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¿Puede ser Mr. Simpatía el nuevo símbolo de la unidad latinoamericana?

Yo llegué a Hamburgo a finales de del siglo pasado. Era un estudiante pobre venido de Sudamérica con alguna platita que mis padres  habían ahorrado para que yo pueda sobrevivir los primeros meses hasta encontrar un trabajito.  Bueno, en el fondo sabía que tan pobre no era porque si de verdad se me acababa la plata,  mi viejo, gerente de una trasnacional, podría enviarme más. Pero les juro que vivía como si de verdad fuera pobre, saliendo poco, viviendo con estrechez, financiándome los tragos en los clubes y discotecas a punta de robarme los vasos vacíos de los otros clientes por los que se podía cobrar un depósito. 

Un día, caminando por las calles de la ciudad descubrí una tienda latina que tenía en su vitrina unas botellas de Inca Cola. Entré para comprar eso que yo de niño había calificado como la mejor cola del mundo –en esa época creía además que la Inca Cola era ecuatoriana–. La vendedora era una boliviana que me contó que el fin de semana se llevaría a cabo allí mismo –detrás de la tienda había una discoteca, un enorme salón de eventos– el concurso “Mr. Latino 2000”. Me preguntó si no quería participar. Me reí un poco, con una risa clasista “Yo en un concurso de belleza de machos latinos, ja!”. Siempre le tuve mucho desprecio a este tipo de certámenes ridículos. Recordé que hace pocos días había recibido una hoja volante en el Stadpark para la elección de la “Miss Milagro” organizada por la numerosa colonia milagreña residente en Hamburgo ¡Venir a Europa para enterarse de que la Miss Milagro es elegida en Hamburgo! “El primer premio son 500 Marcos en efectivo y un vale por un valor de 100 Marcos para compras en esta tienda, el segundo son 300 Marcos y un vale de 50  y el tercero para Mr. Simpatía, 200 marcos y 6 litros de Inca Cola” me dijo la boliviana.

Horas más tarde les anuncié a algunos amigos que participaría en “Mr. Latino 2000” como representante de Ecuador. Les pedí que, por favor, fuesen a apoyarme el día del evento. Como todo certamen de belleza que se respete, en éste también estaban previstos los desfiles en traje casual, traje de baño y traje de gala, así como la infaltable ronda de preguntas. 

Aunque había repasado mi show con el que pretendía coronarme como “Mr. Simpatía”, la noche del magno evento estaba bastante nervioso. Mis contrincantes, ya se habrán imaginado, eran verdaderos latinos de cuerpos bronceados y musculosos: futbolistas, latin lovers con experiencia en gimnasios. La verdad es que en el camerino –en realidad la bodega del bar– se respiraba un ambiente algo hostil, mucho macho alfa, mucha testosterona, salvo por el candidato uruguayo, Jorge Isidro Larralde, un peluquero gay que se había criado en Ecuador y que afuera tenía a todo la comunidad homosexual, transexual y de travestis haciéndole barra.  

En el salón se escuchaba el estruendo del merengue (aún el reguetón no se ponía de moda)  mezclado  con las risas y los gritos de los asistentes que esperaban ansiosos nuestra primera salida: el desfile en traje casual. El jurado -compuesto por el cónsul de Ecuador y las consulesas de México y Colombia– también estaba listo para calificarnos. 

