo religioso, espiritual ni cultural. Las razones son –podrían ser– la dignidad, quizás la vanidad, tal vez el apego.
Hugo, tanatopracta, se gana la vida maquillando y formolizando muertos.
***
En el medio de la sala está el ataúd. Es café y tiene unos broches dorados que combinan con los candelabros que lo flanquean. Tiene una parte abierta, por la cual –a través de un vidrio– se puede ver lo que hay dentro. Junto a los candelabros, hay tres ramos de rosas con girasoles y tarjetitas con mensajes de pésame. Al fondo de la sala, una señora llama a un amigo para avisarle. Solloza.
El tanatopracta –de pantalón negro, camisa a rayas y corbata concho de vino– abre el cofre que deja ver, de cuerpo entero, al muerto. Regresa a su caja de herramientas. Saca dos mascarillas celestes, se coloca una y me entrega la otra. Se pone una bata de doctor del mismo color y material y un par de guantes de goma.
Regresa a la caja café y entre los pies con medias del paciente coloca lo que parece una bomba de fumigación para patios.
Es el formol, me dice, mientras saca una piola blanca y una tijera y corta dos pedazos del mismo tamaño. Los deja junto a la “bomba” del líquido que es su principal material de trabajo.
Dirige su mirada hacia el rostro del cadáver y con una pinza extrae dos bolitas de algodón de las fosas nasales. Le quita la venda que rodea la cara y, con delicadeza, le afloja el nudo de la corbata y le desabotona la camisa.
Agarra un rollo ancho de algodón y corta pequeños pedazos. Con una mano sostiene la rígida boca del muerto y la estira para abrirla; con la otra, aprieta su nariz tapando las fosas nasales. Con la pinza coloca pedazos de algodón encima de la lengua, sobre las encías. “Es necesario que la garganta quede sellada para que el formol no pase por ahí, no se regrese”. Mete algodón en la boca hasta que queda completamente llena pero sin abultarle las mejillas y al final pone un trozo pequeño y delgado en forma de labios.
“Cuando son más viejitos”, dice el tanatopracta, “ya no tienen dientes y la boca está como metida, para eso sirve el algodón, para que se vea mejor la expresión”. Horas más tarde, en una cafetería, con un pan en la mano, Hugo me dirá que esa es la motivación de su oficio: que el muerto luzca bien en su último momento, para que sus seres queridos lo recuerden así. Pagan entre 60 y 100 dólares para que la persona que acaban de perder luzca decente en su último día en la Tierra. La tanatopraxia es la vanidad que la familia impone al muerto.
El tanatopracta es cuidadoso y delicado en su acción. Con una toalla de papel limpia el rostro y sacude los alrededores del ataúd para que queden libres de pelusas de algodón. Sostiene un empaque plástico plateado con verde, lo abre y saca una afeitadora. La pasa sobre las mejillas, mentón, bigote. Lo afeita por última vez.
La cara pálida y amarillenta queda más despejada. Con su dedo índice le arregla las despeinadas y canosas cejas, en las que se revelan los 70 y tantos del cuerpo. Rocía un spray, una suerte de desinfectante, en todo el rostro y espera a que se seque. “Ese líquido hace que luego el maquillaje se quede por más tiempo”.
Las manos arrugadas del difunto están entrelazadas a la altura del ombligo. Una de ellas aún tiene restos de esparadrapo y catéter, que algún descuidado en el hospital olvidó retirar. Con la pinza, quita las tiras y el pedazo de tubo transparente. En el pequeñísimo orificio de la mano, por donde pasaba la medicina, deja caer una gota de pegamento líquido. De nuevo, explica que es necesario tapar todos los orificios del cuerpo para evitar que el formol “se salga”.
Cuando termina el rostro y las manos, le saca el cinturón y le desabrocha el pantalón negro a su paciente. El tanatopracta no se detiene mientras trabaja. Sobre la piel flácida y blanca, en la parte superior del muslo, hace una incisión con un bisturí. Entre las piernas, justo a lado de la bomba de formol, está el equipo quirúrgico.
