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Declarando una memoria en tiempos de amnesia

Procuramos vivir nuestras vidas de una manera normal, dentro de lo que los estándares sociales determinan lo que es “normal”. Estamos preocupados por los detalles rutinarios, intranscendentales e importantes en nuestra existencia: pagar las cuentas, asegurar un bienestar para nuestras familias, decidir qué artefacto comprar y así por el estilo. Hasta que en algún momento en nuestras vidas, nos damos cuenta que estas habituales e importantes prevenciones concernientes a nuestra seguridad individual, confianza económica, y un bienestar personal, no solamente depende de nuestros propios esfuerzos, sino también de una estructura social consistente con sus propias propuestas. Hablar de estructuras sociales, es utilizar conceptos de orden, poder y justicia; los cuales se constituyen en espacios y tiempos para el ejercicio natural de lo humano en búsqueda de su libertad.

 

El equilibrio de una sociedad, estará entonces, determinado por las relaciones existentes entre orden, poder y justicia. Las acciones desarrolladas en cada uno de esos ámbitos son fundamentales para las interacciones de los sistemas sociales, los cuales están estrechamente relacionados entre sí. Es así que sin justicia, el poder y el orden no podrán tener un equilibrio adecuado para que se desarrollen las dinámicas sociales que garanticen el ejercicio y disfrute pleno de los derechos humanos. Por su parte, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define a la justicia como: “… una de las cuatro virtudes cardinales, que inclina a dar a cada uno lo que le corresponde o merece”, “el derecho, razón, equidad”, “Aquello que debe hacerse según derecho o razón” y como una “pena o castigo público”. La justicia lleva implícito el concepto de derechos, dado que es una de las características irrefutables para el ejercicio de la misma. El no cumplir y gozar plenamente los derechos humanos implica un desequilibrio en la justicia.

Ecuador es un destino ineludible en la geografía de este planeta. La generosidad y exuberancia de la vida es uno de los factores que actúan con gran intensidad en la identidad de esta tierra. En esta época que el planeta, con sus respectivas estructuras sociales, está reformando sus valores éticos y morales –principios fundamentales sobre los cuales nuestros predecesores idearon y construyeron esta sociedad contemporánea– se hace inexcusable redescubrir esta acumulación de saberes, para explícitamente convertirla en uno de los bienes inmateriales más preciados de un pueblo, su sentido de pertenencia.

Para ilustrar este sentido de pertenencia, se puede citar las prácticas de medicina ancestral, guiadas por hombres y mujeres de medicina –quienes de acuerdo a su tradición y cultura representan a un linaje– a quienes se los conoce como: Yachaks, Taitas, Mamas, Uwishines, Chamanes; términos que representan “un conocimiento holístico de la energía espiritual que mueve la totalidad del cosmos y la vida, que no se lo obtiene mediante el conocimiento intelectual, racional, sino mediante el vivir de la experiencia, pues al conocimiento se llega a través del hacer.” (Por los senderos del Yachak, Patricio. Guerrero y Luis. Herrera, Abya-Yala, 2012). Consecuentemente estas prácticas de medicina patrimonial – dentro de un tiempo-espacio de sincretismo cultural – no han podido ser erradicadas de la riqueza inmaterial cultural de nuestro país.

Hablar de sabiduría ancestral, es ir más allá del entendimiento idiomático de estos conceptos, es recurrir a un lenguaje simbólico, donde el simbolismo es una de las formas más antiguas de introspección humana. Esta manifestación humana da forma a la imagen y mirada que el ser humano tiene por lo sagrado y que a su vez, conforma su propia realidad. El simbolismo chamánico es una forma de sabiduría enraizada en la psique humana, la cual se encuentra en la base de todas las culturas, religiones, mitologías y filosofías que han ido determinando, a lo largo de la historia, nuestro camino. Consecuentemente, rito y simbología constituye una de las formas del trabajo chamánico, en donde se accede a una “realidad superior”. Y a través del rito –como expresión de nuestra cultura ancestral– podemos acercarnos a las fuentes de nuestro “ser interior”, es decir a un estado de autoconocimiento.

