En noviembre del 2012, a mi esposo, brillante arquitecto guayaquileño, lo invitaron a dar clases, dos veces por semana, en una Universidad en Quito. Luego le propusieron becarlo para una maestría en una Universidad en Alabama, sur de los Estados Unidos.

— Oye, Peke, si me sale la maestría afuera por un par de años, ¿me acolitarías? – me preguntó.

— ¡De ley! –contesté sin pensarlo mucho– ¿Dos años sabáticos con mis hijos y sin trabajar? ¡Lo máximo!

Cuando me lo contó, no lo tomé muy en serio. Si se daba bien y, si no, también. Pensaba que no saldría.

En marzo del año siguiente llegó la carta de aprobación de la Universidad. Mi esposo saltaba de emoción al punto de que pensé que en cualquier momento gritaría “¡me la gané, por Dios santo, me la gané!” y me besaría, como Stacey Vera al gallito en el comercial de la lotería nacional. Yo, mala y egoísta esposa, en lugar de felicitarlo, me encerré en el baño a llorar mientras pensaba: “Ahora sí me jodí, mi mundo perfecto se fue a la mierda”.

Soy abogada, trabajo desde los dieciocho años, me pagué sola mis estudios universitarios y desde esa edad me acostumbré a no depender de nadie y, más bien, a ayudar a mis papás. En 1995 entré al estudio jurídico donde presté mis servicios hasta que me dijeron que tenía que mudarme a la tierra de Forrest Gump. Era un despacho pequeño que poco a poco creció y se volvió un bufete importante, con los mejores seres humanos con los que se puede contar. Me especialicé en el área laboral. Desde el comienzo, mi trabajo se convirtió en un pilar importantísimo en mi vida, me fascinaba lo que hacía. Sabía que era bendecida por levantarme feliz cada día, amando hasta las broncas con las autoridades de trabajo. Me pagaban por hacer lo que me apasiona. Era como Disney para un niño. Obviamente las tareas domésticas y la cocina nunca me interesaron en lo más mínimo, y mis poquísimos intentos de preparar algo terminaron todos en ollas quemadas, arroz sucio —no sabía que se debía lavar— y otros desastres indignos de ser mencionados.

Tenemos dos hijos, una familia muy unida y muchos amigos. Nuestra vida implicaba además de nuestras agitadas y estresantes actividades profesionales, todo lo relacionado con los niños: llevarlos al colegio, almorzar con ellos, sacarlos a pasear, acompañarlos a los cumpleaños. Y cuando lográbamos que se durmiesen o encontrábamos alguien que los cuidara, nos íbamos de cafecito, o de margaritas, o de karaoke con amigas, o salíamos con otras parejas. Todo esto era posible gracias al apoyo de Nelly, a quien llamamos la alegría del hogar porque nos ayudaba con los chicos y con eso que detesto: el trabajo sucio de la casa.

Esa era la vida que yo llevaba. Una vida muy feliz, plena y agitadísima. No paraba desde las seis y media de la mañana hasta las doce de la noche, me hacía bolas muchas veces pero me fascinaba esa adrenalina. Lo normal de toda (o casi toda) mujer-profesional-moderna-y-medio-feminista-que-se-respeta. Mantenida del marido, jamás. La dependencia económica es una forma de sometimiento.

Cuando salió la famosa beca, todos nuestros amigos y familiares estaban felices por mi esposo. Esas mismas personas empezaron a manifestar su grave preocupación por mí. Uno de los más preocupados era mi jefe, con quien había trabajado por más de dieciocho años y que me había encargado muchos temas delicados de varios clientes y con quien además me une una amistad entrañable.

¿Tú de ama de casa?

Eso no es lo tuyo, ahí te quiero ver.

De paso a Alabama.

Vas a terminar ordeñando vacas y cosechando algodón con tus hijos corriendo descalzos en overol.

Pequeñas profecías que adornaban la antesala de un infierno cercano.

Mi esposo siempre me consultó mi opinión. No soy idiota, sabía que era una oportunidad única para él como profesional, además de su sueño. Mi padre también estuvo en la misma situación cuando yo tenía seis años y nos fuimos a vivir a Francia durante cinco que recuerdo como los más felices de mi vida: la mejor infancia que podría imaginar. Ahora podía replicarla en mis hijos, sin contar del provecho que le sacarían a aprender un nuevo idioma y conocer otra cultura.

Además, negarme a aceptar la maestría habría implicado tener a mi lado un esposo frustrado, que me habría echado a mí la culpa de todo lo malo que le pasara en el futuro: se dañó el carro, mi culpa por no apoyarlo; terremoto en Guayaquil, mi culpa por no apoyarlo. Así que tocó poner cara de qué lindo. Y empezar a irnos.

Fueron seis meses tensos. Meses de broncas bastante tontas, como cuando le reclamé a mi esposo indignada por haber publicado en su columna en el diario “de mayor circulación” que nos íbamos del país, antes de haberles dicho a mis clientes y él pensó que yo tenía algún amante a quien no quería contarle del viaje. Meses de odiar, a veces, a mi marido por sacarme de mi mundo feliz. Meses de trámites horrorosos, como las cuatro o cinco veces que me tocó ir al instituto de crédito estatal hasta que decidieron que los documentos estaban completos. Meses en los que hasta me asaltaron camino a obtener la visa y casi se llevan nuestros pasaportes.