La incisión deja ver carne viva y sangre. Pocas gotas salen de la herida. Una sensación que no logro terminar de describir, como repulsión, me obliga a mirar a otro lado. Me alejo y acerco al ataúd, midiendo mi resistencia.
Introduce sus dedos índice y medio en ese hueco y los mueve, hurgando. Me alejo a una esquina y observo cómo recoge dos pedazos de piola y mueve sus brazos como si estuviera haciendo un nudo. Espera. Vuelvo a acercarme, la curiosidad le gana a mi estómago. Veo ese orificio, como llaga abierta, presionada por las piolas hechas nudo. Justo ahí, el tanatopracta coloca la delgada y transparente manguera conectada a la bomba de formol.
Para quitarme la crudeza de la escena de mi mente, veo a mi alrededor. Me fijo en la enorme imagen de Jesús que cuelga detrás del ataúd, en la tela blanca y transparentosa que recubre el cofre por dentro, en las doradas y brillosas bases que sostienen el féretro. No me calma pero me distrae. Todo está perfectamente arreglado, ordenado, decorado para despedir a alguien que nunca apreciará lo que le han preparado.
El formol debe pasar por todo el cuerpo, por eso el tanatopracta palpa la arteria femoral, usada con frecuencia como puerta de acceso para los catéteres en operaciones. Allí introduce el delgado tubo y se asegura que esté ajustado. Alza y baja una palanca que, con presión, saca el líquido que contiene la bomba. El formol empieza a recorrer el cuerpo. El tanatopracta usa entre dos y tres litros por persona.
***
Cuando el tanatopracta termina de irrigar el veneno que retardará la putrefacción del cuerpo, saca un hilo y sutura la herida. Las puntadas son irregulares, como si estuviera consciente que no importa si le deja una cicatriz. Para asegurarse de que quede bien cerrada y no haya riesgo, la retoca con unas gotas de goma. A veces, al momento de morir, los ojos y la boca quedan abiertos, por eso durante el esparcimiento del formol aprovecha para cerrarlos.
Las pinzas, tijeras y bisturí, también manchados de sangre, están sobre una toalla de papel. Con otra igual, embebida en alcohol, limpia los utensilios y los guarda. Enrolla la manguera de la bomba en la tapa y la coloca en el piso.
– “Está casi listo”, dice, “solo falta la estética”.
Los familiares contrataron formolización y estética, dos servicios que se ofrecen por separado. La formolización evita que el cuerpo se pudra muy rápido, que cambie de color, que apeste; el maquillaje, intenta disimular cualquier rasgo que revele lo obvio: quien ahí yace es un cadáver.
De la misma caja, donde guarda el “equipo de cirugía”, los guantes, el algodón y el alcohol, saca una esponja pequeña, de esas blancas y triangulares, mojada en una crema color beige. Esparce el maquillaje por el rostro y el amarillento se va transformando en crema, parece que le está devolviendo la vida, aunque siga sin respirar.
Después de la base líquida, esparce otra en polvo, con una brocha y, al final, un poco de blush. Los maquillajes disimulan los tonos de la muerte pero no logran ocultar las arrugas y ojeras de la vejez. Los polvos vuelven al contenedor multifuncional. Podría ser de un médico, un enfermero, un maquillador, o de un estilista. Saca una peinilla y un spray en frasco azul y rocía el cabello del difunto, lo peina y –como si se ganara la vida haciendo tocados– se aleja y se asegura de que se ve bien.
Dentro del ataúd, ya no queda ningún utensilio junto al cuerpo. Todo está guardado. El trabajo está hecho. El tanatopracta, cierra la caja de herramientas, la levanta y se aleja de la sala de velación. Se despide, mirando a los familiares:
– “Ya está. Sintiéndolo mucho”, dice y camina hacia la puerta.
– “¿No le afecta?”, le pregunto impulsiva.
– “A veces, pero ya estoy acostumbrado” responde, “Venga, acompáñeme, que tengo otro”.
***
La siguiente sala es más pequeña pero tiene más ramos. Los arreglos florales, colocados en el piso, compiten por su variedad de hierbas, colores y tamaños. Hay un Jesús más grande y unos candelabros más brillantes. Es una sala más decorada. En el ataúd está una mujer que pasó los noventa. “Una abuelita. Es más fácil cuando son de edad avanzada, uno sabe que los familiares no han sufrido tanto”.
