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O por qué a este mundo le falta meterse más ácidos

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A las cinco de la tarde, al pie de un acantilado frente al mar, Juan, Ana, María y yo, Miguel, no sin algo de miedo, nos pusimos la mitad del diminuto cuadrado bajo la lengua. Su sabor amargo nos dio un poco de nauseas.

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La dietilamina de ácido lisérgido, el LSD, es una droga psicodélica semisintética que se obtiene del cornezuelo del centeno. Fue sintetizada por primera vez el dieciséis de noviembre de mil novecientos treinta y ocho por el químico suizo Albert Hofmann sin saber cómo cambiaría la historia de la humanidad. Hofmann investigaba si los alcaloides del cornezuelo –que no es otra cosa que un hongo que ataca los granos del cereal– podían tener algún uso médico y no descubrió los efectos psicodélicos del LSD hasta cinco años después cuando se convirtió en el primer hombre en el mundo en elevarse, por error, en el vuelo ácido. Mientras trabajaba en el laboratorio, el químico suizo había absorbido por los poros una diminuta dosis y se había sentido mareado y visto una serie de "imágenes fantásticas, formas extraordinarias con patrones de colores intensos caleidoscópicos”.

Después de esa experiencias, Hofmann, como buen científico, hizo lo responsable: se administró una dosis superior de LSD el diecinueve de abril del mismo año. En plena guerra mundial, no habían automóviles disponibles, así que Hoffman le pidió a su asistente que lo acompañase en el viaje en bicicleta hasta su casa. Durante el trayecto, la experiencia psicodélica aumentó, al punto de que el científico pensó que se había vuelto loco. Ya en su casa, hizo llamar a un médico para que lo tratase por el envenenamiento que suponía se había causado, pero éste no encontró fisiológicamente nada extraño, así que lo mandó a dormir. Cuando despertó, a la mañana siguiente, Hofmann dijo sentirse calmado y renovado, sin resaca alguna (aunque con algo de sueño) y con los recuerdos bastante intactos.

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Salimos al sendero que conecta la casa con el carretero. Una ligera somnolencia, acompañada de una que otra arcada, se manifiesta en nosotros. Conversamos y nos reímos. Más allá del ligero atontamiento, no sentimos ni experimentamos nada. Yo, de todos, parezco el más lúcido. Todos estamos conscientes de que en unos treinta minutos comenzaremos a sentir los efectos de la lisérgida pero es inevitable pensar que no pasa nada. “No me coge”. Avanzamos unos cuantos metros y pasamos el portón que impide que los burros silvestres lleguen a las casas, cuando empezamos a sentir que los colores han comenzado a tornarse más vívidos, los sonidos son más claros y, aunque aún tenemos algo de asco por el mal sabor del ácido, se nos ha adormecido la punta de la lengua. En la cordillera que empieza en el pequeño pueblo de La Entrada y que penetra en Manabí, la vegetación es tupida. Como pronto atardecerá, Ana recomienda no internarnos en la selva. Hay muchas culebras e insectos, además de que podríamos perdernos. Damos la vuelta y enfilamos hacia el portón, cuando de repente María grita “¡Miren en la Montaña, todos los dibujos de las culturas precolombinas!”. Yo no veo nada. Me siento raro pero todo lo que veo es lo mismo que vi esta mañana, cuando llegué lúcido y contento a este paraíso. Tampoco Ana, ni Juan ven lo que tanto emociona María. Ella ríe y no deja de hablar, pide entre risas y sollozos que alguien la calle. Ana está un poco preocupada, es la más pequeña del grupo y el ácido la mantiene con ganas de vomitar. Unos metros después, noto que el portón parece tener otra dimensión. Juan se para un rato y dice extrañado “parece que la puerta se está alejando”. María sigue riéndose sin parar, mientras ve miles de dibujos de las culturas Manteño Huancavilca, Valdia, Chorrera, dibujarse en la piedra erosionada contra la que golpea el mar hace siglos. En un momento, se me ocurre tocar una planta de sábila. Vibra. Se nota que está viva. Juan me imita y la toma como un bebé “Este hermoso me está jalando”, dice sonriendo “siento que me dice que somos seres vivos”. Todos lo imitamos y es real, hay una conexión distinta con las plantas. En el centro de la mata, se forman pequeños rectángulos y triángulos que dibujan mosquitos prehistóricos, libélulas gigantescas.