En el libro recopilatorio de Juan Bottasso, Religiones Amerindias (Abya-Yala, 1992), Rolf Foester, en su ensayo sobre los Mapuches y su religión, cita a Mauss Caillois sobre la necesidad de realizar los ritos:

“… la de hacer posible la conexión o el encuentro entre lo sagrado y lo profano. El supuesto […] es que lo sagrado es el ámbito del poder y de la plenitud (sobre todo en los valores de subsistencia); que lo profano, en cambio, es el ámbito de la carencia y de la impotencia. Esto explica que la oposición entre lo sagrado y lo profano sea de carácter complementario y que constituye el principio capital del orden cósmico. Entonces, por las características peculiares de cada uno de ellos y, por su no menos indispensable comunicación, la sociedad requiere regular sus mutuas relaciones. Esto se logra a través de los ritos. Por medio de los ritos positivos, la naturaleza de lo sagrado y/o profano deviene de su contrario y, por medio de los ritos negativos, se mantiene a los dos dentro de su ser respectivo, es decir se los aísla”

En cierta manera, el rito no persigue formular un problema de reciprocidad, tampoco es el enunciado de una hipótesis, sino la generación de un acontecimiento que tenga un sentido para toda la comunidad. La fuerza de su credibilidad no radica en la solidez o consistencia de la mitología que acompaña al rito, sino en una transformación individual y eventualmente colectiva. Por lo tanto, el rito se convierte en un impulso de conciliación entre lo sagrado y lo profano, coadyuvado por un ánimo de apropiación y ensanchamiento cultural.

Desde su cosmovisión, todos los pueblos originarios, comparten la visión de que el cosmos y la humanidad fueron creados gracias a un acto primordial de amor divino. Para estos pueblos, el amor se constituye en la unidad conciliadora entre poder y conocimiento. Fernando Santos, en sus conclusiones sobre El poder del amor: poder, conocimiento y moralidad entre los Amuesha de la selva central del Perú (Abya-Yala, 1994) manifiesta por un lado, el entendimiento de un amor unilateral el cual es el que las divinidades sienten por sus criaturas mortales. En donde las divinidades dispensan su aliento y su fuerza vital a todos los seres vivientes de esta “tierra mortal”. Y por otro, el de un amor mutuo existente entre los Amuesha – entiéndase humanidad – y las divinidades, el cual, a través de el sentimiento expresado y manifestado en las ofrendas rituales los Amuesha – seres humanos – alimentan (dan vida) a sus divinidades y son, a su vez, alimentados (dados vida) por ellos. El amor es el signo de la relación entre el reino de lo sagrado y de lo profano. De esta manera, es el amor el que legitima al poder y al conocimiento, y es esencial a la concepción de “buen individuo” y de la “buena vida social”.

Se dice que cultura, es todo aquello que un ser humano necesita saber, para poder actuar de manera correcta, dentro de un grupo social y es aquí donde la antropología juega un papel preponderante en la re-construcción de una identidad social, en donde es pertinente aplicar un principio de alteridad, el cual nos permita integrarnos a todos estos grupos humanos – que llamamos minoritarios – con los cuales, en el contexto ecuatoriano, todos mantenemos relaciones de filiación y de afinidad.

El mundo occidental, en su desarrollo se ha alejado de este amor mutuo, construyendo una visión de cultura separada de su entorno natural. Patricio Guerrero en su ensayo sobre Cultura y Antropología: Estrategias conceptuales para comprender la identidad, la diversidad, la alteridad y la diferencia (Abya-Yala, 2002) sostiene que:

“…la concepción de cultura (occidental) estará marcada por un claro contenido etnocentrista, propio de las sociedades dominantes europeas. Una muestra evidente de esta postura etnocéntrica la encontramos en Hegel, representante del pensamiento ilustrado, para quien la verdadera cultura se sustenta en la noción de geist (espíritu). La cultura comienza a ser vista con relación a diversos aspectos como las costumbres, el lenguaje, el pensamiento, el genio, el carácter, la familia y la sociedad civil. En consecuencia la cultura no es sino una producción del espíritu propio de las sociedades civilizadas. Para este filósofo, tanto África, América como Asia, aun no habían madurado como para entrar a formar parte de la historia de la humanidad, pues consideraba que aun vivían en una “cultura natural”, como niños que se limitan a existir lejos el espíritu de lo que significa pensamientos y fines elevados (civilización); son culturas naturales que deberán desaparecer cuando la civilización se acerque a ellas. El triunfo de la razón marcaba, según Hegel, el triunfo de la civilización de Occidente… ”

Esta visión de cultura divulgada por Hegel, toma fuerza y se consolida en Europa durante el siglo XVIII, fusionada con paradigmas políticos que articularon regímenes doctrinarios para escudar sus codicias expansivas y colonizadoras. Ecuador en su construcción social e histórica, no esta exento de estas enunciaciones occidentales. Aunque nos hayamos declarado independientes en 1824, las prácticas sociales encaminadas a determinar la construcción de un “buen individuo” o de una “buena vida social” han estado siempre en relación de dependencia con las impuestas por las culturas imperialistas occidentales.

Sin dejar de reconocer que el mundo occidental y sus revoluciones francesa e industriales trajeron consigo transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales; éstas igualmente vinieron con consecuencias alarmantes, así podemos ver que la obra construida por el mundo occidental globalizante a generado brechas sociales que marcan diferencias abismales entre los “unos” y los “otros”, en donde un proceso intrusivo de “globalización” busca excluir al “otro”, ejerciendo el más poderoso de los poderes: el ocultar el lugar decisivo que los “otros” tienen en tal autoconstrucción.

Desde que el ser humano, en su proceso evolutivo, alcanzó un nivel de consciencia, ha generado muchas preguntas para develar los fenómenos y acontecimientos que le circundan, en principio una pregunta latente ¿Quién soy Yo? Pregunta que devela una consciencia sobre sí mismo. Sin embargo, en una búsqueda de identidad profunda el ser humano durante este proceso evolutivo, ha caminado un largo sendero que nos lleva hasta el Homo Sapiens – quien, producto de miles de años de prueba-error es aquel que sabe, cataloga y conceptualiza su mundo; hasta llegar al Homo Sapiens Sapiens – quien es aquel que sabe que sabe. En este proceso evolutivo entra en juego un pensamiento, descripción y aceptación de lo concreto que eventualmente se mueve hacia formas más abstractas.

Es precisamente que en este proceso de abstracción, el pensamiento no debe limitarse a destacar y aislar solamente las propiedades y relaciones de los objetos accesibles a Ios sentidos, sino que trata de descubrir el nexo oculto e ilusorio de lo tangible. Es en esta búsqueda de una identidad profunda que agradezco que Ecuador sea un país multiétnico y pluricultural, y que, en mi sentido de pertenencia puedo encontrar formas de organización cultural que van más allá del sincretismo cultural entre lo español y lo indígena, como un reconocimiento y aceptación a formas ancestrales que han perdurado en el tiempo. Expresado de una manera más amplia, la dicotomía entre el pensamiento occidental basado en la razón y el sentir no-occidental afirmado por un sentimiento. Así, los mitos y los ritos que los acompañan, son un instrumento de definición ideológica, son los catalizadores para reactivar las energías de una comunidad. En sus funciones históricas y sociales, sirven para transmitir, recordar, reforzar por medio de palabras y acciones los valores, normas de conducta individual y colectiva con los cuales se construye un sentido de partencia originario. Son las voces que traen buenas noticias desde muy lejos.

