¿Por qué nos importa tanto el fútbol?
Un texto en celebración del Club Sport Emelec
Emelec es campeón. Una corta oración sobre un acontecimiento que en el devenir de la historia de la humanidad, de la vida de una persona, es quizá tan insignificante como un grano de azúcar en una taza de té. ¿Por qué, entonces, me ha arrebatado hoy esta felicidad casi completa? Creo ser consciente del justo lugar del fútbol. Como todo deporte moderno, es una distracción, amén de una gran maquinaria de multiplicación de dinero alrededor de la cual giran inversiones, carreras y profesiones. La suerte en este mundo de un mortal común –como yo– en nada varía por el resultado de un partido o campeonato; la familia, los amigos, el trabajo siguen allí o desparecen bajo su propia lógica, siempre.
Hoy mientras luchaba con el sol, mis pies y mi crónica congestión nasal, parado en un pedazo de cemento que jamás volveré a pisar, mi mente viajó involuntariamente a los momentos que me unen al fútbol y lo conectan tan profundamente con las cosas que más amo. Emelec no es sólo Emelec; es mi padre, mis hermanos, mis tías y tíos; es mis amigos, aquellos emelecistas como yo y esos otros “rivales”, igual de entrañables, con quienes discutí y compartí chanzas desde la primera edad; es, incluso, mis innumerables compañeros de trabajo que encontraron en él el motivo para que esa complicidad rompiera la distancia de la relación laboral.
Esta tribuna portovejense del Reales Tamarindos condensa –condensó– un poco de todas estas cosas. Mi hermana colgada del alambrado gritando las mismas canciones que yo entoné once años atrás; mi tía con su hijo quinceañero; mi primo y su copa de espumafón,; mi amigo de toda la vida agradeciendo al cielo mientras otro amigo –fotógrafo en pleno trabajo– lo retrata desde el otro lado de la malla; los amigos de mis hermanos, hoy amigos míos, bregando por mantener el puesto desde el cual se ven con dificultad los dos arcos; mi novia, guardando con paciencia el puesto en la fila; yo mismo, arrancándome el pelo tras el penal errado por Stracqualursi, como lo hice luego del gol del Aucas en el último partido del año 2002.
El árbitro pitó el final. Un cero a cero sin lustre. Un campeonato sin la alegría del gol, precisamente por la alegría de los goles pasados que produjeron tan holgada distancia entre Emelec y sus perseguidores. Los recuerdos de este partido –la travesía de ida y de la travesía de vuelta; la radio, la tv y los comentarios; los festejos en la Víctor y el único vaso de whisky que me tomé porque lo tenía prometido– son ahora parte de lo mejor de mi vida. Con derecho propio se unen a los recuerdos de 2002 y 2001 en Guayaquil, de 1994 en Quito –y Babahoyo, aunque esto merecería mayor explicación–, de 1993 en Manta y de 1988 en Quito. Son los recuerdos que quisiera mañana legar, novados, a los hijos que algún día espero tener. Son los recuerdos que no quiero perder.
El fútbol es sólo un juego. El fútbol es todo esto.