Cuando estamos por subir, paso junto a un tronco, del que siento un rumor. Me da la impresión de que me llama. Pongo la mano izquierda sobre él y levanto la mirada: es un árbol viejo, dentro del cual hay un hormiguero y que ha sido casi cubierto por una enredadera poderosa. Cuando veo los extremos de la enredadera, las puntas comienzan a bailar y sesear: son unas serpientes vegetales perfectas que me observan sin ánimos de atacarme.

Mis compañeros de viaje se ríen y María dice fascinada que jamás había visto la expresión de alguien que descubre algo por primera vez. Juan está extasiado con mi conexión con el tronco: “te he visto desnudo ahorita, hasta el alma”.

 

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Steve Jobs, el fundador de Apple, dijo que consumir ácidos fue una de las mejores cosas que hizo en su vida. Cuenta que cuando lo hizo, el trigal en el que estaba con su novia empezó a tocar Bach. Francis Crick descubrió la estructura de ADN durante un vuelo de ácidos. La mejor música que se produjo en el siglo veinte se hizo bajo la influencia del LSD ¿qué sería de este mundo si Bob Dylan no hubiese iniciado a los Beatles en el consumo de drogas, en agosto de 1964?

Sin las drogas psicodélicas, la contracultura muy difícilmente hubiese trascendido como lo hizo. La historia de la psicodelia es la historia de esas drogas. El término no existía hasta mil novecientos cincuenta y siete, cuando el siquiatra Humphry Osmond buscaba un término alternativo a “alucinógenos” mientras trabajaba en la terapia psicodélica. Para dar con el término, le escribió al autor de Brave New World, Aldous Huxley quien le recomendó la palabra phanerotime, que procedía de los vocablos griegos φανερός (manifestación) y θυμός (espíritu). Decía Huxley en una carta a Osmond:

Para hacer de este mundo sublime,

Hay que tomar medio gramo de fanetorime

A lo que el psiquiatra contestó:

Para desentrañar el infierno o un vuelo angélico,

Solo hay tomar una pizca de psicodélicos.

 

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Han pasado ya cincuenta minutos desde que nos metimos a la boca la diminuta cuadrícula bajo la lengua. Es, tal vez, un poco más grande que una cuadrícula de cuaderno de matemáticas. Juan ha encendido su potente equipo de música y ha decidido que iniciemos la jornada con algo de Pink Floyd. La música es un gran catalizador. María ha comenzado a ver estelas de colores cuando mueve sus manos y ve una estela lumínica cuando los demás caminan. No para de reírse y sigue pidiendo que alguien la calle. Yo, que sigo siendo el más sobrio de todos, bromeo diciendo “mira ese pájaro gigante” y señalo un punto vacío en el cielo. Todo el mundo se da cuenta que es en tono de burla. Todos, a pesar de los diferentes estados de avance del trip mantenemos la conciencia de quiénes somos, dónde estamos y qué no es recomendable hacer. Estamos al pie de un barranco de unos doscientos metros de altura, pero a nadie se le ha ocurrido –ni se le ocurrirá durante las diez siguientes horas– que es un águila y que puede volar.

Como siento que María, Ana y Juan están mucho más avanzados en el vuelo que yo, decido tomarme el otro cuarto de ácido. Hemos seguidos las indicaciones al pie de la letra: estar bien comidos, alegres, buscar un espacio abierto y amigable y tomarnos de entrada medio ácido e ir subiendo la dosis por cuartos en intervalos de cuarenta y cinco, cincuenta minutos. He estado leyendo mucho sobre los usos recreativos del LSD y siempre dice “no te tomes más de uno. No al menos la primera vez”. Con un ácido, coinciden las lecturas, no se pierde nunca el dominio propio. Con dos, se lo puede perder parcialmente. Me meto el cuarto que María ha recortado y dejado en perfecto orden junto a los otros tres cuartos y, en pocos minutos, empiezo a sentir el aumento de la intensidad en el vuelo.

