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@MonaOjedaF

La censura espera con ilusión el día en que los escritores

se censurarán a sí mismos y el censor podrá retirarse.

J.M. Coetzee

 

El jueves 26 de septiembre los principales diarios del país difundieron, unos con mayor insistencia que otros, la noticia de que la venta del libro Una tragedia ocultada por Miguel Ángel Cabodevilla y Milagros Aguirre había sido prohibida. La orden fue expedida por la jueza Hilda Garcés bajo el argumento de que en la publicación se reproducían fotografías de menores de edad. La discusión esencial —¿Quiénes son esas niñas? ¿En manos de quiénes están? ¿Qué ocurrió con sus familias? ¿Qué está haciendo el Estado por garantizar su seguridad y sus derechos?— pretendía ser dirigida a otros derroteros: el uso inadecuado de material que violenta el código de la niñez. Todo esto a pesar de que las fotografías utilizadas en el libro documentan un hecho de mayor relevancia y de que, además, se trataba de imágenes en las que los rostros de los niños, al igual que sus nombres, habían sido deliberadamente difuminados.

Sin embargo, el intento por invisibilizar Una tragedia ocultada es, paradójicamente, lo que la hará estar más presente que nunca.

La decisión de censurar un libro que indaga en los sucesos acontecidos en marzo de este año con los Taromenane y los Waorani no puede dejar de resultar, como poco, sospechosa, sobre todo en estos momentos de revuelo nacional por el tema de la explotación en el Yasuní; pero no es sospechosa porque haya sido o no una decisión sugerida desde la cúpula gubernamental —en la versión más paranoica e inverosímil de una búsqueda del porqué a la censura de una investigación legítima y necesaria—, ni porque tenga como finalidad central mantener a la sociedad ajena, distante, indiferente, de lo que acontece a cientos de kilómetros de su casa, en el oriente ecuatoriano, con gente que no comparte su estilo de vida, ni sus valores, ni su forma de comunicarse ni de, por lo tanto, entender el mundo; es sospechosa porque refleja, involuntariamente, la incapacidad de algunas personas dentro del aparato estatal y del sistema de justicia para hacer una reflexión ética genuina que vaya más allá de minucias legales o, incluso, morales.

En 1996, J.M. Coetzee publicó un libro de ensayos titulado Contra la censura en el que, con claridad e inteligencia, aborda ese espinoso tema exponiendo casos que él considera relevantes y que ejemplifican puntos muy concretos sobre los que vale la pena debatir. En el apartado “Cuando se ofenden los poderosos”, Coetzee escribe: “La censura estatal se presenta a sí misma como un baluarte entre la sociedad y las fuerzas de subversión o de la corrupción moral”. Antes de reflexionar sobre esta cita quisiera decir que vivimos una época en la que la palabra “censura” está, a su vez, censurada del discurso. No es políticamente correcto estar a favor de la censura, de modo que muy difícilmente un estado que la maneje declarará públicamente que lo hace, mucho menos se atreverá a pronunciar la palabra, sobre todo porque siempre querrá dirigir la atención hacia otra perspectiva en donde sus acciones son justificadas. Para ello, por supuesto, necesita otro léxico que no esté desprestigiado. Los eufemismos, los giros en el discurso, la redescripción de la censura renombrándola y otorgándole otros valores, es lo que se hace hoy en día para eludirla. Lo mismo ocurre con otros términos estigmatizados como racismo, xenofobia, homofobia o genocidio. Es de esta forma que algunos miembros de Amanecer Dorado en Grecia se atreven a decir, con rotunda firmeza, que no son racistas. Lo mismo ocurre con varios grupos de ultraderecha española cuando se les pregunta “¿Se consideran ustedes racistas?”, responden “¿Racistas? ¿Nosotros? ¿Por qué?”. La retórica, el uso del lenguaje, se vuelve en estos casos un elemento esencial: por eso los escritores siempre han infundido cierto temor a los ejes de poder de una sociedad porque ¿quién explora mejor las posibilidades del lenguaje que alguien que escribe?