Dejar a nuestras familias y amigos fue duro pero también fue la oportunidad de sentir el cariño de muchas personas que querían despedirse de nosotros. Si en esos dos últimos meses en Guayaquil no nos volvimos obesos y alcohólicos, ya no lo seremos nunca.

Dejar mi trabajo fue lo que más lágrimas me sacó. Llegué a niveles patéticos de llanto. Después de que renuncié seguí yendo a la oficina por varias semanas, estuve en absoluta negación antes, durante y después. Pasar de ser una madre trabajadora a una ama de casa no era lo mío y siempre lo vi —y lo sigo viendo— como un enorme sacrificio. Sacrificio que debía hacer por el bien de la estabilidad familiar porque, al final de cuentas, las mujeres somos las que siempre debemos sacrificar más por la familia. Jamás estuvo entre las posibilidades que mi esposo viaje solo. Ya dije, no soy idiota.

Ya estamos en Alabama desde hace un mes y hasta ahora no he visto ni media vaca viva que pudiera ordeñar:  la cosa no está tan sureña como lo imaginé. El lugar es lindo para que los niños crezcan, de hecho hay muchas áreas verdes para jugar, es como vivir en medio de un parque lleno de césped, árboles, ardillas y muchos niños, cosa que en Guayaquil no tenían porque vivíamos en un departamento en el centro y sus actividades al aire libre estaban muy limitadas. Se están adaptando muy bien.

Mi esposo está feliz. He cumplido con el objetivo de no tener un marido frustrado, el día que Guayaquil tiemble y sea tragada por el mar ya no será mi culpa.

¿Yo?

Extraño todo de Guayaquil. Está bien, casi todo: no extraño el calor, el desorden, el desdén de cierta gente en cumplir normas básicas de convivencia y el ser asaltada una y otra vez. Extraño a toda mi gente, me aburro como ostra porque aparte de dedicarme a la casa y a los niños no tengo mayor cosa que hacer por ahora, aparte de quemar absolutamente toda proteína animal que se me ocurra meter al horno. Cero adrenalina. Salir en las noches es como un recuerdo de otro tiempo, todo queda lejos y no podemos dejar a los chicos, así que bye bye diversión. Los quehaceres domésticos son lo peor de esto: detesto cocinar, me da asco y jamás lo haré con cariño. De hecho, cuando salía con un chico, en la primera cita aclaraba que yo no cocinaba ni pensaba hacerlo jamás. Mi marido estaba muy bien advertido y aun así se casó conmigo, pese a tener una mamá que podría ser la competencia de Gastón Acurio. Espero que en estos dos años un poco de mala alimentación no nos haga mucho daño.

Agradezco haber nacido en la era digital porque vivo enchufada al celular para estar en contacto con la gente en Ecuador. Cuando mis papás nos llevaron a Francia no teníamos ni teléfono y siempre que hablo con mi mamá –casi a diario– le pregunto cómo lo logró. Todos mis amigos tenían razón: esta huevada es difícil. Sueño americano, las pistolas. Claro que la gente opina y te dice – estoy segura que con la mejor intención– cómo te tienes que sentir. Eso no ayuda mucho. Voy a decir la verdad: eso no ayuda en nada, porque una se siente todavía más tonta al no aprovechar “la magnífica oportunidad que te ha dado la vida”, al punto de que estoy pensando escribir 10 cosas que no deben nunca decirse a una mujer profesional que ha tenido que convertirse en ama de casa.

Es un proceso en el que una tiene que llorar, cabrearse, deprimirse, sorprenderse, querer salir corriendo, quejarse y desahogarse. Es mi legítimo derecho y nadie me lo va a quitar. A veces se sonríe también. No he reído mucho a carcajadas en estos días, como solía hacerlo en Guayaquil.

Me desesperan las cosas que pasan en nuestro país mientras estamos lejos: la graduación de mi hermana, la parrillada con los panas, el abrazo a un amigo que sufrió una pérdida, el tío enfermo. Espero que no pase nada malo con nuestros seres queridos ni con nosotros mientras estemos acá. Ese miedo me asalta constantemente, y no hay nada que pueda hacer al respecto.

¿Lo bueno? Me he unido más con mi marido (luego de odiarlo nuevamente por hacerme esto). Ahora nuestras noches son de vino, películas y largas charlas. Hasta hemos acordado hacer una especie de taller de escritura entre los dos. Ahora paso más tiempo con mis hijos, cosa que me estaba perdiendo por andar hecha la mujer maravilla. No tengo ningún empacho en decir que la maternidad no es mi fuerte. Adoro a mis nenes, pero a ratos provoca congelarlos por un par de horas, pero también he aprendido a ser más paciente y menos cómoda en cuanto a su educación. En el plano personal, ya encontraré qué hacer para no morir de aburrimiento ¡Por lo pronto, desahogarme un poco con esta columna!