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“Es la injusticia, no la justicia, la que nos retrotrae al ámbito de la política normativa; el despotismo, no la libertad. Una teoría política moral debería comenzar con una política negativa: una política que nos explicara cómo desarticular el mal antes de decirnos cómo buscar el bien”. El fragmento que copio íntegro, de autoría de la teórica política israelita Avishai Margalit, es citada por Homi Bhabha -uno de los principales exponentes de la teoría poscolonial- como epígrafe general de apertura a uno de sus libros donde se interroga por las personas sin Estado: migrantes, minorías étnicas y sexuales, refugiados; aquellas condiciones a las que algunos se ven obligados a vivir y cuya presencia es puñal tibio “que hiere de muerte el sueño de un mundo sin fronteras”. En Ecuador, con un ejército de migrantes forjado en las numerosas crisis y atracos financieros, lo sabemos bastante bien.

Menciono esto con motivo de la coyuntura de la resolución de la Defensoría del Pueblo (DPE) del 26 de agosto de este año, en el caso de un refugiado colombiano dedicado al comercio informal vs elementos de la policía metropolitana de Guayaquil, en una denuncia de abusos sistemáticos de ese aparato disciplinario del gobierno local. Mi cercanía con el refugiado, a quien conocí en un grupo focal y a quien luego acompañé en sus actividades que luego se plasmaron en una crónica, me ubican en el lugar de no poder divorciar los dramas, miedos y utopías de él y de su familia, con las discusiones legales. La fría artillería jurídica de la municipalidad, desplegada en las audiencias, es evidencia de lo que ocurre cuando se intenta resolver problemas humanos con lenguaje jurídico.

En ese sentido se debe comprender el que en una de las audiencias un abogado del municipio, frente al chantaje denunciado donde determinados metropolitanos le exigieron dinero al refugiado a cambio de no impedirle trabajar y con ello maltratarlo, lo haya leído como responsabilidad también del informal por haberles entregado el dinero exigido para que no le impidan trabajar y ser maltratado. Razonamientos deshumanizados.

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La DPE así lo reconoce cuando declara “que se han vulnerado los derechos en el refugio a la igualdad material y al trabajo autónomo y por cuenta propia en los espacios públicos del peticionante, por parte de la Policía Metropolitana de Guayaquil” toda vez que se ha demostrado que su actividad económica “constituye el único medio de subsistencia de sí mismo y de su familia de nacionalidad ecuatoriana”.

La respuesta del municipio, fechada el 19 de septiembre, entendió la demanda del refugiado de un modo no menos peculiar: lo entendió como un pedido de “carta blanca para irrespetar normas locales”, sin lógica –dice la respuesta– en tanto se “sobredimensiona una situación individual planteando medidas generales que suponen el desconocimiento de la obligatoriedad de respetar las normas jurídicas”. La prohibición al comercio informal en sectores de la ciudad, terminan afirmando, “se justifica en función del interés general, del interés de la ciudadanía”.

Ello resulta interesante si se lo compagina con otro de los puntos de la resolución de la DPE, que señala que “[e]l Concejo Cantonal de Guayaquil no ha dado cuenta de manera oficial, si quiera, de un intento de ejercicio argumentativo –al menos superficial–, dentro del foro público, en torno a la constitucionalidad, o no, de esta norma municipal”. De hecho, esa respuesta del municipio tampoco lo hace: su argumentación se reduce a remitir la competencia en legislación local que disponen los Gobiernos Autónomos Descentralizados en el marco del COOTAD.

Si bien el municipio menciona que debe reprocharse cualquier abuso, termina en un atolladero al no detectar los cortocircuitos de las ordenanzas con realidades de subsistencia de los habitantes. Es así que los abusos registrados con regularidad en numerosos medios de comunicación seguirán siendo leídos como síntomas dislocados, como acciones reprochables de malos elementos en el ejercicio del control y nada más.