Escucho Pink Floyd en medio de la sala, mientras veo el mar. La visión periférica se me ha alterado completamente y siento que hay gente parada y sentada junto a mí. Me llama la atención el color turquesa calmo de la alfombra y me siento sobre ella. De repente, la alfombra empieza a respirar al ritmo del álbum The Dark Side of the Moon de la mítica –y muy ácida– Pink Floyd. Todos los demás, que están afuera de la sala, entran al verme fascinado mientras acaricio la alfombra.

Les recomiendo pegarse el tercer cuarto de su ácido, pero solo María me hace caso inmediatamente.

 

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Entre los efectos comunes del consumo de LSD –es decir, el trip– está la sinestesia, la alucinación, la pérdida del sentido del tiempo y la disolución del ego. El efecto del ácido dura, dependiendo de cada persona, entre ocho y diez horas. Durante el trip se suda mucho y el corazón se acelera. Quienes han tomado ácido cuentan que la sensación de paz y comprensión personal durante el vuelo es único. Muchos sienten que después de utilizar LSD por primera vez, han cambiado. Se puede reflexionar tranquilamente sobre las propias taras, se entra en profundas cavilaciones sobre la naturaleza humana, la vida misma, la historia y el futuro. También existen, por supuesto, “malos vuelos”: alguien que tomó el ácido por presión o con miedo, en un espacio agobiante o deprimido posiblemente tenga una experiencia negativa mientras esté bajo los efectos del enteógeno.

Si bien el consumo de LSD ha predominado en espacios lúdicos y recreativos, durante los años sesenta se intentó una terapia psicodélica, que consistía en administrar LSD a los pacientes. Timothy Leary, psicólogo, escritor y profesor de la Universidad de Harvard creía firmemente en el potencial terapéutico de la lisérgida, que durante muchos años fue legal en los Estados Unidos y era producida por los laboratorios Sandoz.

Es en 1965 en que el LSD pasa de estar catalogado como una droga experimental a ser considerada una droga ilegal, penándose su tenencia como un delito grave. Eso no detuvo a Leary, que supervisó el Experimento Marsh Chapel (también conocido como el Experimento del Viernes Santo) con el que Walter N. Pahnke, un estudiante de la Escuela de Teología de Harvard demostró que la ingesta de drogas psicodélicas –en ese caso, la psilocibina, el componente activo de los “hongos mágicos”– facilitaban las experiencias religiosas.

Leary, además, participó del Experimento de la Prisión de Concord, mediante el cual se demostraba que el uso de psicodélicos entre reos podía alterar sus conductas lesivas. A pesar de la información valiosa que ambos experimentos arrojaron, Leary y su ayudante Richard Alpert fueron despedidos de la Universidad.

Durante las décadas de los sesenta y los setenta, Leary pasó por más de veintinueve prisiones alrededor del mundo mientras desarrollaba sus investigaciones sobre los usos del LSD y otras drogas psicodélicas. Richard Nixon lo llamó “el hombre más peligroso de los Estados Unidos” pero la ciencia, recientemente, parece confirmar que tenía razón: un estudio del Instituto John Hopkins señala que la ingesta de psilocibina produce un cambio positivo permanente entre quienes la consumen.

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Ya ha entrado la noche y María se ha pegado su cuarto restante. Juan y Ana tienen un poco de recelo, porque el mundo lo están viendo hace mucho ya de intensos colores. María continúa viendo formas precolombinas por todas partes y, de repente, siente que es un velociraptor. Se encorva y alza las manos y camina mirando hacia el suelo, donde ve unas hormigas gigantescas “¡Como las de Buñuel!” grita y dice “¡ahora lo entiendo todo! ¡Buñuel, eres un drogadicto!”