Al ritmo de “Fiesta en América” y en medio de un gran griterío femenino salimos del “camerino”, atravesando por en medio del público hasta alcanzar el  escenario. “Mr. Ecuador”, o sea yo, estaba vestido con una camiseta setentera abajo de la cual, sobre cada hombro, me había colocado unos globos, que me daban un aspecto  de jugador de fútbol americano raquítico, parecía un Frankenstein más bien deforme. Me planté frente al jurado y con un alfiler que tenía entre los dedos reventé los globos ¡Pum, pum! Mis amigos en el público aplaudieron y gritaron “¡Ecuador, Ecuador!”
Para la ronda en traje baño, el alboroto de las chicas del público era ensordecedor y el paso desde los “vestidores” hacia el escenario se convirtió en un verdadero vía crucis. Mientras sonaba a todo volumen “Living la vida loca”, hombres y mujeres me metieron mano, me agarraron la nalga y me pellizcaron las tetillas a lo largo de los 15 interminables metros que había que caminar para llegar al escenario. Ahí me planté con mi torso peludo y pálido, mi malla, mis flotadores en los brazos y unos lentes para bucear. A mi derecha y a mi izquierda, más de diez fortachones morenos con los cuerpos aceitados y pelo corto –salvo el candidato de Colombia que tenía el pelo largo–. Pero mi estrategia parecía que estaba dando resultado. El público empezaba a gritar “¡Andrés, Andrés, Andrés!” Mis amigos seguían gritando “¡Ecuador Ecuador!”.

Para el desfile  en traje de gala me puse un terno que había alquilado en una tienda de disfraces. Un saco y pantalón de satín amarillo patito y una camisa morada. El chiste me había costado mas de 60 marcos, más un depósito de garantía de 200. Aparte me había inventado un mecanismo para romper en llanto –así como suelen hacerlo algunas reinas de belleza en el momento en que anuncian su triunfo– con una pistolita de agua conectada a un catéter que me recorría el brazo, bajo la manga del saco, hasta la muñeca y de la que saldría un chorro de lágrimas cuando me llevara las manos a la cara al enterarme, emocionadísimo, que el honorable jurado me había coronado como Mr. Simpatía 2000. 

Ese era el plan. 

Salimos, pues, a la ronda final en la que nos harían las preguntas. “¿Qué opina de la unidad latinoamericana?” me preguntó el animador que era también el dueño de la discoteca y de la tienda y que aparte de moderar se pasaba haciendo publicidad a sus productos. “Yo apoyo al unidad latinoamericana, pero no la de los gobiernos corruptos y de las empresas transnacionales que nos han llevado al exilio económico…” dije en un arranque populista mientras miraba de reojo a los cónsules del jurado “¡sino la unidad bolivariana de los pueblos, de los hombres y mujeres trabajadores de mi América Latina!”  Mis amigos gritaron a voz en cuello: “¡Ecuador, Ecuador!” muchos del público gritaban con cada vez más fervor, sobre todo los de Colombia y Venezuela “¡Andrés Andrés, Andrés!” “Será que por unos segundos me he convertido en el símbolo de la unión grancolombina?”, me preguntaba.

Llegó el momento de la premiación y yo estaba más que seguro que quedaría entre los tres finalistas. Me preparé para accionar la pistolita de agua con el chorro de lágrimas. El animador comenzó: ”El jurado ha tenido la dificilísima tarea de escoger a los tres finalistas. El tercer puesto va para… ¡Aaaandrés Rincón de Colombiaaa!”. Los colombianos gritaron como locos “Andrés, Andrés, Andrés!”. Mis amigos, ya todos bien borrachos, empezaron a burlarse “Pocahontas, Pocahontas”. 

“¡El segundo puesto es para el venzolano Aaaandrés Cepedaaa!”. Los venezolanos gritaron y aplaudieron. Mis amigos borrachos: “¡Cepeda se peda, Cepeda, se peda!” “Y en primer lugaaaaaarrr… Mr Latino 2000… ¡Joorrrge Isidro Larralde de Uruguaaaayyy!”.

Sintiéndome víctima de una injusta descalificación, me puse a “llorar” a grito pelado con mi pistola de agua y mojé a muchos asistentes que estaban junto a la tarima. Un de ellos, muy enojado, me agarró la pierna. “¡Payaso hijueputa!” me gritó y me hizo perder el equilibrio. Caí entre el público y una turbamulta se abalanzó sobre mi, zarandeándome, empujándome, golpeándome. Por suerte mis amigos acudieron para sacarme de ahí y salvarme de un linchamiento. Mi traje alquilado quedó hecho flecos.

A la mañana siguiente llamé a mis padres para que me envíen dinero.