Y que por ello también clausura la interrogación por los problemas éticos de normativas hostiles con la fragilidad propia de –en este caso- la condición del refugiado: el recurso de la ficción del “interés general” sirve como dispositivo normalizador que elimina la posibilidad de diálogo con la realidad en donde el 90% de la comunidad de refugiados en Guayaquil se dedican al comercio informal, como revelan cifras del ACNUR. Obtura, además, la posibilidad de una ética del reconocimiento intersubjetivo como eje de la administración de la ciudad: solo así puede entenderse la lectura de que la solicitud del refugiado por el respeto de derechos es una solicitud de “carta blanca para irrespetar normas locales”.

Lo que subyace es un problema de reconocimiento; reconocimiento que, a decir de Bhabha, debe ser el “núcleo de una ética de la vecindad y de la hospitalidad”, dimensionando el que la condición del refugiado, como extranjero, forastero, lo ubican en la posición de una paradoja estructural de tener que adecuarse a una realidad-otra distinta al marco lógico de su país de origen: la condena del forastero a “ser el mismo y el otro”, no olvidando su cultura original pero poniéndola en perspectiva dada aquella nueva realidad en la que debe desenvolverse y vivir, como señala Kristeva en sus apuntes sobre la extranjeridad. En eso consiste su fragilidad, que se complejiza si consideramos que la mayoría de los refugiados colombianos se ven obligados a huir –muchas veces solo con lo que tienen puesto- por la violencia en su país.

Dicho reconocimiento, como núcleo de una ética de la hospitalidad, despliega nuevos horizontes en la idea de justicia que son transversales en la tarea de la administración pública, y que no pueden pasarse por alto remitiendo a las competencias del gobierno local, según tal o cual código, en lo que respecta a poder formular su legislación.

Esto lo tuvo claro Sen en su interpretación de los derechos humanos no como proposiciones sobre lo legalmente garantizado, sino como un entramado de afirmaciones éticas: “estas articulaciones públicas de los derechos humanos a menudo son invitaciones a iniciar una legislación nueva, en lugar de apoyarse en lo que ya está legalmente establecido”, es decir, la Declaración Universal de 1948 –por ejemplo- fue ante todo una propuesta de “patrón para nuevas leyes (…) y no solo [un pedido para] una más humana interpretación de las protecciones legales existentes”.

Nadie duda de las competencias municipales; al contrario, lo que se pone en escena son los cortocircuitos de la legislación existente con las realidades de sectores de la sociedad. No se pide “carta blanca para irrespetar normas” sino el reconocimiento de que existen comunidades frágiles para así proceder con la formulación de una legislación nueva que intente zurcir tejidos en lugar de desplegar dispositivos normalizadores con el costo del rompimiento de tejidos precisamente por su carácter de inflexibles.

Con ese razonamiento, no se trata solo de capacitar en derechos humanos a los policías metropolitanos para evitar los documentados excesos de fuerza; se trata de fomentar –ahí sí, en ejercicio de las competencias municipales- una forma de administración fundamentado en una política de reconocimiento con ideas de justicia que en su centro mismo se localice una ética de la hospitalidad.

Recordando a Margalit: son las injusticias, en efecto, las que nos deben movilizar a la reflexión sobre cómo desarticular el mal; son los excesos de fuerza y los abusos de la policía metropolitana en su función de hacer cumplir normativas los que deben llevarnos a pensar cómo y qué debe reformularse.

¿Cuál sería, sino, el sentido de la administración pública?

https://gkillcity.com/sites/default/files/images/imagenes/119_varias/600Tomasi.jpg2009. Tomada de riorevuelto.net (Plantón del ITAE, 2009)

Arduino Tomasi

Bajada

Deudas del Consejo Cantonal de Guayaquil, con motivo de la resolución de la Defensoría del Pueblo en el caso del refugiado colombiano dedicado al comercio informarl versus elementos de la Policía Metropolitana.