Un análisis antropológico sobre estas dimensiones de orden, poder y justicia, aplicadas a un mundo contemporáneo, nos permitirá observar activamente el proceso evolutivo que nuestras sociedades y los diversos modelos por los que nos hemos transformado, se han manifestado. Se puede señalar tres modelos de cambio: el tradicional, el moderno y el postmoderno. Y es en este modelo postmodernista que los seres humanos utilizamos definiciones como: sociedad global, sociedad del tercer entorno, sociedad del conocimiento, sociedad de la información, etc., como referentes de una sociedad contemporánea y sus respectivas relaciones de poder. Consecuentemente, cabe plantearse interrogantes como: ¿Existe un poder mundial?; ¿De qué manera se determina un orden mundial?, y ¿Cuál debería ser el concepto de justicia mundial? Estas interrogantes nacen en tiempos que marcan un movimiento pendular característico de una sociedad postmodernista, en los cuales el ser humano se siente amenazado por la incertidumbre de un cambio que constantemente afecta estas dimensiones de seguridad individual, confianza económica, y bienestar personal.

En contraste con las sociedades originarias, la sociedad moderna ha dado un alto valor moral a la racionalidad, la efectividad y la eficiencia. La cultura moderna ha creado más organizaciones para satisfacer una mayor cantidad de necesidades sociales y personales. Sin embargo, este aumento de la amplitud y racionalidad de las ocupaciones, trabajos y acciones, no se han realizado sin costo social y humano. Mucha gente se siente profundamente frustrada y estupefacta a consecuencia de una ruptura social cada vez más marcada. Las estructuras sociales, en vez de convertirse en servidoras dependientes de su sociedad, se han vuelto en su contra. Un ejemplo de esta afirmación podemos encontrarla en el contexto actual con todos los movimientos sociales alrededor del mundo y su consiguiente represión por sus respectivos órganos estatales. Tratando de acallar las voces de miles de personas que se reconocen en su diversidad y que quieren mantener esta dignificante abundancia de conciencias y saberes.

Actualmente, el ser humano se encuentra inmerso en un torrente de eventos posmodernistas, muchos de ellos de carácter inmediatista, producto de una sociedad consumista, orientada hacia el entretenimiento de masas que se desinteresa por conocer y eventualmente mantener o cambiar los sistemas sociales, culturales y políticos en los cuales interactúa. Dejando esta tarea adscrita, principalmente, a grupos pertenecientes a una minoría crítica. Engels en sus conclusiones generales sobre el Estado dice que: … el Estado nace de la sociedad; aparece cuando esta última “se enreda en una insoluble contradicción consigo misma”, y tiene a su cargo “amortiguar el conflicto manteniéndolo en los límites del orden”; definiéndolo como “un poder, producto de la sociedad, pero que intenta ubicarse por debajo de ella e independizarse cada vez más”.

Dentro de esta realidad de violencia e intimidación, se debe poner en perspectiva el fenómeno de la violencia de dogmas, credos, religiones y reconocimientos analizada en dimensiones consecutivas: primero, en el sentido de comprender que existe un binomio entre identidad-alteridad de saberes / inclusión-exclusión de saberes. El hecho fortuito, biológico o geográfico, que determina los rasgos básicos de la identidad de un saber esta superpuesto por diversos sistemas de normas, horizontes morales, mitos, prejuicios e ilusiones; por lo tanto, al existir una relación natural entre las relaciones de reconocimiento de saberes, éstas son en la actualidad un conjunto de condicionamientos estructurales que han hecho de estas relaciones de creencias y saberes, un fenómeno visible – sujeto a un escrutinio social – mayormente silenciado por las relaciones de poder imperantes.

Consecuentemente, el hecho de ser iguales en dignidad y derechos, tal y como lo declara el artículo primero de los derechos humanos, implica un ejercicio de justicia, paradójicamente ausente en este proceso de globalización. Las condiciones actuales limitan el ejercicio y disfrute pleno al derecho a la vida, la seguridad y a la salud. Nos enfrentamos a tiempos donde el cambio de estas estructuras sociales – como las conocemos – debe darse al interior de estas estructuras mismas y dentro de cada sociedad. Como anuncia la primera profecía Maya: …cada hombre está en el salón de los espejos para encontrar en su propio interior su naturaleza multidimensional… de esta manera, el interpretar, transcribir, e incluso juzgar la interrelación de culturas diversas, son quizás aspectos trascendentales, con los cuales el estudio de la Antropología aplicada puede y debe –en estos tiempos de cambio– constituirse en un instrumento guía en este proceso de transformación estructural en nuestras sociedades.