Por los poderosos Bosé de Juan suena Money. Pongo la mano sobre el parlante y miro una obra de arte compuesta por nueve círculos de diferentes tamaños, con rostros pintados en óleo blanco y negro que cuelga de una pared. A medida que la música avanza, los círculos se multiplican, presencio una mitosis a gran escala. Mientras tanto, los rostros pintados en las obras me regresan a ver y cantan “Money, get back/ I’m all right, Jack”. Estoy fascinado. Los círculos se unen y separan, girando por la pared y, finalmente, se funden con ella, creando unas imágenes idénticas a la obra más tardía de Oswaldo Guayasamín. Comienzo a reírme a carcajadas y le aviso al resto que, así como Buñuel, Guayasamín era un drogadicto “¡Guayasamín, tú no eras indio!” grito en medio de la soledad de la noche “eras un drogadicto”. Durante el resto de la noche, llegaré a la misma conclusión sobre Moisés. Diré, además, que a Rafael Correa y a Jaime Nebot les caería bien un vuelo en ácidos. Sospechamos, además, que ambos son anfibianos y que por eso andan peleando en lo que yo llamo “amorfibios”. Diré, además, luego de que María se pare y declame como “como en una obra de Santiago Roldós” que “es clarísimo que Santiago Roldós es una estatua que se convirtió en humano y aún tiene problemas moviéndose entre ellos”. “Tipazo, Roldós” dice Juan y todos asentimos riéndonos. Después de tocar el parlante, me di cuenta de que había que intentar poner las manos sobre todas las superficies posibles: madera, tierra, piedra, metal. Me acerco a la cocina y pongo las manos sobre la tetera de aluminio –la tetera, por supuesto, está apagada y fría; en ningún momento se me hubiera ocurrido tocarla si hubiera estado caliente–. La sensación de la música de Led Zeppelin entrándome por la punta de los dedos, gracias a la conducción de la tetera es lo más parecido a la felicidad absoluta que recuerde. Comienzo a reír y llorar de alegría. Cuando levanto las manos y la mirada, mis amigos me están viendo, preocupados porque la tetera haya estado caliente “¡Por supuesto que no!” les contesto. En ácidos uno jamás pierde la conciencia de lo que es dañino o no. Simplemente vive las cosas a otro nivel, siente como nunca antes ha sentido y piensa con una claridad tan diáfana que María grita, en un momento, “¡Acabo de entenderlo todo! ¡El mundo! ¡La teoría de la evolución! ¡Todo! ¡Mi velociráptor ha tocado tierra!” Más adelante, Ana terminará de entender el mundo gracias al chupete que llevará en la mano María.

Cuando salgo a la terraza, donde todos ríen porque pensaban que me quemaba, enciendo un cigarrillo. Una brisa metálica y delicada me recorre la mano. Al principio no descifro qué es, pero muy pronto noto que es el humo que sale de mi tabaco. Comienzo a moverlo, para intensificar la sensación y la brasa dibuja una estela luminosa que empieza a moverse al ritmo de Kashmir, de Led Zeppelin. De repente, el hilo de fuego se convierte en un violín que acompaña la canción. Casi sin voz digo “esta es la gloria absoluta. No hay duda de que Dios fue hecho a imagen y semejanza del LSD”.

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero poco a poco los vuelos van cambiando. Todos son distintos, todos se disfrutan. Juan decide tomarse su cuarto de ácido y, en un momento, somos capaces de hacer tener experiencias a los demás. María me susurra al oído una historia que yo veo dibujada sobre un árbol. Las formas van cambiando. María ve en el mar el gran incendio de Guayaquil y yo digo que hay cuatro pistas de aterrizajes para ovnis en el mar, todas debidamente señalizadas con luces rojas, blancas, verdes y azules. En realidad es la pesca, pero las luces se alinean según mi imaginación lo desea. Por eso, el contorno de luces de Montañita, Olón, San José, la Entrada me dibuja el Reloj y la Torre de Londres. “Los ácidos han convertido al pueblo gogotero de Montañita en Londres” digo e, histriónicamente, levanto el brazo derecho y proclamo “¡Vales verga, pueblo gogotero de Montañita, ¡fumando base! ¡oliendo goma!” y María remata “el LSD es todo”.

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El LSD no es adictivo, tiene efectos secundarios. A diferencia de la gran mayoría de sustancias que consume el ser humano, la lisérgida no da resaca. Pasado el efecto, es posible sentir hipersensiblidad a la luz y los colores, somnolencia y cansancio. Después de todo, se ha puesto al cerebro a funcionar en dimensiones a las que no está acostumbrada. Además, dicen sus consumidores, el despliegue de energía física durante el trip es intenso. Se camina mucho, se va de un lado para otro.