Volviendo a la cita de Coetzee: la principal razón por la que un poder echa mano sobre determinados discursos para transformarlos o por la que silencia, ignora o hace poco eco de determinada información es porque, desde una postura paternalista, cree que es su deber para con la sociedad hacerlo; cree que es su deber ordenar el caos y eso, en muchas ocasiones, lo hace sentir que esgrime el discurso de La Verdad desde el trono imaginario de La Razón. En Latinoamérica hemos tenido muchos ejemplos de este tipo de censura, así como de otro tipo mucho más perverso, aunque no más peligroso, que es el de la represión violenta —con esto me refiero a la que no sólo pretende dar muerte al discurso, sino a sus defensores—. La lista de libros prohibidos en las dictaduras militares fue bastante larga, con textos como Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano y Antes que anochezca de Reinaldo Arenas (por citar sólo dos y de forma arbitraria). Hoy por hoy la política del miedo ata las lenguas de muchos periodistas mexicanos que han visto cómo sus colegas han sido asesinados por pronunciarse respecto al poder del narco en su país y, sin irnos muy lejos, en Ecuador también ha habido retaliaciones por actos tan sencillos como los de reunirse a conversar desde una postura contraria a la del eje de poder, manifestarse, escribir una columna de opinión, o escribir un libro. La discusión no debería versar sobre si estos actos son o no intentos válidos de desprestigiar a una figura pública bajo supuestos o falacias, sino sobre el hecho de que se empiece a justificar la censura desde el aparato gubernamental —que posee mecanismos mucho más bastos para controlar la información— y que se generalice una sensación de poca libertad para disentir y cuestionar un discurso hegemónico.

La preocupación que suscita la censura a Una tragedia ocultada es la de que exista una autocensura en las personas que trabajan en un determinado marco discursivo, una autocensura que las haga actuar por una especie de ley implícita de que hay cosas que no deben ser mostradas. Coetzee cita a John Milton para referirse a esto: “La institución de la censura otorga poder a personas con una mentalidad fiscalizadora y burocrática que es perjudicial para la vida cultural, e incluso espiritual, de la comunidad”, personas a las que, como dije anteriormente, les cuesta pensar fuera de un marco específico de orden. El gobierno nacional pronunció su rechazo hacia la decisión de la jueza Garcés, pero eso no lo exime de la responsabilidad que tiene de incluir en su discurso la situación de los pueblos ocultos, situación de la que apenas hace mención con datos verificables cuando trata el tema de la explotación en el Yasuní; tampoco lo exime de su deber de protegerlos y de garantizar sus derechos, punto que Miguel Ángel Cabodevilla critica, precisamente, en su texto. De la misma manera como se hace hincapié en el sintagma de “prensa corrupta” para desprestigiar discursos opuestos, también se debería insistir en una sensibilización nacional hacia los pueblos no contactados que habitan en el Yasuní y a los que les afectará directamente la extracción de petróleo.

John Stuart Mill, dice Coetzee, creía que “no es la sociedad la que requiere protección contra el individuo que se aparta de la norma; por el contrario, lo que hay que proteger son los derechos del individuo, no sólo frente a la ‘tiranía del magistrado’, sino también contra la ‘tiranía de la opinión y el sentimiento dominantes’”. Este criterio liberal nos recuerda que fácilmente cualquiera puede convertirse en censor y también autocensurarse según el caso. Pensemos, por ejemplo, en la decisión de Supercines de no poner en cartelera La muerte de Jaime Roldós. La decisión de no pasar un documental porque no se alinea a ciertas posturas políticas es, desde el lugar de la cadena Supercines, también un tipo de censura, y nada tiene que ver con una institución censora que prohíba ciertos productos culturales a nivel estatal, sino con la idea heredada e interiorizada de que hay cosas que no se deben mostrar, ya sea por salvaguardar, de forma paternalista, la moral social, o por el simple hecho de que no se quiere disgustar u ofender a algunas personas. La censura no es sólo un arma blandida desde un poder fáctico hacia los ciudadanos, también es un arma que empuñamos cada uno de nosotros hacia el de al lado y hacia nuestra propia cabeza.

Habría que pensar mucho más seriamente en la noción de autocensura y en nuestros propios papeles como posibles censores. Y digo esto porque creo que actualmente esa es la censura a la que se apela desde los ejes de poder. Reinaldo Arenas escribió que en Cuba existía una “amenaza oficial incesante” que hacía “no sólo [de] una persona [un] objeto de represión, sino también autorreprimida, no sólo una persona censurada, sino autocensurada, no sólo vigilada, sino que se vigila a sí misma”. Hoy en día la censura de un libro no significa privar al público de su contenido: basta con subirlo a internet —Una tragedia ocultada está accesible en la red y circula libremente para todo aquel que quiera leerlo—. La prohibición publicita el texto mucho mejor que la indiferencia. En nuestros días el silencio es más preocupante que el acto de silenciar; el silencio siempre ha sido la censura más poderosa de todas.

Es por esto que deberíamos preguntarnos por los silencios que componen nuestra visión de la realidad, los silencios que sostienen a nuestra sociedad, y quizás entonces podamos empezar a descubrir que el asunto de la censura es mucho más complejo de lo que creíamos, que es una especie de monstruo omnipresente que se nutre de los disfraces que le ofrece el lenguaje con el que nos describimos y describimos el conjunto de cosas que nos rodea.

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Bill Viola. The Messenger. 1986.

 

Mónica Ojeda