Al tenor de estos tiempos, la “gran familia humana” habitualmente examina sus respuestas en un pensamiento occidental. Sin embargo, se descubre a sí misma en un movimiento pendular, en donde este pensamiento occidental tiene como contraparte toda una amalgama de saberes, creencias, costumbres y ritos, los cuales, más allá de reconocer y puntualizar eventos socio-culturales o de examinar y confrontar unos hechos con otros; busca descifrar y beneficiarse de este conjunto de eventos que marcan nuestra humanidad. Citando a Jorge Luis Borges: “dos son las obras que dejan en pos de sí los hombres: una la obra en sí misma y otra, la imagen que del hombre se forman los demás”. Por lo tanto, en términos de una antropología en constante construcción, nuestras sociedades deben ser re-pensadas, incluso re-fundadas frente a la falacia de que el mundo haya sido necesariamente construido a partir de un centro occidental –aglutinador, negando su alteridad, negando un centro que también tenemos los otros, los no occidentales.

Cabe reflexionar sobre la permanencia en el tiempo de muchas prácticas ancestrales en la realidad de nuestro país, las cuales deben ser examinadas más allá de una visión folclorista; éste es un conocimiento relativo a la forma cómo el ser humano en su esencia se relaciona con la vida. El ser humano por naturaleza siente la necesidad de relacionarse, ser parte de una comunidad, de agruparse, no solo para sentirse seguro, también para fortalecer sus sentimientos de pertenencia, desarrollar confianza en sus pares, paradójicamente, para encontrar su libertad al relacionarse con otros, iguales o diferentes a sí mismo. Adicionalmente, las fronteras culturales vienen, en primera instancia definidas por lo natural y que, como seres humanos, tenemos una tendencia a definir nuestra territorialidad. Su correlato en el ámbito de lo cultural-social es la determinación de los límites marcados a los seres humanos por el propio cuerpo, su identidad social y ciudadanía, su color de piel, ideología, oficio, género, etc. que operan como formas igualadoras o separadoras. Es decir, que antropológicamente hablando, las fronteras tienen dimensiones ecológicas, jurídicas y políticas.

Las reflexiones subyacentes giran en torno a que el orden y sus relaciones intrínsecas con el poder y la justicia, y la trascendencia de la condición humana sólo pueden ser logrados a través de la adquisición de un conocimiento susceptible a las diferentes fuentes con las cuales se nutre así mismo; que este conocimiento genera poder; y que este poder es legítimo sólo en la medida que el conocimiento en que se basa sea utilizado con propósitos morales. La relación entre poder y conocimiento constituye una constante implícita o explícita, en los estudios antropológicos. Foucault en su trabajo sobre Disciplina y castigo subraya la interdependencia entre el poder y el conocimiento – “no existe relación de poder sin la constitución correlativa de un campo de conocimiento, ni conocimiento alguno que no presuponga y constituya al mismo tiempo relaciones de poder”.

Concomitantemente, se enfatiza el hecho de que el poder no es simplemente represivo o negativo, sino que también es positivo en la medida que produce conocimiento. Desde la perspectiva de Foucault “el conocimiento no es tanto verdadero o falso cuanto legítimo o ilegítimo para un conjunto particular de relaciones de poder”.

Al iniciar este ensayo, mencioné que en la construcción de un orden social, los grupos humanos ponen en evidencia una dinámica social que interactúa entre el orden establecido, el poder ejercitado y un concepto de justicia que satisfaga las necesidades humanas. Así pues, estos mismos sistemas antes analizados, no solamente sirven para conceptualizar o categorizar realidades convergentes; sirven también para satisfacer necesidades, desde las más básicas hasta las más altas.

