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La capacidad de los políticos para decirnos que la culpa no es nuestra sino de sus adversarios, es algo maravilloso. Es un arte trabajado durante casi doscientos años mediante el cual nos han repetido, con metódica insistencia, que los problemas no somos causantes y víctimas de nuestras propias tragedias, sino que alguien más debe hacerse cargo.  Ha sido una movida muy astuta porque una de las decisiones de las que deberíamos hacernos cargo es la de haberlos elegido una y otra y otra vez. En ese círculo del cinismo, nos hemos convencido de que somos parte del país de los buenos. Unos buenos que son, también, víctimas. Es la transmutación de la culpa judeocristiana a la democracia moderna: estamos como estamos porque alguien más nos jodió incluso antes de que llegáramos

Es un lugar bastante cómodo. Uno es bueno, víctima e impotente. El cambio no pasa por uno, sino por los terceros que van a derrotar a los malos. La cuestión es que en esa intermediación de la solución de los problemas, nunca sabemos quién es, en verdad, el malo. La definición y la identidad del perverso pasa tanto de mano en mano que cuando se nos presenta es apenas una deformación de lo que fue ese hombre. De ese remedo de adversario, de esa piltrafa de enemigo hacen escarnio público. Ha pasado desde siempre. Desde que Julio César humilló a Vercingéntorix hasta Sadam Hussein, nos hemos acostumbrado a celebrar la derrota de los despojos que deja la derrota, aplaudiendo desde la feliz distancia de quien todo lo mira desde la seguridad. 

Tal vez sea hora de renunciar a ese terreno de supuesta superioridad que unos astutos y rapaces nos han señalado como el idóneo. Es hora de dejar esa victimización voluntaria y cómoda desde donde aplaudimos a los héroes de opereta que hemos elegido para que nos salvan de todo, menos de nosotros mismos. Es preciso mirar hacia los demás para encontrarnos a nosotros mismos. No es la capacidad reproductiva lo que ha perpetuado la especie humana, sino la habilidad para explorar y, en el camino, conocernos mejor. Acercarnos a los demás, lejos de nuestros propios condicionamientos, de nuestras asumidas mezquindades es despojarnos de las certezas que nos hacen pensar infalibles, papales y triunfales. 

Solo si renunciamos a nuestra seguridad entenderemos que en la posibilidad de equivocarnos –y enmendarnos – radica la esencia de la condición humana.