Una bufanda blanca enmarca el arrugado rostro de la anciana, como si fuera una caperuza. Él retira la tela y acomoda la cabeza sobre la pequeña almohadilla que la levanta. Esta vez solo es formolización, no estética.
Con el bisturí, la tijera, las piolas, las mangueras y la bomba de formol, repite la acción. Esta vez, las toallas de papel tienen menos sangre.
Termina de formolizar y baja la enagua y falda de la señora, que ha debido levantar para poder hacer la incisión para que entre el formol. Junta las piernas y mueve el cuerpo para cuadrarlo dentro del ataúd, para que esté simétrico. Limpia con las toallas de papel los alrededores y acomoda las manos juntas sobre el ombligo. Sostiene la bufanda blanca que le quitó y la vuelve a acomodar, procura que esté mejor puesta. Hace su trabajo en silencio pero su mirada, a ratos, revela cierta ternura.
Termina y le dice a los familiares que esperan afuera que pueden entrar.
Guarda en la cajuela de su carro gris la bomba de fumigación, la caja de herramientas y la funda. Dice que no sabe si su día acabará ahí. Tiene entre uno y diez trabajos diarios. Lleva ya cinco años así, como tanopráctca independiente. Lo llaman de cinco funerarias distintas, a cualquier hora, cualquier día. Por eso no ha tenido vacaciones desde entonces. Si su familia le insiste en salir de paseo, elige destinos cercanos y si lo llaman, deja lo que está haciendo y va. No delega su trabajo, no confía que lo hagan igual, no quiere quedar mal. Es un freelance siempre disponible para arreglar muertos.
***
Hugo, el tanatopracta, trabajó durante 20 años en una funeraria grande, importante. Empezó como guardia y llegó a ser auxiliar de servicios. Movilizaba cuerpos, de la clínica a la funeraria, de la funeraria al cementerio; hacía trámites, tareas de laboratorio. Ahí empezó a experimentar con cuerpos. Viajó a Colombia y Venezuela para asistir a seminarios y talleres de tanatopraxia. No es un oficio que pensó haría, solo surgió. Su padre también laboraba en esa funeraria y cuando él tuvo edad para trabajar, lo llamaron.
En Ecuador no hay formación en este oficio, en otros países existen carreras universitarias. Hay un submundo de la tanatopraxia, hasta un referente mundial: Jean Monceau, el hombre que “preparó” a Lady Di, Jacques Costeau y Bette Davis.
En los 90, cuando a Hugo le ofrecieron el trabajo, no le molestó hacerlo, ni le tenía miedo a la muerte. No le tiene miedo a la muerte. “Cuando formolizo o maquillo siento energías, siento que me están observando, es como si quedara algo de esa persona ahí. Pero no me asusto”. Ha tenido pocos episodios que lo han dejado intranquilo, pero han sido pasajeros, de una noche, esa que coincide con el día que manipuló un cuerpo. En una ocasión atendió a una señora gorda. Para que entrara en el ataúd hubo que extraerle líquidos, un procedimiento más complicado, de esos que se hacen en esos laboratorios oscuros, con camas de metal, que están disponibles en las funerarias más costosas.
Mientras formolizaba y arreglaba a la difunta sintió una “energía fuerte” y al llegar a casa, de madrugada, se acostó y abrazó a su delgada esposa. Al hacerlo, sintió que estaba sujetando a una mujer mucho más robusta.
Eso no lo asusta, lo que le da miedo es hacer mal su trabajo. Las dos incisiones que realiza ahora con tanta tranquilidad, le causaban mucha ansiedad al inicio de su carrera. “La arteria está muy cerca a las venas y me pasó que toqué una y empezó a salir mucha sangre que no podía controlar”, cuenta con un poco de vergüenza.
El tanatopracta no cuestiona las razones por las que lo contratan. No cree que sea vanidad ni apego, sino dignidad.
– “¿Dignidad de quién?”, pregunto.
– Dignidad. Dignidad de los familiares que quieren ver a su difunto bien.