Dado que las fuerzas de crecimiento dan lugar a un movimiento ascendente en la jerarquía social: procuramos satisfacer necesidades básicas y fisiológicas hasta calmar necesidades de seguridad y protección; de afiliación y afecto. Cabe analizar en que medida, el conocimiento con el cual hemos construido nuestra sociedad contemporánea, ha sido legitimado desde un razonamiento excluyente-occidental, o desde un sentimiento-incluyente no occidental. Subsecuentemente, examinar cómo diferentes sociedades conciben y aplican el conocimiento en su relación con el poder; y cómo el conocimiento, el cual en sí mismo constituye una categoría neutral, es puesto (o no) al servicio de la sociedad. La sabiduría adquirida a través de una búsqueda ritual de conocimiento es la que hace fuerte los pensamientos de una persona.

Las tareas sencillas asumen una identidad propia, y crecen más allá de su alcance original hasta convertirse en proyectos mayores. Yongey Minguyur Rinpoche, maestro iluminado budista, en sus reflexiones sobre La alegría de la vida (Harmony Books, 2007) cuenta una historia relacionada a la supervivencia del más bondadoso:

“Imagine como sería pasar su vida en un cuartito con solo una ventana cerrada y tan llena de mugre que la luz escasamente puede entrar. Probablemente pensaría que el mundo es un sitio oscuro y lúgubre, lleno de criaturas de formas extrañas que proyectan sombras aterradoras contra los vidrios sucios. Ahora imagine que un día se derrama un poco de agua sobre la ventana, o le caen unas gotas de lluvia después de una tormenta. Usted las seca con un trapo o con la manga de su camisa, y mientras lo hace, un poco de la mugre que se había acumulado en el vidrio desaparece. De repente, un rayito de luz atraviesa el vidrio. Lleno de curiosidad, usted lo limpia con más ahínco y a medida que la mugre se va quitando, penetra más luz. Es posible que después de todo, el mundo no sea tan oscuro y lúgubre. Tal vez sea la ventana, piensa usted.

Después va al lavadero, trae más agua (y tal vez algunos trapos más) y sigue limpiando hasta que la superficie de la ventana queda completamente limpia. La luz entra a raudales y usted se da cuenta, tal vez por primera vez, que todas esas extrañas sombras que antes lo asustaban cada vez que pasaban, son personas, iguales a usted. Y desde lo más profundo de su consciencia surge un impulso instintivo a formar un vínculo social – a salir a la calle y simplemente estar con ellas.

En verdad, usted no ha cambiado nada en absoluto. El mundo, la luz y la gente siempre estaban allí. Usted simplemente no los podía ver porque su visión estaba empañada. Pero ahora lo ve todo – y que diferencia.

Esto es lo que en la tradición budista llamamos el amanecer de la compasión, el despertar de una capacidad innata de identificarse y entender la vivencia de los demás”.

El mundo occidental ha construido este cuarto, en el cual pretende que todos los seres humanos vivamos, limitando nuestra visión a las paredes que restringen un entendimiento más amplio de lo humano; sus propias relaciones decadentes entre orden, poder y justicia son la mugre con que se han oscurecido las ventanas de la percepción. Este es el tiempo en que esas ventanas se limpien con el Agua de vida, que nos limpia y permite que fluyamos. Que la Luz nos ilumine a todos por igual, para poder ver el origen de las sombras, para que un oscurantismo globalizador no sea el que determine lo que esta bien o lo que esta mal. Así, el conocimiento profundo, es concitado y revelado a través de los mecanismos del amor. El rito, por lo tanto, es vida, es un medio con el cual el individuo se comunica consigo mismo, con los otros, con la sociedad, con la naturaleza y con lo sobrenatural; es un intento de modificar e influenciar a los otros, y al mismo tiempo es influenciada y modificada. Mientras el ser humano camine sobre esta tierra, dejará sus huellas impresas en el tiempo y el ciclo de la vida con su declaración hacia lo sagrado se regenerará así mismo.

Como dijo Máma Dolores Kakuango, líder visionaria de Kayambe: “Somos como la paja del páramo, que se corta y vuelve a crecer, y de paja de páramo cubriremos el mundo”, todo esto, en un movimiento pendular para encontrar un equilibrio en estos tiempos en que el hacer memoria se convierte en un acto de libertad.

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Juan Caguana. Lodiza. 2013.

Guillermo Núñez