Durante el trance se recomienda tomar mucha agua y evitar a toda costa mezclarlo con otras drogas, especialmente con la cocaína y el alcohol. Quienes consumen LSD recomiendan que se haga entre amigos, de preferencia nunca solo. La persona que lo consuma deberá tener la madurez suficiente para entender que el vuelo es un espacio de recreación temporal del que debe volverse a la vida cotidiana. Además, si se consume demasiado los niveles de tolerancia del cuerpo aumentan. Cuenta un consumidor que, por ejemplo, tomar ácidos durante dos días seguidos lo único que logra es disminuir la intensidad y la calidad del vuelo. Según una de las personas consultadas para este texto, el precio de cada ácido varía entre veinte y veinticinco dólares según la disponibilidad. “La policía” dice un vendedor “no está tan interesada en andar persiguiendo a la gente que vende y consume LSD; más se le cargan a los que andan vendiendo coca, base y marihuana”.

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Cuando el dealer me vendió los ácidos me dijo “tome, brother, disfrute”, pero no pensé que esto fuera así. No sabemos ni qué hora es, pero yo he visto en una mancha un Papa de barba llorar sobre una fuente y esa misma fuente se ha convertido después en la Plaza de la Independencia en Quito, en una mancha de moho he visto una película futurística que tiene lugar en Ontario. En la foto de mi ojo dilatado veo la escena del juzgamiento de Mateo Colón, el personaje principal de “El Anatomista” de Federico Andahazi. María ha entendido a Picasso en el mismo árbol sobre el cual yo veo cientos de demonio sentados y Juan siente que el piso de madera se esponja. Hay una escalera de piedra que María sube y la que, cuenta, se convierte en una escalera bizantina adorna de piedras preciosas. Ana sonríe pero un momento se queda callada: dice que en medio del vuelo ha sentido la ausencia de sus padres y el agobio que le produce un gobierno tan fuerte como el actual. Yo he decidido enfrentar mis temores y camino hacia la parte más oscura de la terraza, donde una pared de piedras caquis dibuja cientos de demonios que me miran desafiantes. Cuando paso junto a ellos se desvanecen y regreso por el mismo camino, sin temor. Pienso que lo que ha sucedido es clarísimo: cuando se teme, hay que ir hasta lo más profundo de nuestros miedos. Solo así es posible vencerlos y regresar a la alegría. Sobre las piedras donde se dibujaban los demonios, aparece la historia republicana del Ecuador: la cara de Alfaro, de Velasco Ibarra se tallan en las piedras, como en una especie de Monte Rushmore diminuto. En el mar permanecen los cosmódromos pero las sombras dibujan fantasmagóricos galeones de piratas que vuelven desde dimensiones desconocidas a sitiar las costas de lo que hoy es el Ecuador.

En un momento, sobre una esquina, nos paramos los cuatro a mirar a unos chivos hechos de plantas que cantan una canción que ya no recuerdo. Balan los coros y creemos todos ver lo mismo. Después de un rato, los chivos se convierten en monos que se reproducen frenéticamente, mientras se sodomizan los unos sobre los otros. Detrás de unas piedras grandes, María ve una amiga muerta y yo veo cómo una boa gigantesca se come a Timón, la suricata de El Rey León. De repente, Juan tiene una gran idea: hay que hacer una fogata. Junta los palos necesarios y enciende el mismo fuego que conocieron nuestros antepasados primates. La llama dibuja miles de figuras y yo logro distinguir en medio de la brasa uno de los elementos principales de nuestra historia política que arde intensamente: la llanta quemada en huelga. María dice que ha visto una hoz de fuego. Juan no permite que el fuego se apague, porque Ana lo ha bautizado como el jefe de la tribu, el que nos trajo el fuego. Reímos mientras compartimos nuestros vuelos y nuestros temores, nuestras mejores visiones y nuestras alucinaciones compartidas.

Siete horas después de habernos tomado la primera mitad del ácido, sentimos que el viaje de regreso comienza. La sinestesia se ha desvanecido casi pero las visiones y la intensificación del tacto continúa. Será recién tres horas después que, aún viendo lobos y caballos donde solo hay árboles, caigamos dormidos profunda e ininterrumpidamente, sin soñar, porque, después del ácido, no nos hace falta.